Ha fallecido en Madrid don Francisco López Estrada. Su última carta fue para excusar su asistencia a un acto mío en Madrid en razón de su avanzada edad y de su soledad, agravada por la muerte de su esposa María Teresa, precedida de un proceso de la dolencia de Alzheimer. Es mucho lo que le debo y creo que lo mejor será reproducir aquí algo del reconocimiento de esa deuda en vida de él que pertenece a un libro colectivo en su homenaje. La instantánea está tomada en los Reales Alcázares de Sevilla el 20 de noviembre de 2001 con ocasión del CCL aniversario de la fundación de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras. Completan el grupo, con el que suscribe, el Excmo Sr don José María Alberich Sotomayor y el Excmo Sr don Eduardo Ybarra Hidalgo, Director a la sazón de la Academia.
López Estrada, criptonovelista
La festividad de Santo Tomás de Aquino de 1948 o 1949 se conmemoró con un acto académico en el paraninfo de la Universidad en el que se presentaba a la afición sevillana un joven catedrático de Literatura. Fue el más brillante de los tres oradores; no recuerdo sobre qué habló, acaso sobre el viaje de Ruy González de Clavijo al Gran Tamerlán, pero sí que recuerdo muy bien que dijo haber llegado de la Universidad de la Laguna, “avanzadilla cultural de España en el Atlántico”. El joven catedrático recién trasladado de Canarias se llamaba don Francisco López Estrada y era, como le gustaba decir, “catalán bilingüe”. Aunque yo estaba matriculado en Derecho, las dimensiones de la Universidad de entonces permitían el roce con otras Facultades, y el mío fue con la de Filosofía y Letras por más de un motivo. No sé cómo trabé conocimiento con don Francisco, a alguna de cuyas clases asistí de oyente. El caso es que muy pronto fui convocado por él a una tertulia literaria en el café Los Corales, a la que entre otros asistían Luis Romero Yáñez-Barnuevo, que simultaneaba el aprendizaje de la Literatura con el de la Música, y Manuel Barrios, que estudiaba cuarto de Derecho y lucía un abrigo beige muy bien cortado. De aquella tertulia salió una revista, fundada por don Francisco y titulada Floresta de varia poesía, y si se me apura, otra también, Aljibe, entre cuyos fundadores figuraban tres alumnos suyos: Bernardo Víctor Carande, Juan Collantes de Terán y Angel Medina de Lemus. Por él conocí a Romero Murube, para mí entonces nada más que un nombre de una “Sevilla oficial” que, ¡oh, adolescencia!, yo rechazaba rotundamente. La tarde que pasamos en la Casita del Moro, la vivienda que Joaquín se había labrado en el callejón de la Judería, me deshizo más de un prejuicio, pues de pronto me vi tocando con los dedos a la mítica generación del centenario de Góngora. Aquella tarde, que entraba dorada y verde desde los jardines del Alcázar, fue uno de los grandes acontecimientos de mi vida literaria, una ocasión de oro a la que el discreto don Francisco me había introducido como el que no quiere la cosa. En la tertulia de Los Corales yo le había llevado tiempo atrás un soneto que yo creía perfecto, y él, con la máxima delicadeza, me vino a decir que aquello ya estaba dicho, nada menos que por Horacio y por Ronsard. Insistí yo en que por lo menos me dijera si en mí había madera de poeta y no hubo manera de conseguir que se pronunciara al respecto. Luego entendí que su respuesta fue, por ejemplo, aquella visita que hice de su mano a Romero Murube.
En las perplejidades del fin de carrera, fue él quien me animó a que pidiera una beca del Consejo Británico. Seguí su consejo y así fue como logré entrar en la Universidad de Cambridge, otro hito en mi vida. Desde entonces, con un breve paréntesis, mi vida transcurrió fuera y lejos de Sevilla, pero siempre nos veíamos a cada visita y de un modo u otro nos manteníamos en contacto. Siempre nos hablábamos de usted, pues la buena crianza de aquellos tiempos hacía que los catedráticos se hicieran respetar respetando. El tratamiento me lo apeó él una noche que vino con su mujer a cenar a mi casa romana.
No es éste el lugar de hablar de la
ingente obra filológica del profesor López Estrada, pero sí de decir algo de su vocación secreta de creador literario. En más de una revista de la época hay algún relato suyo. Hace años, me comentaba Gimferrer en Barcelona que le habían hablado de una novela inédita de López Estrada. No supo decirme mucho más, pero yo me acordé de una de aquellas tertulias en la Casita del Moro, con José Luis Cano, con José María de Cossío, con Dámaso Alonso, con Jorge Guillén, con Gerardo Diego, en que López Estrada, movilizado en su Cataluña natal, refirió la extraña sensación colectiva de estar fuera del tiempo y del espacio, cuando las autoridades del bando derrotado habían huído y aún no habían tomado posesión las del bando vencedor. Eso duró unos días, y él decía que describir esos días podía ser un buen asunto para una novela. Anímese usted, don Francisco, le digo ahora si no se lo dije entonces.
Vaya, lo lamento de veras. Yo aprendí mucho en mi carrera con su libro sobre Métrica y con otro sobre Rubén Darío... Descanse en paz.
ResponderEliminarNo conocía al personaje pero emocionante la semblanza.
ResponderEliminarEn nombre de la familia, te doy las gracias. Y como hijo suyo, recordaré siempre aquellas tardes de mi infancia y adolescencia en Sevilla, cuando mi madre nos decía: "Hoy no déis la lata, que viene Aquilino a vernos..."
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