Sudamérica taurina
Colonia del Sacramento y la fiesta brava
En Colonia del Sacramento perdura, algo maltrecha, la única plaza de toros del Cono Sur, una plaza relativamente moderna, erigida a comienzos del siglo XX y en la que actuaron Ricardo Torres Bombita y su hermano Manolo, Bombita III. Esta plaza, de estructura metálica traída de Filadelfia o de Inglaterra, revestida de ladrillo según la moda mudéjar de los cosos finiseculares, formó parte, con el gran Frontón y el Casino, del conjunto recreativo concebido por el naviero argentino de origen dálmata Nicolás Mihanovich en los terrenos del Real de San Carlos. El Real de San Carlos se llamó así desde 1761 en que plantaron allá sus reales las tropas enviadas por el Virrey desde Buenos Aires para poner sitio a Colonia do Sacramento, fundada por los portugueses a finales del XVII. Fue su fundador el maestre de campo Manuel Lobo en 1680, pero a las pocas semanas el gobernador del Río de la Plata, José de Garro, expulsaba a los portugueses. Tres años después, la Colonia era devuelta a los portugueses hasta que en la Guerra de Sucesión corrió una suerte parecida a la de Gibraltar, plaza por cierto de la que Garro también había sido gobernador antes de pasar a Indias. Colonia cambió de manos varias veces a lo largo del siglo, hasta que el Tratado de San Ildefonso la adjudica definitivamente al Virreinato del Río de la Plata.
Decía Jesús Suevos que Inglaterra había logrado establecer en el Continente europeo tres cabezas de puente frente a las grandes potencias continentales, a saber, Holanda frente a Alemania, Portugal frente a España y Bélgica frente a Francia. Por el Tratado de Utrecht la Pérfida Albión no sólo se adueñaba de Gibraltar sino, por vasallo interpuesto, de Colonia del Sacramento. Colonia vino a desempeñar en Ultramar el mismo papel que Gibraltar desempeñaría en el estrecho: el de base de hostigamiento al Imperio español mediante el contrabando. Para hacer frente a esa amenaza, Felipe V mandó construir y fortificar la plaza de San Felipe y Santiago de Montevideo, cuyos primeros pobladores llegarían de Buenos Aires y de las Islas Canarias. Montevideo nació, pues, de Colonia, y puede decirse que también en Colonia estuvo el origen de la independencia de Uruguay. La pugna hispano-lusa con el trasfondo del contrabando continuó en el XIX entre Argentina y Brasil, complicándose además con el rosario de guerras civiles que siguió a la emancipación de la metrópolis, y la que volvió a sacar tajada fue una vez más la Gran Bretaña, que creó un país tampón entre argentinos y brasileños.
Colonia tiene una parte moderna de traza dieciochesca común a casi toda Hispanoamérica y una parte antigua, portuguesa, con una fortaleza rodeada de calles empedradas que resbalan hacia el barroso estuario. La cuidadosa restauración y la exuberante vegetación atraen continuamente visitantes, en su mayoría desde la gran ciudad más próxima, que es Buenos Aires, a unos 50 Kms. a la otra orilla de la inmensa ría. En el Real de San Carlos está la capilla del franciscano negro San Benito de Palermo, edificada por Pedro de Cevallos en 1761, durante el cuarto asedio a que fue sometida la Colonia portuguesa. Otros edificios son los que en torno a 1908 y 1909 erigió el empresario Mihanovich, todos en diversos estados de decadencia, y de los que vale la pena destacar la plaza de toros. La fiesta brava, abolida en la Argentina, se mantuvo en Uruguay hasta 1888, año en que la muerte por asta de toro de Punteret propició la promulgación de una ley que prohibía las corridas de toros con efecto a partir de 1890. Esa prohibición discurriría con lagunas, ya que los aficionados recurrirían a diversas artimañas para burlarla, incluso bajo la férula del formidable Batlle Ordóñez, uno de los enemigos más encarnizados de “la sangre de los toros y el humo de los altares”. De los toreros importantes que trabajaron en Montevideo antes de la primera prohibición, cabe destacar a Fernando El Gallo y a don Luis Mazzantini, procedente justamente de Montevideo cuando en marzo o abril de 1884 tomó la alternativa en la Maestranza sevillana de manos de Frascuelo.
La importancia de la plaza de Montevideo estribaba en que era ya la única que quedaba al sur del Trópico de Capricornio y, sobre todo, al alcance de Buenos Aires, donde la plaza de toros poligonal del Retiro había sido demolida en 1819.
Justamente en la afición argentina debió de pensar Mihanovich cuando tuvo la ocurrencia de levantar un coso en la orilla uruguaya del Río de la Plata, si es que no tuvo en cuenta la seducción de lo prohibido, puesto que a la vez construyó un Casino de juego y un Frontón en el que se cruzaban apuestas. El juego por cierto sigue estando prohibido en la ciudad de Buenos Aires, pero no en su provincia, así que al ludópata porteño le basta con cruzar el Riachuelo para ser feliz. Si se tiene en cuenta la cantidad de gallegos que viven en Buenos Aires, cabe suponer que en una posible corrida en Colonia del Sacramento, aunque sea a la portuguesa, no iban a faltar espectadores y el Buquebús iba a tener que habilitar transbordadores suplementarios. Si Nueva York es la ciudad el mundo con más gente que habla español, ¿por qué no habría de ser Buenos Aires la ciudad más taurina del planeta? Aunque el aficionado, a diferencia del ludópata, tenga que cruzar una vía de agua algo más ancha que el Riachuelo.
En Colonia del Sacramento perdura, algo maltrecha, la única plaza de toros del Cono Sur, una plaza relativamente moderna, erigida a comienzos del siglo XX y en la que actuaron Ricardo Torres Bombita y su hermano Manolo, Bombita III. Esta plaza, de estructura metálica traída de Filadelfia o de Inglaterra, revestida de ladrillo según la moda mudéjar de los cosos finiseculares, formó parte, con el gran Frontón y el Casino, del conjunto recreativo concebido por el naviero argentino de origen dálmata Nicolás Mihanovich en los terrenos del Real de San Carlos. El Real de San Carlos se llamó así desde 1761 en que plantaron allá sus reales las tropas enviadas por el Virrey desde Buenos Aires para poner sitio a Colonia do Sacramento, fundada por los portugueses a finales del XVII. Fue su fundador el maestre de campo Manuel Lobo en 1680, pero a las pocas semanas el gobernador del Río de la Plata, José de Garro, expulsaba a los portugueses. Tres años después, la Colonia era devuelta a los portugueses hasta que en la Guerra de Sucesión corrió una suerte parecida a la de Gibraltar, plaza por cierto de la que Garro también había sido gobernador antes de pasar a Indias. Colonia cambió de manos varias veces a lo largo del siglo, hasta que el Tratado de San Ildefonso la adjudica definitivamente al Virreinato del Río de la Plata.
Decía Jesús Suevos que Inglaterra había logrado establecer en el Continente europeo tres cabezas de puente frente a las grandes potencias continentales, a saber, Holanda frente a Alemania, Portugal frente a España y Bélgica frente a Francia. Por el Tratado de Utrecht la Pérfida Albión no sólo se adueñaba de Gibraltar sino, por vasallo interpuesto, de Colonia del Sacramento. Colonia vino a desempeñar en Ultramar el mismo papel que Gibraltar desempeñaría en el estrecho: el de base de hostigamiento al Imperio español mediante el contrabando. Para hacer frente a esa amenaza, Felipe V mandó construir y fortificar la plaza de San Felipe y Santiago de Montevideo, cuyos primeros pobladores llegarían de Buenos Aires y de las Islas Canarias. Montevideo nació, pues, de Colonia, y puede decirse que también en Colonia estuvo el origen de la independencia de Uruguay. La pugna hispano-lusa con el trasfondo del contrabando continuó en el XIX entre Argentina y Brasil, complicándose además con el rosario de guerras civiles que siguió a la emancipación de la metrópolis, y la que volvió a sacar tajada fue una vez más la Gran Bretaña, que creó un país tampón entre argentinos y brasileños.
Colonia tiene una parte moderna de traza dieciochesca común a casi toda Hispanoamérica y una parte antigua, portuguesa, con una fortaleza rodeada de calles empedradas que resbalan hacia el barroso estuario. La cuidadosa restauración y la exuberante vegetación atraen continuamente visitantes, en su mayoría desde la gran ciudad más próxima, que es Buenos Aires, a unos 50 Kms. a la otra orilla de la inmensa ría. En el Real de San Carlos está la capilla del franciscano negro San Benito de Palermo, edificada por Pedro de Cevallos en 1761, durante el cuarto asedio a que fue sometida la Colonia portuguesa. Otros edificios son los que en torno a 1908 y 1909 erigió el empresario Mihanovich, todos en diversos estados de decadencia, y de los que vale la pena destacar la plaza de toros. La fiesta brava, abolida en la Argentina, se mantuvo en Uruguay hasta 1888, año en que la muerte por asta de toro de Punteret propició la promulgación de una ley que prohibía las corridas de toros con efecto a partir de 1890. Esa prohibición discurriría con lagunas, ya que los aficionados recurrirían a diversas artimañas para burlarla, incluso bajo la férula del formidable Batlle Ordóñez, uno de los enemigos más encarnizados de “la sangre de los toros y el humo de los altares”. De los toreros importantes que trabajaron en Montevideo antes de la primera prohibición, cabe destacar a Fernando El Gallo y a don Luis Mazzantini, procedente justamente de Montevideo cuando en marzo o abril de 1884 tomó la alternativa en la Maestranza sevillana de manos de Frascuelo.
La importancia de la plaza de Montevideo estribaba en que era ya la única que quedaba al sur del Trópico de Capricornio y, sobre todo, al alcance de Buenos Aires, donde la plaza de toros poligonal del Retiro había sido demolida en 1819.
Justamente en la afición argentina debió de pensar Mihanovich cuando tuvo la ocurrencia de levantar un coso en la orilla uruguaya del Río de la Plata, si es que no tuvo en cuenta la seducción de lo prohibido, puesto que a la vez construyó un Casino de juego y un Frontón en el que se cruzaban apuestas. El juego por cierto sigue estando prohibido en la ciudad de Buenos Aires, pero no en su provincia, así que al ludópata porteño le basta con cruzar el Riachuelo para ser feliz. Si se tiene en cuenta la cantidad de gallegos que viven en Buenos Aires, cabe suponer que en una posible corrida en Colonia del Sacramento, aunque sea a la portuguesa, no iban a faltar espectadores y el Buquebús iba a tener que habilitar transbordadores suplementarios. Si Nueva York es la ciudad el mundo con más gente que habla español, ¿por qué no habría de ser Buenos Aires la ciudad más taurina del planeta? Aunque el aficionado, a diferencia del ludópata, tenga que cruzar una vía de agua algo más ancha que el Riachuelo.
Comentarios
Publicar un comentario