Herrera Oria y la Ciudadanía
(reproducción en papel previo permiso del autor)
En la agitada historia europea del siglo XX se dan dos casos en los que sicarios del partido del Gobierno asesinan al hombre más representativo de la oposición parlamentaria. En uno de ellos, la oposición se retira desdeñosamente al Aventino y deja el campo libre al partido de los asesinos, que durante veinte años se instala en el Poder y sólo lo abandona ante la fuerza mayor de una guerra mundial. En el otro, la oposición deja los bancos del Parlamento por las trincheras de una guerra que acaba ganando. Hablar de “legitimidad” de un régimen que no respeta las propias reglas de juego es un sarcasmo, por no decir algo peor, y ante esa falta de respeto no faltaron en su día, y en el segundo caso, el de España, quienes deploraran que no se hubiera seguido el ejemplo italiano. No sé si entre éstos sería justo incluir a don Angel Herrera Oria, sumido en aquellas fechas en estudios teológicos, pero lo cierto es que, al bajar de lo trascendente a lo inmanente, no podía renunciar a los firmes principios de su acatamiento al “poder constituido”.
Si hemos de juzgar a don Angel Herrera por las semblanzas que nos dejaron dos contemporáneos suyos, don Manuel Azaña y José Antonio Primo de Rivera, hay que decir que no resulta demasiado simpático. En cambio, si lo juzgamos por sus obras, la cosa cambia, y ahí están la BAC, el CEU, la ACN de P, la Fundación Pablo VI, por no hablar de otras iniciativas que pasaron a la historia, como sus empresas periodísticas, El Debate y su Escuela de Periodismo, y el Ya, o políticas, como Acción Nacional, luego Acción Popular. Dentro de la Fundación Pablo VI, como de su nombre cabe deducir, ya en la línea del II Concilio Vaticano, hay que mencionar la Escuela de Periodismo de la Iglesia y la Escuela de Ciudadanía Cristiana. En este empeño, en el de “civilizar” a los cristianos, es decir, de convertir a los católicos en “ciudadanos”, se centra Agapito Maestre* para explicarse y explicarnos en qué consiste el “fracaso” de Herrera Oria, fracaso que él contrapone al de Ortega y Gasset, empeñado a su vez, no en “cristianizar”, que en don José sonaría algo fuerte, sino en humanizar a los liberales para que sean menos incompatibles con los católicos. El profesor Maestre traza las trayectorias de ambos personajes y de los diarios en que se expresan respectivamente, El Debate y El Sol, dos trayectorias “rigorosamente” paralelas que convergen en un infinito llamado Julián Marías.
En el curso paralelo por las procelas de la segunda República, Herrera hubo de dejar su Acción Nacional en manos de uno de sus alevines, el joven Gil Robles, que la transformaría en Acción Popular, y Ortega se alejaría de El Sol al fundar Luz. Pero no eran ellos los únicos que querían “europeizar” a sus clientelas y, en el campo católico, se adelantaron los de Cruz y Raya, que no tardarían en conectar con Mounier, Maritain, Mauriac, Bernanos y demás católicos europeos partidarios par la suite de los que empezaron quemando conventos y acabaron por incrementar el martirologio cristiano. Ya habían pasado los tiempos jubilosos en que los católicos se auguraban una “República con obispos” y los liberales una “República de profesores”, y a uno de éstos, y de los más caracterizados, don Américo Castro, le cantaban una versión del Himno de Riego que decía: ¡Constitución o muerte!/ fue siempre su divisa/ y no va nunca a misa/ porque es hombre civil. Y en el círculo bergaminesco de Cruz y Raya se comentaba que Herrera y sus muchachos, cuando afirmaban acatar a la República, cometían adrede una aliteración. El siglo XIX sería estúpido, pero gozaba de una salud inmejorable. O eso se creía. Y es que el liberalismo, que a lo largo de ese siglo había venido ocupando la izquierda del escenario, se vio de pronto desplazado por la democracia, y la esencia de la democracia es la igualdad como la del liberalismo es la libertad. Tanto Herrera como Ortega querían regenerar a sus secuaces mediante la formación de minorías selectas, ni más ni menos que lo que intentaban otros liberales, con los que Ortega era más compatible que Herrera: los de la Institución Libre de Enseñanza. Estas “minorías selectas” de corte tan distinto se verían pronto desbordadas por el turbión igualitario, por la “democracia morbosa”, por la “rebelión de las masas”. Este desplazamiento de las minorías por las masas era además un conflicto de generaciones y, en el choque consiguiente, los más escaldados fueron los liberales. Los tres mosqueteros que trajeron la República no se engañaban sobre cuál de las dos masas enfrentadas era más peligrosa y, así que se vieron a salvo, se apresuraron a “descargar su conciencia”. El más contundente fue Marañón, que reconoció que el liberalismo político había que hibernarlo de momento y compensarlo con el liberalismo moral, con el liberalismo como conducta.
El feliz desenlace del inevitable conflicto que la Santa Sede no vaciló en graduar de Cruzada, pues bien claro estaba en qué bando se protegía a la Iglesia y en qué bando se la perseguía, se produjo en un momento mundial en el que los totalitarismos estaban a la orden del día y el liberalismo, como vio muy bien Marañón, no tenía más remedio que pegarse al terreno o ponerse a buen recaudo. Aquella “minoría abnegada” de los años fundacionales se había convertido en un partido de masas y, en aquellos tiempos, decir partido de masas era decir partido único. Ese partido único tenía en su programa fundacional – los Puntos de la Falange – la separación entre la Iglesia y el Estado y además estaba seducido por la marcha triunfal de las potencias del Eje. No estaba el horno para “ciudadanías” y en vez del “ciudadano cristiano” de Herrera Oria, aparecía el “caballero cristiano” del converso García Morente. De formular su acatamiento al nuevo “poder constituido” no creo que se ocupara don Angel Herrera, más volcado ya a los afanes del espíritu, dejando los de la política a su delegado y delfín, don Fernando Martín-Sánchez Juliá, más conocido por “el secretario de Dios”. Fue pues a través de don Fernando como don Angel contribuyó a neutralizar los ímpetus del “partido de masas” y así es cómo surgió el llamado “nacional-catolicismo”, gracias al cual – ya lo mencioné en otro lugar – se libró España de la “revolución nacional-sindicalista”. Herrera andaba entonces fundando la BAC, que tampoco fue un fracaso. Bien es verdad que El Debate no reapareció, aunque sí el Ya; todo debe de tener una explicación, y puede que la dé la postura de Herrera frente al Alzamiento, del que se lavó las manos en la misma palangana del cardenal Vidal y Barraquer. El hecho es que, en aquellos años de carestías y racionamientos, los cupos de papel de periódico los administraba Martín-Sánchez Juliá. Con él habían de entenderse desde luego los directivos de Selecciones del Reader´s Digest cuando empezaban a operar en España. A Martín-Sánchez Juliá se le debe por cierto un libro revelador, Una poderosa fuerza secreta: la Institución Libre de Enseñanza, obra colectiva de título harto elocuente en la que además colaboraban, entre otros, el marqués de Lozoya y don Angel González Palencia. El ejemplar que cayó en mis manos y suscitó – o tempora!- mi indignación juvenil, pertenecía a un sobrino de otro hombre de Herrera, don Luis Ortiz Muñoz, director entonces del Instituto Ramiro de Maeztu, ci-devant Instituto Escuela.
Tampoco fue un fracaso de don Angel el que otro de sus hombres, Alberto Martín Artajo, presidente de Acción Católica desde 1940, fuera el Ministro de Exteriores que firmó con la Santa Sede el Concordato de 1953, en cuya negociación había desempeñado un papel destacado Joaquín Ruiz-Jiménez, embajador hasta 1951. Los fracasos vinieron más tarde y, todo hay que decirlo, al socaire de la gran erupción volcánica que fue para la Iglesia el Vaticano II. Al “humo de Satanás” de que hablaría el Papa Montini, tan afín al cardenal Herrera, hay que atribuir il gran rifiuto, digámoslo en términos dantescos, de una Iglesia que de pronto se revolvía contra el Estado confesional al que se lo debía todo y que en el pecado llevaría la penitencia. El cardenal Herrera Oria murió justo a tiempo de no ver los estragos que esa penitencia iba a producir en el pueblo cristiano.
En cuanto al “fracaso” de Ortega, es el normal de todo filósofo que se precie cuando se mete en política, y el caso de Ortega no podía ser distinto de los de Platón o Maquiavelo, pongamos por caso. Por ley generacional, su momento había sido el de la República de la que se desengañaría muy pronto; en cambio, en los años de trasguerra, su papel lo ocupaba aquella generación que don José dejó a la intemperie y que, gracias al ejemplo del Ausente, fue la que mejor encarnó su doctrina y su estilo. Esa generación, esa “abnegada minoría”, se dejó arrastrar por las “camisas de fuerza” que tanto desagradaban a don José y militó en el nacional-sindicalismo hasta que sus modelos de imitación perdieron la guerra. Sin embargo, la semilla liberal estaba en ellos; fue muy pronto cuando empezaron a tratar de suturar la escisión espiritual de la guerra española, operación ya iniciada en plena guerra por don Gregorio Marañón en su viaje americano de 1937. En este grupo fueron afluyendo quienes venían de Cruz y Raya como Zubiri, o de Hora de España como Marías, o de las Juventudes de Acción Católica como Ruiz-Jiménez. Siempre digo que el político y el intelectual pueden hacer juntos una parte del trayecto, pero que tarde o temprano acaban distanciándose, ya que el intelectual sigue el camino de la verdad, que es rectilíneo, mientras que el político discurre por el de la realidad, que es sinuoso. En el caso de España, me temo que ambas trayectorias compitieron en sinuosidad, en punto a la cual los intelectuales les dieron ciento y raya a los políticos. Precisamente fue Ruiz-Jiménez el más coherente en su sinuosidad, hasta el punto de encabezar, en el período preconstitucional de la llamada “sopa de de letras”, el único partido democristiano a la italiana que llamó, si mal no recuerdo, “Izquierda Democrática”. El embajador que había negociado el Concordato del 53 fundaría además Cuadernos para el Diálogo, bajo cuyo sello editorial se publicaba en 1972 una Aproximación a la historia del socialismo español hasta 1921, firmada por el joven socialista Gómez Llorente, en la que aparecían citas como esta de Pablo Iglesias: “Queremos la muerte de la Iglesia (…) para ello educamos a los hombres, y así les quitamos la conciencia (…). No combatimos a los frailes para ensalzar a los curas. Nada de medias tintas. Queremos que desaparezcan los unos y los otros”.
No creo que este libro, u otros de parecido jaez, fueran lectura recomendada en la Escuela de Ciudadanía Cristiana, pero nada de particular tendría que se los impongan ahora a los alumnos de Educación para la Ciudadanía.
* Agapito Maestre. EL FRACASO DE UN CRISTIANO. EL OTRO HERRERA ORIA. Editorial Tecnos. Madrid, 2009
Si hemos de juzgar a don Angel Herrera por las semblanzas que nos dejaron dos contemporáneos suyos, don Manuel Azaña y José Antonio Primo de Rivera, hay que decir que no resulta demasiado simpático. En cambio, si lo juzgamos por sus obras, la cosa cambia, y ahí están la BAC, el CEU, la ACN de P, la Fundación Pablo VI, por no hablar de otras iniciativas que pasaron a la historia, como sus empresas periodísticas, El Debate y su Escuela de Periodismo, y el Ya, o políticas, como Acción Nacional, luego Acción Popular. Dentro de la Fundación Pablo VI, como de su nombre cabe deducir, ya en la línea del II Concilio Vaticano, hay que mencionar la Escuela de Periodismo de la Iglesia y la Escuela de Ciudadanía Cristiana. En este empeño, en el de “civilizar” a los cristianos, es decir, de convertir a los católicos en “ciudadanos”, se centra Agapito Maestre* para explicarse y explicarnos en qué consiste el “fracaso” de Herrera Oria, fracaso que él contrapone al de Ortega y Gasset, empeñado a su vez, no en “cristianizar”, que en don José sonaría algo fuerte, sino en humanizar a los liberales para que sean menos incompatibles con los católicos. El profesor Maestre traza las trayectorias de ambos personajes y de los diarios en que se expresan respectivamente, El Debate y El Sol, dos trayectorias “rigorosamente” paralelas que convergen en un infinito llamado Julián Marías.
En el curso paralelo por las procelas de la segunda República, Herrera hubo de dejar su Acción Nacional en manos de uno de sus alevines, el joven Gil Robles, que la transformaría en Acción Popular, y Ortega se alejaría de El Sol al fundar Luz. Pero no eran ellos los únicos que querían “europeizar” a sus clientelas y, en el campo católico, se adelantaron los de Cruz y Raya, que no tardarían en conectar con Mounier, Maritain, Mauriac, Bernanos y demás católicos europeos partidarios par la suite de los que empezaron quemando conventos y acabaron por incrementar el martirologio cristiano. Ya habían pasado los tiempos jubilosos en que los católicos se auguraban una “República con obispos” y los liberales una “República de profesores”, y a uno de éstos, y de los más caracterizados, don Américo Castro, le cantaban una versión del Himno de Riego que decía: ¡Constitución o muerte!/ fue siempre su divisa/ y no va nunca a misa/ porque es hombre civil. Y en el círculo bergaminesco de Cruz y Raya se comentaba que Herrera y sus muchachos, cuando afirmaban acatar a la República, cometían adrede una aliteración. El siglo XIX sería estúpido, pero gozaba de una salud inmejorable. O eso se creía. Y es que el liberalismo, que a lo largo de ese siglo había venido ocupando la izquierda del escenario, se vio de pronto desplazado por la democracia, y la esencia de la democracia es la igualdad como la del liberalismo es la libertad. Tanto Herrera como Ortega querían regenerar a sus secuaces mediante la formación de minorías selectas, ni más ni menos que lo que intentaban otros liberales, con los que Ortega era más compatible que Herrera: los de la Institución Libre de Enseñanza. Estas “minorías selectas” de corte tan distinto se verían pronto desbordadas por el turbión igualitario, por la “democracia morbosa”, por la “rebelión de las masas”. Este desplazamiento de las minorías por las masas era además un conflicto de generaciones y, en el choque consiguiente, los más escaldados fueron los liberales. Los tres mosqueteros que trajeron la República no se engañaban sobre cuál de las dos masas enfrentadas era más peligrosa y, así que se vieron a salvo, se apresuraron a “descargar su conciencia”. El más contundente fue Marañón, que reconoció que el liberalismo político había que hibernarlo de momento y compensarlo con el liberalismo moral, con el liberalismo como conducta.
El feliz desenlace del inevitable conflicto que la Santa Sede no vaciló en graduar de Cruzada, pues bien claro estaba en qué bando se protegía a la Iglesia y en qué bando se la perseguía, se produjo en un momento mundial en el que los totalitarismos estaban a la orden del día y el liberalismo, como vio muy bien Marañón, no tenía más remedio que pegarse al terreno o ponerse a buen recaudo. Aquella “minoría abnegada” de los años fundacionales se había convertido en un partido de masas y, en aquellos tiempos, decir partido de masas era decir partido único. Ese partido único tenía en su programa fundacional – los Puntos de la Falange – la separación entre la Iglesia y el Estado y además estaba seducido por la marcha triunfal de las potencias del Eje. No estaba el horno para “ciudadanías” y en vez del “ciudadano cristiano” de Herrera Oria, aparecía el “caballero cristiano” del converso García Morente. De formular su acatamiento al nuevo “poder constituido” no creo que se ocupara don Angel Herrera, más volcado ya a los afanes del espíritu, dejando los de la política a su delegado y delfín, don Fernando Martín-Sánchez Juliá, más conocido por “el secretario de Dios”. Fue pues a través de don Fernando como don Angel contribuyó a neutralizar los ímpetus del “partido de masas” y así es cómo surgió el llamado “nacional-catolicismo”, gracias al cual – ya lo mencioné en otro lugar – se libró España de la “revolución nacional-sindicalista”. Herrera andaba entonces fundando la BAC, que tampoco fue un fracaso. Bien es verdad que El Debate no reapareció, aunque sí el Ya; todo debe de tener una explicación, y puede que la dé la postura de Herrera frente al Alzamiento, del que se lavó las manos en la misma palangana del cardenal Vidal y Barraquer. El hecho es que, en aquellos años de carestías y racionamientos, los cupos de papel de periódico los administraba Martín-Sánchez Juliá. Con él habían de entenderse desde luego los directivos de Selecciones del Reader´s Digest cuando empezaban a operar en España. A Martín-Sánchez Juliá se le debe por cierto un libro revelador, Una poderosa fuerza secreta: la Institución Libre de Enseñanza, obra colectiva de título harto elocuente en la que además colaboraban, entre otros, el marqués de Lozoya y don Angel González Palencia. El ejemplar que cayó en mis manos y suscitó – o tempora!- mi indignación juvenil, pertenecía a un sobrino de otro hombre de Herrera, don Luis Ortiz Muñoz, director entonces del Instituto Ramiro de Maeztu, ci-devant Instituto Escuela.
Tampoco fue un fracaso de don Angel el que otro de sus hombres, Alberto Martín Artajo, presidente de Acción Católica desde 1940, fuera el Ministro de Exteriores que firmó con la Santa Sede el Concordato de 1953, en cuya negociación había desempeñado un papel destacado Joaquín Ruiz-Jiménez, embajador hasta 1951. Los fracasos vinieron más tarde y, todo hay que decirlo, al socaire de la gran erupción volcánica que fue para la Iglesia el Vaticano II. Al “humo de Satanás” de que hablaría el Papa Montini, tan afín al cardenal Herrera, hay que atribuir il gran rifiuto, digámoslo en términos dantescos, de una Iglesia que de pronto se revolvía contra el Estado confesional al que se lo debía todo y que en el pecado llevaría la penitencia. El cardenal Herrera Oria murió justo a tiempo de no ver los estragos que esa penitencia iba a producir en el pueblo cristiano.
En cuanto al “fracaso” de Ortega, es el normal de todo filósofo que se precie cuando se mete en política, y el caso de Ortega no podía ser distinto de los de Platón o Maquiavelo, pongamos por caso. Por ley generacional, su momento había sido el de la República de la que se desengañaría muy pronto; en cambio, en los años de trasguerra, su papel lo ocupaba aquella generación que don José dejó a la intemperie y que, gracias al ejemplo del Ausente, fue la que mejor encarnó su doctrina y su estilo. Esa generación, esa “abnegada minoría”, se dejó arrastrar por las “camisas de fuerza” que tanto desagradaban a don José y militó en el nacional-sindicalismo hasta que sus modelos de imitación perdieron la guerra. Sin embargo, la semilla liberal estaba en ellos; fue muy pronto cuando empezaron a tratar de suturar la escisión espiritual de la guerra española, operación ya iniciada en plena guerra por don Gregorio Marañón en su viaje americano de 1937. En este grupo fueron afluyendo quienes venían de Cruz y Raya como Zubiri, o de Hora de España como Marías, o de las Juventudes de Acción Católica como Ruiz-Jiménez. Siempre digo que el político y el intelectual pueden hacer juntos una parte del trayecto, pero que tarde o temprano acaban distanciándose, ya que el intelectual sigue el camino de la verdad, que es rectilíneo, mientras que el político discurre por el de la realidad, que es sinuoso. En el caso de España, me temo que ambas trayectorias compitieron en sinuosidad, en punto a la cual los intelectuales les dieron ciento y raya a los políticos. Precisamente fue Ruiz-Jiménez el más coherente en su sinuosidad, hasta el punto de encabezar, en el período preconstitucional de la llamada “sopa de de letras”, el único partido democristiano a la italiana que llamó, si mal no recuerdo, “Izquierda Democrática”. El embajador que había negociado el Concordato del 53 fundaría además Cuadernos para el Diálogo, bajo cuyo sello editorial se publicaba en 1972 una Aproximación a la historia del socialismo español hasta 1921, firmada por el joven socialista Gómez Llorente, en la que aparecían citas como esta de Pablo Iglesias: “Queremos la muerte de la Iglesia (…) para ello educamos a los hombres, y así les quitamos la conciencia (…). No combatimos a los frailes para ensalzar a los curas. Nada de medias tintas. Queremos que desaparezcan los unos y los otros”.
No creo que este libro, u otros de parecido jaez, fueran lectura recomendada en la Escuela de Ciudadanía Cristiana, pero nada de particular tendría que se los impongan ahora a los alumnos de Educación para la Ciudadanía.
* Agapito Maestre. EL FRACASO DE UN CRISTIANO. EL OTRO HERRERA ORIA. Editorial Tecnos. Madrid, 2009
El verano es buen tiempo para conferenciantes de cursos de verano y para los que les agrada escuchar o asistir a cursos en epoca estival.
ResponderEliminar¡Cierto!¡Cierto!
ResponderEliminarQue siga la racha.Buen verano.
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