La España de finales de los 70 vista desde Italia

                                   Tres Fernandos en números romanos
Cuando yo aún vivía prácticamente a caballo entre España e Italia, me pidieron de una revista romana de orientación democristiana, ¿Il Settimanale?, un “resoconto” de la situación literaria en la España postfranquista. El cuadro que tracé y salió estaba montado sobre tres escritores muy diversos que tenían el mismo nombre de pila. La versión castellana salió en algún periódico español troceada en cuatro artículos que titulé Cómo se nos ve en Italia, Un Fernando, Otro Fernando y Un Fernando más. Hoy, que han pasado tantos años, los titularía de otra manera, poniéndole a cada nombre un número romano, y ello sobre todo por el último, que se merecía con creces el III que le correspondía, no por rey de Castilla ciertamente, sino por santo de Sevilla. No recuerdo si la semblanza suya salió con ese título en algún periódico junto a la del II y la del I. Lo más probable es que se trate del trabajo titulado La obra escrita de un agitador literario, incluído en mi libro Metapoesía al que remito al lector interesado en esa semblanza número tres. Así comprobará que este tercer Fernando no es ni mucho menos “un Fernando más”. Lo que este Fernando hizo por mí, en momentos difíciles además, es impagable, pero tampoco de los otros dos puedo quejarme. Fernando Vizcaíno me aludió cariñosamente en más de un artículo suyo y en sus Memorias, y Fernando Sánchez Dragó me consagró dos programas consecutivos en su espacio televisivo Negro sobre Blanco.
                                                                    
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Decía una vez Salvador Dalí: “El mejor escritor de España es Franco; lo que pasa es que no escribe.” A esta conclusión surrealista se llega después de leer la mayoría de los reportajes que los periodistas extranjeros hacen sobre la literatura española. Evidentemente, una literatura cuyo mejor exponente no escribe es una literatura simpática, por la sencilla razón de que cualquiera puede conocerla sin tomarse el trabajo de leer nada. Es una literatura infusa al alcance de los analfabetos. Aunque ese ilustre escritor que no escribía haya desaparecido hace unos años, los señores que en la capital de España administran la cultura se resisten a darse por enterados de su desaparición y siguen repitiendo los nombres y los títulos de siempre, unos nombres y unos títulos que no sirvieron entonces para que el mundo exterior se interesara por nuestras letras, reducidas a la obra inexistente de un escritor en continua inactividad. La vida literaria está compuesta por los que hacen literatura y por los que la administran. Los personajes que en Madrid administran la literatura reciben al enviado del semanario ilustrado L’Espresso y le facilitan un esquelético organigrama de su burocracia cultural iluminado con nostálgicos claroscuros de censuras y persecuciones. El cuadro que así ofrece L’Espresso no es falso de por sí; si lo es, ello se debe a que todas sus figuras pertenecen a la época en que vivía Franco, una época en que, como ya se ha visto, no era imprescindible escribir para pasar por escritor. Del mismo modo que en Italia, en un cierto momento, la dictadura política de Mussolini hubo de convivir con la dictadura cultural de Croce, el franquismo como dictadura tuvo su réplica en una dictadura cultural que impuso ciertamente su ley en España, pero que fue incapaz de dar la batalla en Europa contra los valores de superior entidad venidos de Hispanoamérica. Los beneficiarios de esa contradictadura cultural no supieron aprovechar el cheque en blanco que Europa les daba a finales de los años 50, no porque fueran mejores o peores escritores, sino porque eran antifranquistas por activa o por pasiva. Entre estos escritores había y hay gente valiosa, pero se trata de protagonistas de una época pasada de tal modo que lo que ahora nos dice L’Espresso se diferencia muy poco de lo que Epoca o Tempo nos decían hace veinte años. La enumeración de los nombres de la cultura oficial que hoy dicta su ley en España le hace a un español en Italia, como es quien esto escribe, la misma impresión que a un italiano residente en España le haría el que un periodista español escribiera en una revista de gran difusión que los grandes poetas italianos del momento son Ungaretti y Quasimodo, Fabbri y Betti los grandes dramaturgos, Moravia y Pratolini los grandes novelistas y Luigi Nono la gran promesa de la música de vanguardia.
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Un Fernando
Las dos grandes revelaciones del postfranquismo son Fernando Sánchez Dragó y Fernando Vizcaíno Casas. Deben su popularidad estos dos Fernandos, respectivamente, al poder de la televisión y a la nostalgia del franquismo, dos de las fuerzas más reales de la vida española. Se trata de dos autores anticonformistas de distinto signo, aunque el primero ejerza ese anticonformismo que la sociedad permisiva tolera y fomenta para no perder su razón de ser. Joven de gran encanto personal, libre de prejuicios burgueses, ágil de pensamiento y fácil de palabra, Sánchez Dragó se instaló, a poco de morir el Caudillo, en la televisión y en los nuevos diarios de Madrid, dando en una y otra sede su nota más brillante y aguda. Desde estas envidiables plataformas lanza su Historia mágica de España con gran éxito de venta. Esta obra es en el fondo, no en la forma, claro, una nueva versión de la Historia de los heterodoxos españoles. En un lenguaje desenvuelto y periodístico, con técnica de New Journalism, Sánchez Dragó cuenta la historia de los heterodoxos al revés, es decir, desde el punto de vista heterodoxo, pues Menéndez Pelayo, como es sabido, la contó desde el punto de vista ortodoxo, o sea al derecho. El enfoque de Sánchez Dragó conecta con cierta visión historiográfica del exilio, según la cual la historia de España no es la historia de los españoles que se quedaron, sino la historia de los que se tuvieron que ir, lo cual, dicho de otro modo, significa que la verdadera historia de España no es la que es, sino la que hubiera debido ser. Es la historia futurible, ucrónica, de las minorías religiosas, sexuales, raciales y políticas, eliminadas, reprimidas o expulsadas en un momento u otro del cuerpo social de España. Como esas minorías son también en la España de hoy muy poderosas, y como la mayoría siempre ha sentido por ellas una mal reprimida y morbosa curiosidad, la Historia de Sánchez Dragó ha alcanzado gran difusión entre los televidentes españoles que no suelen leer libros, que son la inmensa mayoría de los españoles. En España, como en otros países de Occidente, circulan unas Guías secretas de tal o cual ciudad, muy solicitadas del gran público, y el secreto del éxito de Sánchez Dragó con ese público es el haberle dado una superguía secreta: La Guía Secreta de la Historia de España.
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                                                             Otro Fernando
En el éxito popular de Fernando Vizcaíno Casas falta la dimensión intelectual a la que por lo menos aspira Fernando Sánchez Dragó, pues, entre otras cosas, Vizcaíno Casas no es un intelectual en el sentido arangúreno del término. La literatura de Vizcaíno Casas, más que literatura satírica, es crónica de sociedad. Vizcaíno Casas ha escrito los libros que les gusta leer a los españoles que no leen que son, insisto, la inmensa mayoría de los españoles. No sé muy bien si esta mayoría a la que no le gusta leer libros es la misma mayoría aquella que no suele leer libros, así que no podría determinar hasta qué punto el público de Vizcaíno Casas coincide con el de Sánchez Dragó. Trátese del mismo público o de públicos distintos, el hecho es que en Sánchez Dragó lo que ese público busca es el acceso a una realidad histórica esotérica, y en Vizcaíno Casas lo que busca en cambio es el acceso a otra realidad no menos esotérica, que es la de la de la política contemporánea. Vizcaíno Casas le dice al público franquista lo que el público franquista quiere oír, y ese público, la verdad, se conforma con poco; es decir, se conforma con que le digan las cosas como son o han sido, aunque se le digan sin brillantez literaria. La verdad es que, literariamente, Vizcaíno Casas tiene bien poca brillantez, y su mérito está en contar en lenguaje llano lo mismo que la casta sacerdotal del periodismo y la política envuelve en fórmulas hieráticas y herméticas. Su sentido del humor, de la ironía y de la sátira no es más que la habilidad de enfrentar a los personajes con sus palabras y las palabras con los actos. El resultado es digno de la Commedia dell’Arte.
No es por casualidad por lo que hablo de Commedia dell’Arte en relación con la democracia española, ya que este sistema ha sido concebido a imagen y semejanza del que impera en Italia. El régimen español es una mala traducción del régimen italiano, como puede comprobarse analizando el lenguaje de la clase política española. La lengua italiana y la española están llenas de falsos amigos, y en la clase política de uno y otro país no hay un solo amigo que no sea falso. Uno de esos falsos amigos es el vocablo consenso, que en la ciencia política italiana significa una cosa y otra en la española. En Italia, consenso es el que la nación, o el pueblo, da a sus gobernantes; en España, consenso es la componenda que, de espaldas al pueblo, o a la nación, traman los políticos de la Oposición y el Gobierno. En una mala traducción sólo se traducen bien las palabras que en la lengua original se emplean mal. Tal cosa ocurre con la palabra involución, que se emplea al revés tanto en España como en Italia. Quiero decir con esto que España atraviesa un proceso involutivo por el que la nación entera ha vuelto al siglo XIX, y algunas regiones, si las dejan, volverán a la Edad Media como Cataluña o Andalucía, o al Paleolítico Superior, como el País Vasco. Este proceso involutivo se manifiesta, entre otras muchas cosas, en una descomposición de la unidad espiritual de la nación en los múltiples elementos que a lo largo de la historia han confluido a formarla. La historia es un río en el que se mezclan las aguas de muchos afluentes, y nosotros, en lugar de navegar hacia el porvenir por un cauce cada vez más ancho que ojalá un día desembocara en Hispanoamérica o en Europa, remontamos la corriente como las truchas para buscar cada cual el angosto afluente de donde cree proceder. Conozco algún escritor catalán y algún escritor gallego que, después de haberse hecho un nombre escribiendo en castellano, se ha puesto a escribir en catalán o en gallego. En vista de eso yo, como no quiero quedarme atrás, me he puesto a escribir en alemán.

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