Cine argentino
No es la primera vez que digo que, siendo como soy gran aficionado al cine, las películas de estreno me interesan aun menos que las novedades editoriales, sobre todo si vienen acompañadas de un premio importante. Ya sé que no tengo más remedio que perderme alguna que otra cosa que valga la pena, pero la vida de un lector o de un espectador, sobre todo si lo que quiere es cultivarse y distraerse, no da abasto para consumir la inmensa oferta de la industria cultural. Cada cual pierde el tiempo a su gusto y lo último que yo haría sería perderlo con el cine español, que es el que me cae más cerca. Me refiero, claro está, al cine español de ahora, aunque debo confesar que algo de eso me pasaba cuando era joven con el cine español de antaño, en blanco y negro. De ese cine, sin embargo, hay películas que han quedado y que ahora, al cabo de los años, veo con inusitado placer. Mucho hemos de degenerar si al cabo de los años cabe decir lo mismo de alguna película de ahora. Celebro coincidir con los dos únicos Ministros de Cultura del régimen actual dignos de ostentar esa cartera, a saber, Jorge Semprún y César Antonio Molina, que no tardarían en chocar con el mundo del celuloide. En el mundo hispánico, tampoco Méjico es ya lo que un día fue, pero en cambio Argentina está por fortuna a años luz del tenebroso y brumoso cine de Torres Nilsson y hay cintas ante las que, como diría el tango, no ha habido más remedio que hocicar. Una de ellas es Las nueve reinas; otra El hijo de la novia.
A mí me gustó Las nueve reinas y me habría gustado aun más de no ser por el estrambótico final, que es un final para personas inteligentes, entre las que lamentablemente no me siento incluido. Si lo que el director pretendía era confundir al espectador, en mi caso lo logró con creces, haciéndome la ociosa aclaración de que la trepidante intriga no era más que una tomadura de pelo. Yo no entendí nada, pero lo peor es que toda aquella pedantería pseudopirandelliana en la que ninguno de los personajes resulta lo que parecía y además no aclara lo que es, echa por tierra la verosimilitud del espléndido guión. El joven Marías empezó su carrera de narrador con un relato que se llamaba Los dominios del lobo en el que se encadenan una serie de historias a cual más intrigante y verosímil hasta que al final el lector descubre con sorpresa que todo no es más que el guión de una película. En este caso el narrador procedió con una inteligencia de novela policíaca en la que las pistas falsas se entrecruzan en el nudo de la acción, no en su desenlace.
Otra excelente cinta es El hijo de la novia, en la que todo es simpático menos una cosa, el protagonista, encarnado por ese buen profesional que es Ricardo Darín. Darín, digámoslo suavemente, tiene un físico de antihéroe y los papeles que le van son los de chorro, como dicen por allá, o chorizo, como decimos por acá. En Las nueve reinas hace su papel con todas sus consecuencias, pero en El hijo de la novia se nos mete además a moralista. Ya sabemos que del 68 para acá son los golfos los que expiden certificados de buena conducta, y a esta regla no supo sustraerse el director de una película tan bien ambientada y tan simpática en su planteamiento y en el tratamiento de los personajes. De una manera muy sutil y sin ningún trazo grueso, se aborda una cuestión de doctrina en la que se hace mangas y capirotes del derecho canónico. Este sujeto, divorciado con hija compartida y joven amante, tiene a su mamá con Alzheimer en una residencia de ancianos. Su anciano padre viene de vez en cuando por el restaurante que dirige y le trae mascarpone para el tiramisù. Un buen día, el viejito le confiesa al hijo que quiere darle a la mami la satisfacción que por cuestión de principios no le quiso dar cuarenta y cuatro años atrás: la de casarse por la Iglesia. El hijo quiere quitarle aquel disparate de la cabeza, pero el buen señor insiste y van al párroco; después de acordar el coste de la ceremonia que es más bien astronómico, se plantea la consulta con el obispo, el cual deniega la autorización, dado que la contrayente no está en condiciones de dar su consentimiento. Como el matrimonio es un contrato, además de un sacramento, es imprescindible la libre decisión de los contrayentes. Esto da pie a que el hijo de la novia le largue un sermón al cura sobre la indisolubilidad del matrimonio del que él es víctima desde hace diez años y que la Iglesia lleva dos mil años infligiéndole. También alega con toda razón que si cuando la bautizaron no hizo falta su consentimiento, por qué es que ahora le hace falta para casarse.
Yo no sé si los cineastas estos han caído en que tampoco a los suicidas les pregunta el cura su opinión cuando les da los santos óleos, ni si tienen tan olvidado el catecismo que ignoran que la Iglesia pasa por todo con tal de salvar un alma, y que son justamente las ovejas descarriadas las que busca con más empeño. Ya sé que hay curas y obispos para todos los gustos, pero tal como lo ve un católico normal, cualquier eclesiástico como Dios manda se alegraría de poder santificar la unión de dos personas que hasta ese momento han vivido en concubinato, es decir, en pecado. Vaya usted a saber qué ha movido en el fondo al viejo anarquista o lo que sea a tener con su pobre mujer un detalle que de rechazo lo beneficia a él, no sea cosa de que eso de la salvación del alma vaya a ser verdad después de todo.
Claro está que sin este despropósito la película no habría podido acabar como acaba, con la pantomima que montan en el asilo el hijo de los novios y otro desaprensivo y con la que todos quedan contentos y la novia tan feliz como si las bendiciones y el altar fueran auténticos. Muchos estudiosos de La Celestina – lo explica muy bien Enrique Baltanás- no se explican cómo es que Calixto no hubiera pedido la mano de Melibea a su padre, como era lógico, en lugar de llegar a ella saltando la tapia del huerto y recurriendo a los oficios de una alcahueta. Y es que sin ese absurdo, no habría habido tragicomedia. Algo de eso cabría decir también a propósito de esa película tan entretenida que es El hijo de la novia.
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