Las "Crónicas extravagantes" en el palacio de la condesa de Lebrija
Con una nota triste, la muerte en accidente de montaña del decano de la Facultad de Teología de San Dámaso, que impidió al editor, José Miguel Oriol, desplazarse a Sevilla, se presentó el libro Crónicas extravagantes en el palacio sevillano de la condesa de Lebrija. Fue el presentador Ignacio Romero de Solís y el autor del libro, que abrió el acto con unas palabras de excusa por la ausencia del editor y de recuerdo y homenaje al joven sacerdote fallecido, lo cerró con las siguientes palabras:
En uno de los autillos de fe que se me infligieron cuando salió la primera edición de Crónicas extravagantes, un locutor de radio me apostrofaba indignado: “¡Es que ahí dice usted que el franquismo “llevó a España a la victoria militar, a la paz, al desarrollo y a la prosperidad y el cadáver de su jefe no fue ultrajado en la plaza pública, sino enterrado con los máximos honores!” “¿Y qué, no es verdad?”, dije yo. Y él, muy poco en su papel de “moderador”: “¡Sí, pero es que eso no se puede decir!” A otras personas bien intencionadas que trataban de exculparme diciendo que no se me había entendido lo que yo había querido decir, yo me apresuraba a aclararles que no, que se me había entendido perfectamente. Algo parecido me había pasado años atrás con el prólogo que le puse a mi traducción de Os Lusiadas de Camoens, que levantó ampollas en Portugal entre los que entendieron rectamente lo que yo había tratado de decir.
Precisamente la persona que, por así decir, levantó la liebre en un diario de provincias, hizo tan bien su trabajo, captó con tanta precisión el contenido del libro, destacando lo más llamativo y, según él, escandaloso, que su crónica, en principio una denuncia en toda regla, mereció el honor de que Gonzalo Fernández de la Mora la reprodujera tal cual en su revista Razón Española como reseña del libro.
Yo creo que la mejor manera de hacer frente al terrorismo cultural es volviéndole del revés los argumentos al adversario. La polémica es una esgrima dialéctica y el que sale perdiendo es el que de entrada se pone a la defensiva. A mí el adversario me impone respeto cuando sostiene sus posiciones con gallardía, un respeto que estoy muy lejos de sentir por los afines que tratan de salir del paso disimulando las suyas. Este poco respeto se debe a la actitud vergonzante con la que estos presuntos afines míos se oponen a la ofensiva ideológica de sus contrarios. Mientras éstos asumen su historia en su totalidad y se identifican con ella, los otros, es decir, lo que llamo la derecha vergonzante, no es que renieguen de la suya, sino que sus más valiosos portavoces dan la impresión de estar orgullosos de tener el mismo pasado que sus enemigos de hoy. Cuando un fanático cambia de campo no por ello deja de ser fanático. Si eso pasa con los fanáticos, qué no pasará con los invertebrados.
El terrorismo cultural e ideológico que padecemos se puso en marcha en los años 30 bajo la enseña del antifascismo. Como quiera que el fascismo no se reducía a las potencias del Eje, sino que se extendía a todo cuanto no simpatizara con la Revolución soviética, al sobrevenir la Guerra Fría, ese terrorismo cultural se vio obligado a retranquearse tras ese baluarte del “antifascismo” que fue el Telón de Acero. De hecho, el Muro de Berlín, como muy bien deben de saber los aficionados a la filatelia, se llamó oficialmente “Muro Antifascista”. Ese terrorismo se recrudeció y puso al día al socaire de la metástasis marxista-leninista del Tercer Mundo en las revueltas del 68, metástasis por cierto que no dejó de infiltrar los grandes núcleos del poder “fascista” de Occidente, a saber, la religión, la enseñanza, las fuerzas armadas, la banca, el gran capital, los medios de difusión, el mundo del espectáculo, todos los resortes en fin de la sociedad según el plan ideado por Antonio Gramsci. Una vez todos esos resortes, o la mayor parte de ellos, en manos de los hijos del 68, había que seguir manteniendo viva la tensión política conjurando los fantasmas del pasado con una historiografía retrospectiva cuya última expresión en nuestra patria sería la llamada “ley de la memoria histórica”.
Esa ley sería la culminación de un proceso de demonización del “régimen anterior” iniciado por los que exigían la “ruptura” y al que se sumarían progresivamente los que sólo pedían la “reforma”. En las primeras Cortes democráticas, uno de los más virulentos partidarios de la “ruptura” se encaró con uno de los más circunspectos abogados de la “reforma” llamándole “fascista”, y éste, que había hecho carrera en el régimen anterior con la versión española de ese italianismo, se puso a la defensiva alegando que había sido más o menos un “demócrata reprimido”. De todo hubo en aquellas Cortes, y como no me duelen prendas, lo más sensato a mi juicio se lo tuve que oír al camarada Carrillo cuando dijo que no se trataba de darle la vuelta a la tortilla, sino de que hubiera tortilla para todos.
El caso es que fueron los “demócratas reprimidos” los que se llevaron el gato al agua, pero al mismo tiempo que los rupturistas se domesticaban, ellos hacían suyas muchas iniciativas de los otros para no verse arrojados a las tinieblas exteriores de la “extrema derecha”, único extremismo inadmisible en un sistema en el que por definición “cabía todo” por extremista y aberrante que fuese, republicanismo y separatismo inclusive.
La finalidad última de esta operación no era otra que la de hacer lo que no lograron los vencedores de la II Guerra Mundial, a saber, incluir la España de Franco entre los vencidos y hacerle pagar las consecuencias, que en el mejor de los casos habrían sido unos bochornosos ajustes de cuentas como en Italia y en Francia y en el peor, medio siglo de comunismo totalitario, como en la Europa del este. La Guerra Fría nos salvó, pero con Guerra Fría y todo, la historiografía del marxismo y compañeros de viaje siguió autoerigiéndose en “Tribunal de la Historia” hasta que la Historia de verdad, harta de verse suplantada, echó abajo el Muro de Berlín y el marxismo-leninismo al cubo de la basura.
En un mundo en el que nada era sagrado, pasó a serlo en cambio lo que menos se lo merecía, que era todo el repertorio de lugares comunes y de pedanterías ideológicas con que los demócratas de todos los pelajes veneraban las gloriosas tradiciones revolucionarias de la Edad Contemporánea.
Debo decir que yo también pasé mi escarlatina, pero puede decirse que fue un caso leve y para mediados de los 60 ya estaba en vías de franca curación. Mi acercamiento a la lengua y a la literatura rusas fue decisivo, como puede verse por los poemas de mi viaje a la Unión Soviética en 1964 y mi versión del Réquiem de Ana Ajmátova en 1967, de suerte que cuando estalló el mayo del 68, ya estaba yo resueltamente en contra. Lo escrito desde entonces responde a una línea que he procurado que fuera lo menos sinuosa posible, aun sabiendo el precio que había que pagar. En 1971, con motivo de la salida en Barcelona de La rueda de fuego, me hizo en La Vanguardia Española el periodista Del Arco una de sus célebres entrevistas con caricatura y la última pregunta fue: ¿En qué color está usted? Yo me acordé de algo al respecto que Jiménez Fraud, el que fuera director de la Residencia de Estudiantes, dijo sobre la camisa de su suegro, don Manuel Bartolomé Cossío, y dije: En el blanco, que está hecho de todos los colores. Y Del Arco, que se reservaba siempre la última palabra, replicó: Veo su porvenir negro…
De recordarme ese pronóstico se encargarían los que montaron un escándalo a escala nacional cuando estas Crónicas extravagantes aparecieron con el sello editorial de la Universidad de Sevilla. Alguna vez que otra, de palabra y por escrito, he evocado aquel suceso, pero siempre he procurado evitar dar nombres. Hace años, en 1983, tuve que presentar a Miguel Delibes en Sevilla y aproveché la ocasión para decir lo que pensaba de la Internacional Socialista y del Estado de las Autonomías. El escándalo fue monumental. Veinte años más tarde, al concluir yo una intervención en un homenaje a la revista ultraísta Grecia, se me acercó un señor del público para decirme que él era uno de los energúmenos aquellos que me abuchearon entonces y que venía a pedirme perdón y a
decirme que tenía toda la razón en cuanto dije.
Yo sé que muchos de los que entonces se metieron conmigo hoy deben de estar lamentándolo en el fondo de sus conciencias. Además, yo, como decía de sí mismo el bohemio Alejandro Sawa, “a medida que avanzo por la vía mortal, siento que todos mis rencores se funden en una gran misericordia”; en cambio tengo una memoria de elefante para los favores, y no olvido a los que dieron entonces la cara por mí. Si los nombro no acabaríamos nunca y por eso me limitaré a citar sólo dos nombres: el de Fernando Ortiz, que fue el estratega de la contraofensiva, por así decir, y el de Ignacio Romero de Solís, en representación de los francotiradores y a quien nada más que por eso he querido que me acompañe en esta segunda salida sevillana de Crónicas extravagantes.
En uno de los autillos de fe que se me infligieron cuando salió la primera edición de Crónicas extravagantes, un locutor de radio me apostrofaba indignado: “¡Es que ahí dice usted que el franquismo “llevó a España a la victoria militar, a la paz, al desarrollo y a la prosperidad y el cadáver de su jefe no fue ultrajado en la plaza pública, sino enterrado con los máximos honores!” “¿Y qué, no es verdad?”, dije yo. Y él, muy poco en su papel de “moderador”: “¡Sí, pero es que eso no se puede decir!” A otras personas bien intencionadas que trataban de exculparme diciendo que no se me había entendido lo que yo había querido decir, yo me apresuraba a aclararles que no, que se me había entendido perfectamente. Algo parecido me había pasado años atrás con el prólogo que le puse a mi traducción de Os Lusiadas de Camoens, que levantó ampollas en Portugal entre los que entendieron rectamente lo que yo había tratado de decir.
Precisamente la persona que, por así decir, levantó la liebre en un diario de provincias, hizo tan bien su trabajo, captó con tanta precisión el contenido del libro, destacando lo más llamativo y, según él, escandaloso, que su crónica, en principio una denuncia en toda regla, mereció el honor de que Gonzalo Fernández de la Mora la reprodujera tal cual en su revista Razón Española como reseña del libro.
Yo creo que la mejor manera de hacer frente al terrorismo cultural es volviéndole del revés los argumentos al adversario. La polémica es una esgrima dialéctica y el que sale perdiendo es el que de entrada se pone a la defensiva. A mí el adversario me impone respeto cuando sostiene sus posiciones con gallardía, un respeto que estoy muy lejos de sentir por los afines que tratan de salir del paso disimulando las suyas. Este poco respeto se debe a la actitud vergonzante con la que estos presuntos afines míos se oponen a la ofensiva ideológica de sus contrarios. Mientras éstos asumen su historia en su totalidad y se identifican con ella, los otros, es decir, lo que llamo la derecha vergonzante, no es que renieguen de la suya, sino que sus más valiosos portavoces dan la impresión de estar orgullosos de tener el mismo pasado que sus enemigos de hoy. Cuando un fanático cambia de campo no por ello deja de ser fanático. Si eso pasa con los fanáticos, qué no pasará con los invertebrados.
El terrorismo cultural e ideológico que padecemos se puso en marcha en los años 30 bajo la enseña del antifascismo. Como quiera que el fascismo no se reducía a las potencias del Eje, sino que se extendía a todo cuanto no simpatizara con la Revolución soviética, al sobrevenir la Guerra Fría, ese terrorismo cultural se vio obligado a retranquearse tras ese baluarte del “antifascismo” que fue el Telón de Acero. De hecho, el Muro de Berlín, como muy bien deben de saber los aficionados a la filatelia, se llamó oficialmente “Muro Antifascista”. Ese terrorismo se recrudeció y puso al día al socaire de la metástasis marxista-leninista del Tercer Mundo en las revueltas del 68, metástasis por cierto que no dejó de infiltrar los grandes núcleos del poder “fascista” de Occidente, a saber, la religión, la enseñanza, las fuerzas armadas, la banca, el gran capital, los medios de difusión, el mundo del espectáculo, todos los resortes en fin de la sociedad según el plan ideado por Antonio Gramsci. Una vez todos esos resortes, o la mayor parte de ellos, en manos de los hijos del 68, había que seguir manteniendo viva la tensión política conjurando los fantasmas del pasado con una historiografía retrospectiva cuya última expresión en nuestra patria sería la llamada “ley de la memoria histórica”.
Esa ley sería la culminación de un proceso de demonización del “régimen anterior” iniciado por los que exigían la “ruptura” y al que se sumarían progresivamente los que sólo pedían la “reforma”. En las primeras Cortes democráticas, uno de los más virulentos partidarios de la “ruptura” se encaró con uno de los más circunspectos abogados de la “reforma” llamándole “fascista”, y éste, que había hecho carrera en el régimen anterior con la versión española de ese italianismo, se puso a la defensiva alegando que había sido más o menos un “demócrata reprimido”. De todo hubo en aquellas Cortes, y como no me duelen prendas, lo más sensato a mi juicio se lo tuve que oír al camarada Carrillo cuando dijo que no se trataba de darle la vuelta a la tortilla, sino de que hubiera tortilla para todos.
El caso es que fueron los “demócratas reprimidos” los que se llevaron el gato al agua, pero al mismo tiempo que los rupturistas se domesticaban, ellos hacían suyas muchas iniciativas de los otros para no verse arrojados a las tinieblas exteriores de la “extrema derecha”, único extremismo inadmisible en un sistema en el que por definición “cabía todo” por extremista y aberrante que fuese, republicanismo y separatismo inclusive.
La finalidad última de esta operación no era otra que la de hacer lo que no lograron los vencedores de la II Guerra Mundial, a saber, incluir la España de Franco entre los vencidos y hacerle pagar las consecuencias, que en el mejor de los casos habrían sido unos bochornosos ajustes de cuentas como en Italia y en Francia y en el peor, medio siglo de comunismo totalitario, como en la Europa del este. La Guerra Fría nos salvó, pero con Guerra Fría y todo, la historiografía del marxismo y compañeros de viaje siguió autoerigiéndose en “Tribunal de la Historia” hasta que la Historia de verdad, harta de verse suplantada, echó abajo el Muro de Berlín y el marxismo-leninismo al cubo de la basura.
En un mundo en el que nada era sagrado, pasó a serlo en cambio lo que menos se lo merecía, que era todo el repertorio de lugares comunes y de pedanterías ideológicas con que los demócratas de todos los pelajes veneraban las gloriosas tradiciones revolucionarias de la Edad Contemporánea.
Debo decir que yo también pasé mi escarlatina, pero puede decirse que fue un caso leve y para mediados de los 60 ya estaba en vías de franca curación. Mi acercamiento a la lengua y a la literatura rusas fue decisivo, como puede verse por los poemas de mi viaje a la Unión Soviética en 1964 y mi versión del Réquiem de Ana Ajmátova en 1967, de suerte que cuando estalló el mayo del 68, ya estaba yo resueltamente en contra. Lo escrito desde entonces responde a una línea que he procurado que fuera lo menos sinuosa posible, aun sabiendo el precio que había que pagar. En 1971, con motivo de la salida en Barcelona de La rueda de fuego, me hizo en La Vanguardia Española el periodista Del Arco una de sus célebres entrevistas con caricatura y la última pregunta fue: ¿En qué color está usted? Yo me acordé de algo al respecto que Jiménez Fraud, el que fuera director de la Residencia de Estudiantes, dijo sobre la camisa de su suegro, don Manuel Bartolomé Cossío, y dije: En el blanco, que está hecho de todos los colores. Y Del Arco, que se reservaba siempre la última palabra, replicó: Veo su porvenir negro…
De recordarme ese pronóstico se encargarían los que montaron un escándalo a escala nacional cuando estas Crónicas extravagantes aparecieron con el sello editorial de la Universidad de Sevilla. Alguna vez que otra, de palabra y por escrito, he evocado aquel suceso, pero siempre he procurado evitar dar nombres. Hace años, en 1983, tuve que presentar a Miguel Delibes en Sevilla y aproveché la ocasión para decir lo que pensaba de la Internacional Socialista y del Estado de las Autonomías. El escándalo fue monumental. Veinte años más tarde, al concluir yo una intervención en un homenaje a la revista ultraísta Grecia, se me acercó un señor del público para decirme que él era uno de los energúmenos aquellos que me abuchearon entonces y que venía a pedirme perdón y a
decirme que tenía toda la razón en cuanto dije.
Yo sé que muchos de los que entonces se metieron conmigo hoy deben de estar lamentándolo en el fondo de sus conciencias. Además, yo, como decía de sí mismo el bohemio Alejandro Sawa, “a medida que avanzo por la vía mortal, siento que todos mis rencores se funden en una gran misericordia”; en cambio tengo una memoria de elefante para los favores, y no olvido a los que dieron entonces la cara por mí. Si los nombro no acabaríamos nunca y por eso me limitaré a citar sólo dos nombres: el de Fernando Ortiz, que fue el estratega de la contraofensiva, por así decir, y el de Ignacio Romero de Solís, en representación de los francotiradores y a quien nada más que por eso he querido que me acompañe en esta segunda salida sevillana de Crónicas extravagantes.
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