Las partes del mundo
Fernando Villalón dividía el mundo en dos partes: Sevilla y Cádiz. Otros lo dividen en cuatro: países desarrollados, países subdesarrollados, Japón y Argentina. En cuanto a la Argentina, yo la dividiría en dos partes, a saber: Buenos Aires y todo lo demás. De Buenos Aires lo primero que hay que decir es que el nombre lo tiene muy bien puesto. Fue Pedro de Mendoza quien la bautizó en 1536, veinte años después de que Juan de Solís descubriera el Río de la Plata, y fue Juan de Garay quien la confirmó en 1580. El fuerte de Santa María del Buen Aire que levantó Mendoza duró poco. Mendoza murió en el tornaviaje a España y el fuerte fue demolido. Garay, llegado del Perú, ya había fundado Santa Fe siete años antes y su refundación, con el nombre de Puerto de Santa María de los Buenos Aires, fue duradera. A los bonaerenses se les conoce también por porteños o portuenses, y portuenses son también los naturales de la población gaditana del Puerto de Santa María. Si Cádiz se compara con La Habana, yo compararía al Puerto de Santa María con Buenos Aires, pero pensando en el siglo XVIII, en lo que ambos puertos fueron en el siglo XVIII, cuando la ciudad del Plata tenía muy poco que ver con lo que llegaría a ser en la segunda mitad del XIX.
Es en esa época cuando Buenos Aires deja de ser una gran aldea colonial y se transforma en una de las ciudades más espectaculares de Occidente. Hace años, a raíz de mi primera salida al extranjero, cambiaba impresiones con señores que también habían viajado, pero algo más que yo, y uno de ellos comentaba que en América había dos grandes ciudades a cuál más hermosa, una, obra de la naturaleza, Rio de Janeiro, y otra obra del hombre, Buenos Aires. De la época española queda en pie el Cabildo, semejante al de cualquier otra ciudad del país en la que lo español y lo indígena puedan tener mayor presencia. El Cabildo es una edificación dieciochesca de dos plantas con arcadas y torreón central, una arquitectura sobria como de hacienda andaluza o de ermita rural, patente también en alguna iglesia como la de Nuestra Señora del Pilar, junto al cementerio de La Recoleta, toda encalada por fuera y con retablos barrocos en su interior. Todo lo demás es europeo y fruto, más que de la inmigración, de la orientación franco-británica de las clases pudientes en una época en que la ciudad representa la civilización y la pampa la barbarie. Ese antagonismo viene de atrás, de las guerras civiles que siguen a la Independencia, no menos guerra civil que las otras, las que los caudillos rurales combaten entre ellos y contra los presidentes ilustrados. Hasta la segunda mitad del siglo no prevalece la ciudad, es decir, la civilización y el europeísmo, sobre lo indígena y lo castizo. Tampoco estos conceptos rurales se pueden confundir, y su hostilidad bien que aflora en el Martín Fierro. El indio es el que sale peor parado, no sólo frente al gaucho, casi tan bárbaro como él, sino frente al Ejército regular de los criollos bonaerenses. Estos, los Rivadavia, los Sarmiento, los Mitre, los Roca, quieren un país de blancos a imagen y semejanza de los países europeos a los que han viajado y que los han seducido, y hacen hincapié en la instrucción pública y la apertura a las inversiones extranjeras. La enseñanza en la Argentina siempre fue ejemplar y las maestras de escuela una institución. Ahora son ellas las primeras en quejarse de la degradación de la enseñanza. En la excursión desde Salta por la Quebrada de Humahuaca coincidimos con unas señoras mayores de porte europeo que resultaron ser unas maestras jubiladas residentes en La Plata. Las capitaneaba una más joven, de unos cincuenta años, atractiva y autoritaria y que varias veces llamó a su marido por el celular. También estaba jubilada, pero su amor a la pedagogía la mantenía en activo y no sólo nos pintó con trazos sombríos el estado de su profesión, sino que nos hizo patente su animadversión a la capital federal, y eso que no puede decirse que La Plata, a dos pasos de Buenos Aires y capital de la provincia, sea un reducto de lo bárbaro y lo castizo.
No es lo mismo visitar un lugar que vivir en él. A mí me pasa con la Argentina lo mismo que con los otros países hispanoamericanos que conozco, y la provincia me atrae tanto como la capital, por mucho antagonismo o contraste que haya entre ellas. Con Buenos Aires en Argentina pasa algo así como con Andalucía en España, que es por ellas por lo que se conoce desde fuera a las naciones respectivas. Recientemente me llega la publicidad de una “Taberna vasca” que han abierto en Milán en cuyo decorado no hay más que carteles de toros, cuadros flamencos, guitarras, castañuelas y demás artículos de la España cañí, con una concesión a la cifra gastronómica de España: la paella valenciana. Del mismo modo, desde lejos se eclipsa y se ofusca la inmensidad y la variedad de la Argentina en la reverberación solar de Buenos Aires. Las definiciones festivas del argentino sólo le cuadran al bonaerense. Así, cuando se dice que los mejicanos descienden de los aztecas, los peruanos de los incas y los argentinos de los barcos, o que un argentino es un italiano que se cree inglés y resulta que es español, a quien se alude es al porteño. Una amiga mejicana me comenta que ella no entiende el lenguaje de los argentinos; lo que probablemente no entenderá es, no ya el lunfardo, sino la mera entonación porteña. Entre la segunda mitad del XIX y la primera del XX, la Argentina ha sido la tierra de promisión para los pueblos de Europa y el Oriente Medio, empezando por el pueblo que siempre anduvo errante en busca de la tierra prometida. Sin embargo, el inmigrante que más ha marcado a Buenos Aires es el italiano, y yo estoy en que a él se debe la manera en que el castellano suena en una ciudad tan maravillosa. Yo, que me he pasado media vida entre España e Italia, he vivido en Buenos Aires el milagro de sentirme en las dos naciones a la vez.
Fernando Villalón dividía el mundo en dos partes: Sevilla y Cádiz. Otros lo dividen en cuatro: países desarrollados, países subdesarrollados, Japón y Argentina. En cuanto a la Argentina, yo la dividiría en dos partes, a saber: Buenos Aires y todo lo demás. De Buenos Aires lo primero que hay que decir es que el nombre lo tiene muy bien puesto. Fue Pedro de Mendoza quien la bautizó en 1536, veinte años después de que Juan de Solís descubriera el Río de la Plata, y fue Juan de Garay quien la confirmó en 1580. El fuerte de Santa María del Buen Aire que levantó Mendoza duró poco. Mendoza murió en el tornaviaje a España y el fuerte fue demolido. Garay, llegado del Perú, ya había fundado Santa Fe siete años antes y su refundación, con el nombre de Puerto de Santa María de los Buenos Aires, fue duradera. A los bonaerenses se les conoce también por porteños o portuenses, y portuenses son también los naturales de la población gaditana del Puerto de Santa María. Si Cádiz se compara con La Habana, yo compararía al Puerto de Santa María con Buenos Aires, pero pensando en el siglo XVIII, en lo que ambos puertos fueron en el siglo XVIII, cuando la ciudad del Plata tenía muy poco que ver con lo que llegaría a ser en la segunda mitad del XIX.
Es en esa época cuando Buenos Aires deja de ser una gran aldea colonial y se transforma en una de las ciudades más espectaculares de Occidente. Hace años, a raíz de mi primera salida al extranjero, cambiaba impresiones con señores que también habían viajado, pero algo más que yo, y uno de ellos comentaba que en América había dos grandes ciudades a cuál más hermosa, una, obra de la naturaleza, Rio de Janeiro, y otra obra del hombre, Buenos Aires. De la época española queda en pie el Cabildo, semejante al de cualquier otra ciudad del país en la que lo español y lo indígena puedan tener mayor presencia. El Cabildo es una edificación dieciochesca de dos plantas con arcadas y torreón central, una arquitectura sobria como de hacienda andaluza o de ermita rural, patente también en alguna iglesia como la de Nuestra Señora del Pilar, junto al cementerio de La Recoleta, toda encalada por fuera y con retablos barrocos en su interior. Todo lo demás es europeo y fruto, más que de la inmigración, de la orientación franco-británica de las clases pudientes en una época en que la ciudad representa la civilización y la pampa la barbarie. Ese antagonismo viene de atrás, de las guerras civiles que siguen a la Independencia, no menos guerra civil que las otras, las que los caudillos rurales combaten entre ellos y contra los presidentes ilustrados. Hasta la segunda mitad del siglo no prevalece la ciudad, es decir, la civilización y el europeísmo, sobre lo indígena y lo castizo. Tampoco estos conceptos rurales se pueden confundir, y su hostilidad bien que aflora en el Martín Fierro. El indio es el que sale peor parado, no sólo frente al gaucho, casi tan bárbaro como él, sino frente al Ejército regular de los criollos bonaerenses. Estos, los Rivadavia, los Sarmiento, los Mitre, los Roca, quieren un país de blancos a imagen y semejanza de los países europeos a los que han viajado y que los han seducido, y hacen hincapié en la instrucción pública y la apertura a las inversiones extranjeras. La enseñanza en la Argentina siempre fue ejemplar y las maestras de escuela una institución. Ahora son ellas las primeras en quejarse de la degradación de la enseñanza. En la excursión desde Salta por la Quebrada de Humahuaca coincidimos con unas señoras mayores de porte europeo que resultaron ser unas maestras jubiladas residentes en La Plata. Las capitaneaba una más joven, de unos cincuenta años, atractiva y autoritaria y que varias veces llamó a su marido por el celular. También estaba jubilada, pero su amor a la pedagogía la mantenía en activo y no sólo nos pintó con trazos sombríos el estado de su profesión, sino que nos hizo patente su animadversión a la capital federal, y eso que no puede decirse que La Plata, a dos pasos de Buenos Aires y capital de la provincia, sea un reducto de lo bárbaro y lo castizo.
No es lo mismo visitar un lugar que vivir en él. A mí me pasa con la Argentina lo mismo que con los otros países hispanoamericanos que conozco, y la provincia me atrae tanto como la capital, por mucho antagonismo o contraste que haya entre ellas. Con Buenos Aires en Argentina pasa algo así como con Andalucía en España, que es por ellas por lo que se conoce desde fuera a las naciones respectivas. Recientemente me llega la publicidad de una “Taberna vasca” que han abierto en Milán en cuyo decorado no hay más que carteles de toros, cuadros flamencos, guitarras, castañuelas y demás artículos de la España cañí, con una concesión a la cifra gastronómica de España: la paella valenciana. Del mismo modo, desde lejos se eclipsa y se ofusca la inmensidad y la variedad de la Argentina en la reverberación solar de Buenos Aires. Las definiciones festivas del argentino sólo le cuadran al bonaerense. Así, cuando se dice que los mejicanos descienden de los aztecas, los peruanos de los incas y los argentinos de los barcos, o que un argentino es un italiano que se cree inglés y resulta que es español, a quien se alude es al porteño. Una amiga mejicana me comenta que ella no entiende el lenguaje de los argentinos; lo que probablemente no entenderá es, no ya el lunfardo, sino la mera entonación porteña. Entre la segunda mitad del XIX y la primera del XX, la Argentina ha sido la tierra de promisión para los pueblos de Europa y el Oriente Medio, empezando por el pueblo que siempre anduvo errante en busca de la tierra prometida. Sin embargo, el inmigrante que más ha marcado a Buenos Aires es el italiano, y yo estoy en que a él se debe la manera en que el castellano suena en una ciudad tan maravillosa. Yo, que me he pasado media vida entre España e Italia, he vivido en Buenos Aires el milagro de sentirme en las dos naciones a la vez.
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