La vara y el pañuelo
Cada vez que veo echar un toro al corral y salen al ruedo los cabestros no puedo evitar representarme el “Estado de las Autonomías”. Pocas cosas importantes acaecen en la vida española de las que la fiesta nacional no sea una metáfora. Cuando hacer el amor a una dama significaba, en España y en Francia por lo menos, cortejarla o procurar su conquista, era inevitable el paralelo con los diversos tercios de la lidia, imprescindibles para llegar a la suerte suprema, a la hora de la verdad, es decir, a la de hacer el amor a la inglesa, cambiando el acusativo por el instrumental. En otro orden de cosas, lo que el Parlamento es a medias, lo es por entero la plaza de toros, en la que no sólo los padres de la patria, sino los ciudadanos tienen voz y voto. En el palco presidencial hay un señor rodeado de consejeros que ordena y manda con un pañuelo en la mano. En la España democrática saltaron al ruedo uno o dos toros ilidiables y no hubo más remedio que hacer salir los cabestros, que una vez en el ruedo, se negaron a abandonarlo e hicieron causa común con los ilidiables por mucho que el presidente de la corrida agitara su pañuelo. Estos bueyes parlamentarios, a diferencia de los de la plaza de las Ventas, no saben o no pueden hacer su oficio, pero en estos casos, en otras plazas al menos, sale un mayoral con una vara para echarles una mano y mandarlos a los corrales junto con las reses dadas por imposibles por el pueblo soberano y por el señor del pañuelo.
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