Perito Moreno
Cuando a comienzos de la invasión napoleónica la América española decidió declarar su independencia, se pasó casi el resto del siglo en estado de guerra civil. De ese azote no se libraron las colonias británicas que, por estar menos divididas, con una guerra civil tuvieron bastante. Teníamos que llegar en España a la calamidad del “Estado de las autonomías” para que cobraran verosimilitud las disputas fronterizas entre las repúblicas de Ultramar, y es que, desde mi punto de vista, una cuestión fronteriza es tan absurda entre Chile y Argentina como entre Andalucía y Extremadura pongamos por caso. Decía Octavio Paz que Hispanoamérica tenía un concepto patrimonial del poder político, heredado de la madre patria, y no le faltaba razón, pues esas disputas de los países americanos entre sí y de las regiones españolas ahora, vienen a ser como litigios de lindes entre propietarios de tierras colindantes. Esa mentalidad agropecuaria de la soberanía revertiría sobre la madre patria, convertida en “Estado de las autonomías”, y eso explica la actual proliferación en ella de estatuas ecuestres de los que no recataban el odio que le tenían ni el celo que puso cada cual en trocear en feudos o taifas los grandes virreinatos.
Esas disputas solían someterse al arbitraje del monarca de cualquier gran potencia europea o del mismo Pontífice romano, pero como estos personajes no se iban a desplazar al lugar conflictivo, decidían según los informes de los peritos nombrados por ambos litigantes. Uno de estos peritos fue Francisco Pascasio Moreno, que aportó su conocimiento del territorio disputado a la elaboración de un informe con el que evitó una guerra entre chilenos y argentinos y facilitó el laudo arbitral de la Corona británica. Francisco Pascasio Moreno, estudioso de la paleontología y la antropología, quiso acercarse a las poblaciones indígenas para llevarles la civilización blanca en condiciones más humanas de lo que lo había hecho el general Julio Argentino Roca. Moreno fundó escuelas y comedores, creó parques nacionales, descubrió y nombró parajes asombrosos en una Patagonia que conocía como la palma de la mano. No falta hoy quien lo juzgue con reticencia entre quienes transitan los senderos que él trazó. Ya se sabe que el concepto de “civilización” tiene mala prensa en nuestra sociedad, cada vez más asilvestrada. Recuerdo un documental sobre unos jesuitas de los de ahora en la selva entre Brasil y Perú que proclamaban que eso de evangelizar había pasado a la historia y que ellos se limitaban a asimilar las costumbres de unos grupos de salvajes hostiles entre sí y que vivían de la depredación recíproca y en la más espantosa promiscuidad. Su idea, me figuro que dentro de la “teología de la liberación”, era que el presunto hombre “civilizado” era el que tenía que aprender del presunto hombre “salvaje”.
El perito Moreno, fallecido en 1919, dejó una obra social inmensa; una de sus preocupaciones, además de los indios, eran los “niños de la calle”, para los que fundó escuelas y cantinas y formó maestras y, cosa hoy en día muy mal vista, organizó en Argentina el Movimiento Scoutista. Impulsó la experimentación agrícola y la prospección petrolífera. Mutatis mutandis, la labor de Moreno en los territorios conquistados a los indios viene a ser como la de los misioneros de la Conquista española, que se dieron cuenta muy pronto de que a los primeros a los que había que civilizar era a los propios conquistadores.
Los restos de Moreno, trasladados en 1944 desde La Recoleta a la Isla Centinela, en Nahuel Huapi, reposan en un mausoleo junto a los de su mujer, pero su auténtico monumento no es obra de ningún escultor, sino de la naturaleza, y es el glaciar que lleva su nombre. Al glaciar Perito Moreno se llega por carretera desde El Calafate, el bonito poblado turístico a orillas del lago Argentino, descubierto también por Francisco Moreno, de tranquilas aguas australes de una frialdad y una transparencia de paisaje irreal de Patinir. El Calafate es uno de los oasis del desierto patagónico por el que antaño galopaban los mapuches en sus malones y ahora pasta tolas el ganado cabrío y el lanar. Las orillas del lago se vuelven frondosas: en El Calafate hay tejos y álamos con los amarillos del otoño en su fronda; en las orillas escarpadas hay monte bajo de calafate, cuyas bayas azuladas se utilizaban para calafatear embarcaciones y hacer mermelada, y fagáceas como lengas y ñires, cohihues o guindos, notros o ciruelillos de roja floración y que recubren los cerros próximos al glaciar. La flor dorada del calafate inspira una leyenda indígena de los amores imposibles de una Julieta patagona convertida en arbusto por una hechicera.
El glaciar presenta un frente de sesenta metros de altura por cinco kilómetros de anchura, y en ese frente se abren grietas y se desploman bloques de hielo como rascacielos con un estruendo de artillería en medio de un oleaje pulverizado. El Perito Moreno es el único glaciar que se regenera y avanza a razón de dos metros y medio al día. A veces los bloques de hielo desgajados taponan el Brazo Rico y hacen subir el nivel del resto del lago. En el lado opuesto, donde el glaciar se apoya en un cerro, se divisan unas figuras diminutas en fila india; son unos excursionistas que huellan con sus crampones la lengua del glaciar. Los grandes acantilados agrietados son blancos con transparencias verdes y azules.
Los otros glaciares, el de Spegazzini, el de Onelli y el más grande de todos, el de Upsala, están al parecer en retroceso. Entre ellos se navega en unas embarcaciones que salen de Punta Bandera, es decir, se navega entre los icebergs desprendidos del Upsala que vedan su acceso como un campo de minas. Los hay de todos los tamaños y todas las formas, jaspeados y con incrustaciones de crioconitas, huecos irisados en su interior que atraen el sol y van derritiendo el hielo. Al Onelli y al Agassiz se llega atravesando un bosque de lengas que se repone lentamente de un incendio devastador ocurrido muchos años atrás, entre riachuelos y cascadas que caen de altísimos acantilados.
Nada hay que se parezca tanto a la primavera en el hemisferio norte como el otoño en el hemisferio sur. En estos días de abril en una Escandinavia austral me llegan, en el cuaderno de bitácora de Antonio Rivero Taravillo, unas imágenes suyas en Islandia que pueden pasar por tomadas a orillas del lago Argentino. Chile asoma por las Torres del Paine, visibles en el horizonte.
Nada hay que se parezca tanto a la primavera en el hemisferio norte como el otoño en el hemisferio sur. En estos días de abril en una Escandinavia austral me llegan, en el cuaderno de bitácora de Antonio Rivero Taravillo, unas imágenes suyas en Islandia que pueden pasar por tomadas a orillas del lago Argentino. Chile asoma por las Torres del Paine, visibles en el horizonte.
Uf, qué magnífico aire acondicionado natural, Aquilino. Con la que está cayendo en nuestra tierra...
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