La plaza de toros y la Torre de los Ingleses
Los hispanoamericanos en general tienen a mi modo de ver dos grandes defectos, dos defectos que yo como español comprendo muy bien, pues son defectos muy españoles, y esos defectos son el atribuir los males de la patria a un poderoso enemigo extranjero y el de interrogarse continua o esporádicamente sobre la propia identidad. Ese poderoso enemigo exterior es el anglosajón, encarnado unas veces en la Gran Bretaña y otras en los Estados Unidos. Lo que los anglosajones han hecho es aprovecharse de esos defectos y sacar de ellos el mejor partido posible. Ahí están Gibraltar, las Malvinas y Guantánamo como botones de muestra. Yo no he oído nunca a ningún norteamericano dudar de su identidad, y en cuanto a los británicos, nadie los va a convencer de que se sientan europeos. Incluso los ingleses que se instalan en el Continente procuran seguir viviendo a la inglesa. Eso lo hemos visto en España en zonas mineras como Riotinto y otros puntos de la provincia de Huelva, por no hablar de enclaves gaditanos tan distintos como Gibraltar o Jerez de la Frontera. La compleja relación del hispano con el británico se puede resumir en aquel verso que Quintana le dispara a Nelson: Inglés te aborrecí, héroe te admiro. La presencia inglesa en Jerez, propiciada por los caballos y los vinos, es proverbial, y su caso más extremo es el de Las niñas del Altillo, las seven naughty nuns de las que sólo queda una y sobre las que lo sabemos todo gracias a la buena pluma de su sobrina Begoña García González-Gordon. Esas siete doncellas, de las que sólo una contrajo matrimonio, se pasaron la vida recluidas en una finca situada entonces a las afueras de Jerez donde tanto la casa como el jardín parecían haber volado desde Inglaterra como la Casa de la Virgen de Efeso a Loreto.
Otra ciudad que ha atraído al inglés tanto como Jerez ha sido Buenos Aires, en la que durante muchos años fue emblemático el Jockey Club, creado por Carlos Pellegrini a quien llamaban El Gringo, por ser hijo de padre francés y madre inglesa. Al Jockey Club debe la Argentina la mejora de la cría caballar y el fomento de los deportes relacionados con ella, pero es que además de sus hipódromos de Palermo y San Isidro, el Jockey Club era uno de los enclaves de la Belle Epoque en Buenos Aires, en cuyos muros colgaban cuadros de Van Loo, Goya, Monet, Sorolla, Anglada Camarasa, Fantin-Latour, etc. y cuya selecta biblioteca se enriqueció con, entre otras, la de don Emilio Castelar. En su Bibioteca hablaron los mejores oradores de la época, desde el conde Keyserling hasta Pemán, pasando por Américo Castro, Ramiro de Maeztu, Lugones, Sánchez Albornoz, Maritain, Pirandello, Capdevila y, única mujer, Victoria Ocampo. Argentina era entonces una de las naciones más ricas del mundo y el Jockey Club su salón de recepciones por el que desfilarían Teddy Roosevelt, Clemenceau, Marconi, el Príncipe de Gales, la Infanta Isabel La Chata, Santos Dumont, etc. Símbolo de la “Oligarquía”, la suntuosa sede del Jockey Club en Florida, entre Lavalle y Tucumán, fue asaltada e incendiada por los “descamisados” y “cabecitas negras” en 1953.
También fue asaltada la Torre de los Ingleses, en el barrio del Retiro, junto al puerto, pero cuando la guerra de las Malvinas. La Torre de los Ingleses fue erigida por los residentes británicos en 1910, con motivo del primer centenario de la Independencia, y es que la Argentina siempre tuvo un gran atractivo para los ingleses, empeñados en instalarse en ella por las buenas o por las malas. En los tiempos en que Cunninghame Graham recorría la Pampa, existían enclaves de lo que llamaban gentleshepherds o sea “caballeros ovejeros”. Tres años antes de la Independencia argentina y uno antes de la invasión napoleónica de la metrópoli, los ingleses trataron de apoderarse de Buenos Aires y, curiosamente, las tropas españolas al mando del francés don Santiago Liniers se hicieron fuertes en la nueva plaza de toros de perímetro octogonal levantada en los terrenos que luego ocuparía la plaza del Libertador San Martín. Esa derrota inglesa frente a una plaza de toros no deja de tener su gracia, y acaso fue por borrar el recuerdo de la gesta por lo que, al invertirse las alianzas y ser abolido el Virreinato, el coso fue demolido por las nuevas autoridades, que además abolieron las corridas de toros. La guinda la pusieron los ingleses casi un siglo después al levantar allí su Torre. No fue mal desquite.
Los hispanoamericanos en general tienen a mi modo de ver dos grandes defectos, dos defectos que yo como español comprendo muy bien, pues son defectos muy españoles, y esos defectos son el atribuir los males de la patria a un poderoso enemigo extranjero y el de interrogarse continua o esporádicamente sobre la propia identidad. Ese poderoso enemigo exterior es el anglosajón, encarnado unas veces en la Gran Bretaña y otras en los Estados Unidos. Lo que los anglosajones han hecho es aprovecharse de esos defectos y sacar de ellos el mejor partido posible. Ahí están Gibraltar, las Malvinas y Guantánamo como botones de muestra. Yo no he oído nunca a ningún norteamericano dudar de su identidad, y en cuanto a los británicos, nadie los va a convencer de que se sientan europeos. Incluso los ingleses que se instalan en el Continente procuran seguir viviendo a la inglesa. Eso lo hemos visto en España en zonas mineras como Riotinto y otros puntos de la provincia de Huelva, por no hablar de enclaves gaditanos tan distintos como Gibraltar o Jerez de la Frontera. La compleja relación del hispano con el británico se puede resumir en aquel verso que Quintana le dispara a Nelson: Inglés te aborrecí, héroe te admiro. La presencia inglesa en Jerez, propiciada por los caballos y los vinos, es proverbial, y su caso más extremo es el de Las niñas del Altillo, las seven naughty nuns de las que sólo queda una y sobre las que lo sabemos todo gracias a la buena pluma de su sobrina Begoña García González-Gordon. Esas siete doncellas, de las que sólo una contrajo matrimonio, se pasaron la vida recluidas en una finca situada entonces a las afueras de Jerez donde tanto la casa como el jardín parecían haber volado desde Inglaterra como la Casa de la Virgen de Efeso a Loreto.
Otra ciudad que ha atraído al inglés tanto como Jerez ha sido Buenos Aires, en la que durante muchos años fue emblemático el Jockey Club, creado por Carlos Pellegrini a quien llamaban El Gringo, por ser hijo de padre francés y madre inglesa. Al Jockey Club debe la Argentina la mejora de la cría caballar y el fomento de los deportes relacionados con ella, pero es que además de sus hipódromos de Palermo y San Isidro, el Jockey Club era uno de los enclaves de la Belle Epoque en Buenos Aires, en cuyos muros colgaban cuadros de Van Loo, Goya, Monet, Sorolla, Anglada Camarasa, Fantin-Latour, etc. y cuya selecta biblioteca se enriqueció con, entre otras, la de don Emilio Castelar. En su Bibioteca hablaron los mejores oradores de la época, desde el conde Keyserling hasta Pemán, pasando por Américo Castro, Ramiro de Maeztu, Lugones, Sánchez Albornoz, Maritain, Pirandello, Capdevila y, única mujer, Victoria Ocampo. Argentina era entonces una de las naciones más ricas del mundo y el Jockey Club su salón de recepciones por el que desfilarían Teddy Roosevelt, Clemenceau, Marconi, el Príncipe de Gales, la Infanta Isabel La Chata, Santos Dumont, etc. Símbolo de la “Oligarquía”, la suntuosa sede del Jockey Club en Florida, entre Lavalle y Tucumán, fue asaltada e incendiada por los “descamisados” y “cabecitas negras” en 1953.
También fue asaltada la Torre de los Ingleses, en el barrio del Retiro, junto al puerto, pero cuando la guerra de las Malvinas. La Torre de los Ingleses fue erigida por los residentes británicos en 1910, con motivo del primer centenario de la Independencia, y es que la Argentina siempre tuvo un gran atractivo para los ingleses, empeñados en instalarse en ella por las buenas o por las malas. En los tiempos en que Cunninghame Graham recorría la Pampa, existían enclaves de lo que llamaban gentleshepherds o sea “caballeros ovejeros”. Tres años antes de la Independencia argentina y uno antes de la invasión napoleónica de la metrópoli, los ingleses trataron de apoderarse de Buenos Aires y, curiosamente, las tropas españolas al mando del francés don Santiago Liniers se hicieron fuertes en la nueva plaza de toros de perímetro octogonal levantada en los terrenos que luego ocuparía la plaza del Libertador San Martín. Esa derrota inglesa frente a una plaza de toros no deja de tener su gracia, y acaso fue por borrar el recuerdo de la gesta por lo que, al invertirse las alianzas y ser abolido el Virreinato, el coso fue demolido por las nuevas autoridades, que además abolieron las corridas de toros. La guinda la pusieron los ingleses casi un siglo después al levantar allí su Torre. No fue mal desquite.
A veces defecto del que critica y otras la actuación en beneficio propio cueste lo que cueste del acusado.
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