Saturday, February 28, 2015
Friday, February 27, 2015
Sunday, February 22, 2015
Tuesday, February 17, 2015
Friday, February 13, 2015
La sacrée laïcité
Francia, los musulmanes y la laïcité
Alberto Buela (*)
Estuvimos en
París en el momento del atentado a Charlie
Hebdo y la reacción unánime de los medios y los comentaristas fue “hay que
profundizar sobre la laïcité”.
Cualquiera
sabe que la laicidad es una idea que viene de la Revolución Francesa para
combatir la influencia cristiana en la educación, la vida y la cultura del pueblo
francés.
Por
supuesto que hay otras lecturas como asimilarla a la neutralidad del Estado en
tanto árbitro de los conflictos interreligiosos entre católicos y protestantes.
Pero la idea que prevalece es la primera.
Los
datos oficiales afirman que en Francia hay cinco millones de musulmanes pero
los extra oficiales nos hablan de diez a doce millones. Musulmanes que tienen
hijos y nietos nacidos en Francia, que ya no saben ni de donde vinieron y que
no tienen otro origen que el Hexágono.
Pero
estos musulmanes, los franceses los llaman islamistas, no están integrados a la
sociedad francesa, por mayor laicidad que se predique, porque como dice el
español Juan Manuel de Prada “morir en
defensa del laicismo es tan ridículo como hacerlo en defensa del sistema
métrico decimal”. Todo hombre intenta permanecer en su ser, esto
es, al menos no morir, y si lo hace es por valores superiores: Dios, la Patria,
la familia, los amigos.
Estos millones de personas, como pasó con los
asesinos de Charlie Hebdo, no están integrados
a nada. Lo dice muy bien Fabrice Hadjadj “Les Kouachi, Coulibaly, étaient «parfaitement intégrés», mais intégrés
au rien, à la négation de tout élan historique et spirituel de la France”.
Integrados “a nada”. Qué integración se puede
lograr de un inmigrante en cualquier país del mundo que no sea a los valores
del pueblo a donde va. Un politólogo liberal de talla como Giovanni Sartori
afirma: no hay inmigración sin
integración, pues de lo contrario se destruye la democracia.
El tema es que la laicidad no es nada, no es un
valor sino un disvalor, que viene a negar el
“impulso histórico y espiritual” que
dio sentido a Francia dentro de la historia del mundo.
Nosotros tuvimos ocasión de hablar con un
marmota como Jacques Lang, antiguo secretario de cultura socialista, que le echaba
la culpa del atentado a la escuela porque no se enseñaba desde los primeros
años la existencia del Holocausto.
A lo que respondimos: señor, no es creando más
confusión de la que existe hablándole a niños de seis años de un tema sobre el
que los grandes triunfadores de la segunda guerra mundial, de Gaulle,
Churchill, Eisenhower y Adenauer, no hablaron nunca en sus autobiografías,
sino, en todo caso, enseñando la historia de la religión en Francia.
Es muy probable que nuestra propuesta tampoco
sea una solución porque tal como se muestran las cosas, lo más probable es que
la población francesa sea reemplazada por una mezcla de musulmanes y extranjeros
dentro de unos treinta años. La figura de la Marianne es ya un dato del pasado.
La francesita del tango ya no existe más, lo que tienen ahora son turquitas. Es más, la ministra de
cultura es una linda turquita.
La decadencia tiene un principio fundamental, y
es que siempre se puede ser un poco más decadente. Y esto es lo que hemos visto
en Francia. Una vida pública reglada por la racionalidad y una sociedad
desintegrada. Uno camina por París y la coloratura (para hablar como Ugo
Spirito) es mora, pues es difícil cruzar a un blanquino francés por la calle.
Si analizamos el tema desde el gobierno vemos
que éste no puede salir del atolladero, porque la laicidad que propone
profundizar es la que lo llevó a semejante situación: una sociedad civil
partida en dos y desintegrada.
Una respuesta simple y lineal sería si el mundo
musulmán sigue anclado en la edad media; entonces apliquemos la fuerza de la
espada, expulsándolos y restringiendo su culto. Pero eso no se puede hacer, es
de imposible realización hoy en el mundo.
Nosotros solo barruntamos la respuesta católica
al problema, que es lograr su conversión, no existe una tercera posibilidad.
A Francia solo la puede salvar una revolución o
mejor dicho, una contra revolución. Ante un mundo musulmán que aun está en la Edad Media, que no pasó por la etapa de la Ilustración ni de la modernidad, y
que vive a Francia como un caserío de herejes, solo puede oponerle u ofrecerle
la Francia como fille aînée de l'église,
como hija mayor de la Iglesia. Francia tiene que mostrar al mundo musulmán,
que se le ha instalado para siempre, su costado sagrado, su costado religioso,
productor de tantas y tantas hazañas.
Si a los millones de musulmanes instalados en
Francia, como también en Europa, se le ofrece como panacea la sociedad de
consumo, agnóstica y prostituida, corrupta y viciosa en la que solo vale lo que
se tiene y no lo que se es. Ese mundo musulmán nunca se integrará sino que más
bien luchará siempre en su contra.
Francia, y con ella Europa, tiene que recuperar
la religiosidad popular que tanto caracteriza a los pueblos iberoamericanos.
Así, las grandes procesiones, las grandes marchas, los movimientos de masas
enteras peregrinando a la Virgen que vivimos nosotros, son todos signos que
indican que aún alienta aquí lo sagrado.
Francia y Europa en general, tienen que
recuperar la sacralidad profunda que poseen con creces y que ha sido enterrada
bajo la pesada losa de dos siglos de liberalismo y banqueros usureros. Esa
sacralidad profunda y viva aun que se muestra en la actio sacra por excelencia y que no debe confundirse con lo sublime,
con lo bello grande, como lo hace cierto neopaganismo.
Todos sabemos que es muy difícil la integración
de los musulmanes a las sociedades europeas. El padre Foucauld, que misionó
durante largos años en África, así lo afirma, pero si estas sociedades no
detienen la estulticia de querer solucionarlo con mayor laicidad es imposible
la integración.
(*) arkegueta, aprendiz constante
Thursday, February 12, 2015
Cena homenaje a Javier Salvago en Casa Ruiz
La interesante entrevista a Javier Salvago aparecida en el ABC de Sevilla el pasado 28 de enero me incita a desempolvar el texto de las palabras que, por incitación del inolvidable Fernando Ortiz, leí en el homenaje que se le tributó al poeta de Paradas en la Peña Trianera el año de 1984.
Tuesday, February 03, 2015
Grandes Relatos
- 3 feb. 2015
- ABC (Sevilla)
- AQUILINO DUQUE Premio Nacional de Literatura
GRANDES RELATOS
La historia de España era la historia de una decadencia que no lograron interrumpir ni Carlos III ni Cánovas ni Maura ni Primo de Rivera, hasta que con la II República la nación entró en barrena
EN una reseña harto desfavorable de un libro del hispanista Payne, el crítico, molesto por el poco caso que hace Payne de los tópicos habituales de la hispanofobia anglosajona, llega a sostener que, a partir del XVII, la «religión católica se esforzó en impedir la formación del Estado nacional y liberal que habría garantizado la preeminencia de España». Se cumple ahora el segundo centenario del primer intento serio de formación de ese Estado preeminente, cuya carta magna fue la Constitución de 1812, que salió adelante a pesar de los denodados esfuerzos de l a religión católica por impedirlo. Si se exceptúa la reacción fernandina propiciada por el Congreso de Verona, todo e l resto del siglo XIX y buena parte del XX se desarrolló la nación española bajo el signo del liberalismo y de la soberanía nacional con algún que otro tropiezo de poca importancia y una marcha triunfal que culminó en 1898 y aún se arrastró mal que bien hasta que con la II República entró en su recta final. Durante tres años, del 36 al 39, digan lo que digan los «bobos ojitiernos», como decía el Ridruejo falangista, la democracia liberal estuvo entre paréntesis (también en zona roja) y no había que ser zahorí para vaticinar, como lo hizo por cierto el republicano Chaves Nogales y diagnosticó el liberal Marañón, que venciera quien venciera, el liberalismo iba a ser sometido a una larga cura de reposo. Al dar por finalizada esa cura el «equipo médico habitual», los nuevos padres de la patria, a cual más justo y más benéfico, se lanzaron a devolver al pueblo soberano las libertades que éste dio a sí mismo, según la contradictoria jerga de la época, con el fin de que España recuperase la preeminencia de su pasado liberal sin el estorbo esta vez de la religión católica. María Zambrano, a la que un cura progre echó en cara que, pensando como pensaba, no estuviera con Franco, me decía en uno de sus dramáticos monólogos que por qué éste había tenido que interrumpir la historia de España. No le faltaba la razón. La historia de España era la historia de una decadencia que no lograron interrumpir ni Carlos III ni Cánovas ni Maura ni Primo de Rivera, hasta que con la segunda República la nación entró en barrena. Una de las interpretaciones del Fascismo italiano es la llamada «parentética» y es posible que nadie me contradiga si digo que también el régimen de Franco fue un paréntesis en la decadencia felizmente iniciada bajo los últimos Austrias. Al cerrarse ese paréntesis, ya nos fue posible a los españoles deslizarnos a pierna suelta por la rampa inclinada del progreso.
Desde la caída del Antiguo Régimen, del Despotismo Ilustrado o como se le quiera llamar, España no ha conocido más estabilidad ni más progreso que el que le han proporcionado regímenes autoritarios. Si se observa con detenimiento todo lo acaecido en España desde las Cortes de Cádiz y en particular desde que tenemos «libertades», que no es lo mismo que tener libertad, no hay que ser zahorí para abrigar graves sospechas sobre el sistema que esas libertades propicia. De las muchas definiciones que se han dado de la libertad, yo me quedo con la de José Martí, de que la libertad es el derecho de cada persona de cumplir con su deber. En el lenguaje popular, al menos en Andalucía, siempre se han confundido los conceptos de « deber » y « derecho», y era frecuente oír expresiones como « no tenía derecho a pagar esa multa», pongamos por caso, en el sentido de no estar obligado a pagar. Esa confusión ha llegado a erigirse en categoría jurídica, previo trasvase de contenidos, de suerte que el único deber del ciudadano es, como leí una vez en el tablón de anuncios de un ambulatorio andaluz, el «de exigir el cumplimiento de sus derechos», que son innumerables, como los mártires de Zaragoza. Se invierte así la máxima del pensador cubano y el deber es el derecho de cada cual de exigir sus libertades.
La única manera de mantener la fe en el progreso indefinido es llamar progreso al retroceso y eso explica que en la España de finales del XX y comienzos del XXI hayan intentado, en nombre del progresismo, retroceder a los tiempos de la Constitución de 1876 los «moderados» y a los de la de 1931 los «progresistas». A la vista está la preeminencia en el concierto de las naciones de nuestro Estado demoliberal y socialdemócrata, aunque sea en el subgrupo de los PIGS (acrónimo intraducible). Nada que ver, como puede comprobarse, con ese Grandioso Relato que, en los años de la «cura de reposo del liberalismo», se nos hizo creer a los españoles que era la Historia de nuestra patria.
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