San Isidro y El Tigre



En su relato La pulpería Cunninghame Graham sitúa al pulpero detrás del mostrador protegido por una doble “reja” de madera y con una pila de botellas vacías a mano. En las decrépitas estaciones entre Retiro y El Tigre, el taquillero se atrinchera tras una tela metálica doble y al viajero que pregunta le contesta una voz como venida de muy lejos. El tren conoció tiempos mejores, pero por la irrisoria cantidad que cuesta el boleto no se puede pedir más. Nos bajamos en Olivos con el propósito de tomar el trencito que va por la costa y nos evitaría las villa-miserias que rodean los elegantes suburbios residenciales. La estación de Olivos, con sus graffiti, sus desconchados, sus restos de hogueras nocturnas y de alivios urinarios, es donde la voz invisible nos dice desabridamente que no hay tal trencito, sin más explicaciones. En Olivos viven la Presidenta y su esposo el ex Presidente, y él no sé, pero ella no utiliza el tren para ir a su despacho de la Casa Rosada, sino que se desplaza en helicóptero. Desde que el Presidente La Rúa abandonó por el aire su palacio, sus sucesores descubrieron que la azotea o el jardín eran accesos más seguros que el enrejado de la Plaza de Mayo.
La estación de San Isidro no se halla en mucho mejor estado, pero está menos solitaria y hay en ella menor sensación de inseguridad. Se cruza un paso a nivel y ya se está de nuevo en la Argentina de las tiendas elegantes, las veredas con árboles, las calles empedradas, la gente bien vestida, los buenos modales. Frente a la catedral neogótica hay un café o confitería encristalada con parroquianos que leen el diario mientras degustan su ristretto o su capuccino. En la plaza ajardinada hay algún que otro baratillo y unas escalinatas llevan a una estacioncita muy inglesa donde hace estación el Tren de la Costa que andábamos buscando. No tomamos el tren, sino un remise o auto de alquiler pues de lo que se trata es de presentar nuestros respetos al fantasma de doña Victoria Ocampo. Las quintas de San Isidro son espectaculares y están archiprotegidas por altos y gruesos muros. No es ésta la Argentina desértica y montañosa del puma y el cóndor, sino la llana y fértil de araucarias, jacarandás, casuarinas, donde el peligro está en las pandillas de adolescentes o en los artistas del secuestro-exprés. En Buenos Aires la inseguridad va por barrios, pero acá en San Isidro no existen al parecer tantos miramientos. Digo al parecer, porque el que va de paso piensa que nada de lo que pase en la calle reza con él, máxime cuando su espíritu se adelanta a su cuerpo en un viaje tiempo arriba, en la recuperación, no del tiempo perdido, sino del tiempo no vivido, y ese tiempo es el de la revista SUR a la que dio el ser Victoria Ocampo y puso nombre Ortega y Gasset.
Son muchas las horas gratas que me han hecho pasar los visitantes de Villa Ocampo con sus escritos. A algunos los he llegado a conocer fugazmente, a saber Jorge Luis Borges y Roger Caillois. Otro hay a quien traté mucho más y a quien quisiera dedicar un recuerdo, por más que ya me haya ocupado de él en un par de libros: el uruguayo Theo Verbrugge, que tanto me habló de la quinta de San Isidro y que exhaló en Roma, en una clínica de la Via Cassia, su último suspiro.
No sé en cambio cuál fue la relación con SUR de Rafael Alberti, vecino tantos años del Puerto de Santa María del Buen Aire. Ni Borges ni Ortega le caían bien y me figuro que no querría repetir en la mansión de San Isidro su experiencia del saloncito madrileño de la Revista de Occidente. Me cuesta, pues, asociarlo con este mundo perdido, pero en cambio lo tengo que evocar en El Tigre, entre totoras y calandrias, navegando a lo largo de los brazos del delta ante los clubs de remo y los embarcaderos particulares bajo palmeras y magnolios. Mi primera noticia de este delta la tuve en 1954 en sus Baladas y canciones del Paraná, y no hacía más que mirar el cielo azul a ver si también a mí me traían las nubes, volando, el mapa de España.

Comentarios

  1. Hermoso viaje el que ha realizado por esas tierras antiguamente españolas.

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