Dos libros de espionaje
Yo tengo por Graham Greene una debilidad atemperada por toda clase de reservas, y lo que más me gusta de él es que raras veces tienen sus amenas novelas un final feliz. Para empezar, sus protagonistas son antihéroes y lo último que los lectores de antaño – entre los que me cuento – toleraban era que el antihéroe se saliera con la suya. Hace años se lo trataba de explicar a un colega británico que lo que me gustaba de Greene eran sus tramas, pero no sus personajes, que eran seedy slobs, o sea algo así como golfos pasados de fecha. Tal vez la novela de Greene que prefiero sea una que él graduaba de entertainment, de mero pasatiempo, que es The confidential agent. Esta novela versa sobre una intriga entre agentes secretos de dos bandos de una guerra civil en un país de la Europa meridional. El agente “gubernamental”, según la terminología de la época en el país verde y con asas, trata de impedir que el carbón de Gales vaya al bando “faccioso” y fracasa en una escena sublime en que trata en vano de conmover a los mineros con un discurso de solidaridad obrera. Esta novela se llevó al cine con acierto y no sé si con éxito, pues no creo que se proyectara en España; el antihéroe lo encarnaba Charles Boyer, y el género contaba ya con un magnífico precedente: Casablanca, donde el seedy slob era aun más convincente: Humphrey Bogart.
Graham Greene, personaje enigmático, hizo la guerra en los servicios secretos, en los que tuvo dos colegas y amigos, que fueron Kim Philby y Tom Burns. A Kim Philby llegó a prologarle el libro que éste escribió, ya a salvo en el paraíso soviético: My silent war, y con Burns tuvo en común lo mismo que con los amigos de ambos, Roy Campbell y Evelyn Waugh: la adhesión al catolicismo. La postura de estos tres no tuvo nada de ambigua, pues en la guerra de España tomaron partido por la España nacional y en la mundial se atuvieron a la consigna de Nelson en Trafalgar, es decir, hicieron lo que Inglaterra esperaba de ellos: cumplir con su deber.
A Tom Burns, casado con Mabel Marañón, hija de don Gregorio, le salieron dos hijos periodistas, uno de los cuales, Tom, vive en España y otro, Jimmy, en Inglaterra. Gracias a Jimmy lo sabemos todo sobre Tom Sr., pues nos lo cuenta en un grueso volumen que supera con mucho en interés a la mayoría de las novelas de espionaje. El libro se titula Papa Spy, y lo ha puesto en castellano con el título de Papá espía [1]una señora o señorita que debe de conocer mejor el mundo inglés que el español; de lo contrario no incurriría en pifias como la de decir que cada español seguía con su transistor las victorias alemanas, y otras que ahora no recuerdo, pero que son de las que no pasamos por alto los que vivimos aquellos tiempos y además nos hemos ganado la vida traduciendo en organismos internacionales. Otro fallo es el de haberse fiado el autor de fuentes historiográficas contaminadas, de suerte que se nos dice por ejemplo que las tropas que participaron en el desfile de la Victoria marcharon a lo largo de veinticuatro kilómetros y al paso de la oca. El padre de esa historiografía tan imaginativa es don Raimundo Carr, que llegó a proclamar que la novelística era una de sus fuentes más fidedignas, sobre todo la de Delibes y Umbral. Estos insignes vallisoletanos, que aún vivían, no perdieron el tiempo en desmarcarse prudentemente. Carr se libró de ir al frente y su pasatiempo preferido en las fiestas de Oxford era ponerse a cuatro patas y a ladrar a la vez que intentaba morderles los tobillos a las señoritas presentes, una de las cuales, la que me lo contó, le arreó una patada que lo mandó al dentista.
Hechas estas salvedades, hay que insistir en que el libro es sumamente valioso por la información que contiene y porque, por muchas complacencias que el autor quiera tener con la corrección política, nunca le pierde el respeto a su progenitor ni tergiversa su pensamiento. Precisamente en casa de la dama que, de jovencita en Oxford, por poco deja sin dientes a Carr, cené en Londres creo que por última vez con uno de los antagonistas de Tom Burns: Rafael Martínez Nadal, que estuvo poniendo como chupas de dómine a Churchill y a Sir Samuel, por no haber tenido debidamente en cuenta sus soflamas antifranquistas desde la BBC. En su encuentro con su amigo Burns, (a quien le regaló por cierto un ejemplar de la primera edición, recién salida en América, de Poeta en Nueva York), en uno de los viajes que Tom hubo de hacer a Londres, el desencuentro político fue profundo, pues a juicio de Nadal la embajada en Madrid debería por lo menos dedicar al derrocamiento de Franco tantas energías o más como dedicaba a la derrota de Hitler. Nadal no estaba solo, y detrás de él, o muy por encima y en la sombra, había personajes como Kim Philby, Tomas Harris y Anthony Blunt que participaban en la misma opinión y, sobre todo los dos primeros, no escatimaron intrigas para dejar a Burns fuera de combate. Por fortuna no lo lograron y, gracias a él puede decirse que la misión de Sir Samuel alcanzó sus objetivos. Hoare era al ser nombrado embajador en Madrid lo que de Gaulle llamaría a Mendès-France: un politicien au rencart; que cabría traducir por “un politicastro de desecho”, con fama además de pastelero, ganada a pulso en la cuestión abisinia. Su actitud hacia España y los españoles la compara Jimmy Burns a la de Wellington a raíz de la Peninsular war. En esa actitud de superioridad despectiva – del que “desprecia cuanto ignora” que diría Machado - participaba por cierto Richard Ford, que prefería con mucho el paisaje de España a su paisanaje. Burns era todo lo contrario, pues para empezar había nacido en Chile y no sólo era católico por parte de madre, sino bilingüe además, y además contrajo matrimonio con la hija de un desengañado de la República que contribuyó a traer y que se había ilustrado como elocuente propagandista del Alzamiento en Francia y en Hispanoamérica.
Apenas evadido de la zona roja, el doctor Marañón, acompañado de su hija Mabel, cruzó el Atlántico a bordo del trasatlántico alemán Cap Arcona con la misión de ilustrar a los países dela América española sobre la tragedia que desgarraba a España, a la vez que procuraba la reconciliación de sus amigos intelectuales en el exilio. No es muy arriesgado suponer que lo más sustancial de sus conferencias se condensaría en su célebre escrito Liberalismo y comunismo, que provocaría más de una airada réplica, como la de María Zambrano, por aquellas fechas en Chile. Muchos años después, yo me atrevería a calificar de “áspera” esa réplica a Marañón en una semblanza que hice de María, a quien no gustó por supuesto el calificativo. También muchos años después, me llevé una sorpresa con Nadal cuando le mandé una novela sobre la revolución cubana y él me reprochó mi “anticomunismo” con un tono parecido al que Sir Peter Chambers Mitchell (a) Sopitas empleó para reprocharle a Koestler El cero y el infinito.
No tengo más remedio, por asociación de lecturas, que hacer referencia a un folletín reciente sobre la misma época y parecidas actividades, que es El tiempo entre costuras[2], de lectura obligada para las señoras que una vez por semana se reúnen a jugar al bridge.
La narradora es una modistilla madrileña a la que sus malos pasos libran de los malos ratos que en aquellos años afligieron a muchos compatriotas, pues sale de Madrid a tiempo para que el Alzamiento la sorprenda en el Protectorado marroquí, donde se hace modista de postín para acabar de espía de lujo. Obra escrita con una impecable corrección política y muy bien documentada, es un magnífico guión cinematográfico en la que lo absurdo de más de una situación o de un episodio no menoscaba el ritmo narrativo. Lo de la costura es en este caso, además de un ardid para cifrar mensajes, una técnica narrativa, pues los muchos cabos sueltos que va dejando la autora, los ata cuando menos se lo espera uno y de manera sorprendente y, sobre todo, verosímil. Yo, que no soy señora ni juego al bridge, tampoco la he podido dejar. Además, aunque no haya pretensiones literarias, pocas veces me han parecido tan convincentes descripciones como las del Madrid y del Tánger y del Tetuán de la época.
Ambos libros, tan distintos entre sí, son pro-británicos, y aun siendo a todos los efectos relatos de espionaje, la novela se limita al antagonismo entre ingleses y alemanes, o anglófilos y germanófilos, mientras que la biografía desdobla uno de los bandos en hispanófilos y rusófilos. La moraleja común es que los Aliados ganaron la guerra mundial y Franco la guerra española y, lo que fue si cabe más difícil, la postguerra. Si hay que cifrar en dos hitos aquella epopeya, uno sería la liberación del Alcázar de Toledo y otro la gran concentración contra las flamantes Naciones Unidas en la Plaza de Oriente, a la que por cierto asistió en lugar destacado el suegro de Tom Burns.
[1] PAPA ESPIA. Jimmy Burns Marañón. Debate. Barcelona, febrero 2010
[2] EL TIEMPO ENTRE COSTURAS. María Dueñas. Temas de hoy. Madrid 2009
Graham Greene, personaje enigmático, hizo la guerra en los servicios secretos, en los que tuvo dos colegas y amigos, que fueron Kim Philby y Tom Burns. A Kim Philby llegó a prologarle el libro que éste escribió, ya a salvo en el paraíso soviético: My silent war, y con Burns tuvo en común lo mismo que con los amigos de ambos, Roy Campbell y Evelyn Waugh: la adhesión al catolicismo. La postura de estos tres no tuvo nada de ambigua, pues en la guerra de España tomaron partido por la España nacional y en la mundial se atuvieron a la consigna de Nelson en Trafalgar, es decir, hicieron lo que Inglaterra esperaba de ellos: cumplir con su deber.
A Tom Burns, casado con Mabel Marañón, hija de don Gregorio, le salieron dos hijos periodistas, uno de los cuales, Tom, vive en España y otro, Jimmy, en Inglaterra. Gracias a Jimmy lo sabemos todo sobre Tom Sr., pues nos lo cuenta en un grueso volumen que supera con mucho en interés a la mayoría de las novelas de espionaje. El libro se titula Papa Spy, y lo ha puesto en castellano con el título de Papá espía [1]una señora o señorita que debe de conocer mejor el mundo inglés que el español; de lo contrario no incurriría en pifias como la de decir que cada español seguía con su transistor las victorias alemanas, y otras que ahora no recuerdo, pero que son de las que no pasamos por alto los que vivimos aquellos tiempos y además nos hemos ganado la vida traduciendo en organismos internacionales. Otro fallo es el de haberse fiado el autor de fuentes historiográficas contaminadas, de suerte que se nos dice por ejemplo que las tropas que participaron en el desfile de la Victoria marcharon a lo largo de veinticuatro kilómetros y al paso de la oca. El padre de esa historiografía tan imaginativa es don Raimundo Carr, que llegó a proclamar que la novelística era una de sus fuentes más fidedignas, sobre todo la de Delibes y Umbral. Estos insignes vallisoletanos, que aún vivían, no perdieron el tiempo en desmarcarse prudentemente. Carr se libró de ir al frente y su pasatiempo preferido en las fiestas de Oxford era ponerse a cuatro patas y a ladrar a la vez que intentaba morderles los tobillos a las señoritas presentes, una de las cuales, la que me lo contó, le arreó una patada que lo mandó al dentista.
Hechas estas salvedades, hay que insistir en que el libro es sumamente valioso por la información que contiene y porque, por muchas complacencias que el autor quiera tener con la corrección política, nunca le pierde el respeto a su progenitor ni tergiversa su pensamiento. Precisamente en casa de la dama que, de jovencita en Oxford, por poco deja sin dientes a Carr, cené en Londres creo que por última vez con uno de los antagonistas de Tom Burns: Rafael Martínez Nadal, que estuvo poniendo como chupas de dómine a Churchill y a Sir Samuel, por no haber tenido debidamente en cuenta sus soflamas antifranquistas desde la BBC. En su encuentro con su amigo Burns, (a quien le regaló por cierto un ejemplar de la primera edición, recién salida en América, de Poeta en Nueva York), en uno de los viajes que Tom hubo de hacer a Londres, el desencuentro político fue profundo, pues a juicio de Nadal la embajada en Madrid debería por lo menos dedicar al derrocamiento de Franco tantas energías o más como dedicaba a la derrota de Hitler. Nadal no estaba solo, y detrás de él, o muy por encima y en la sombra, había personajes como Kim Philby, Tomas Harris y Anthony Blunt que participaban en la misma opinión y, sobre todo los dos primeros, no escatimaron intrigas para dejar a Burns fuera de combate. Por fortuna no lo lograron y, gracias a él puede decirse que la misión de Sir Samuel alcanzó sus objetivos. Hoare era al ser nombrado embajador en Madrid lo que de Gaulle llamaría a Mendès-France: un politicien au rencart; que cabría traducir por “un politicastro de desecho”, con fama además de pastelero, ganada a pulso en la cuestión abisinia. Su actitud hacia España y los españoles la compara Jimmy Burns a la de Wellington a raíz de la Peninsular war. En esa actitud de superioridad despectiva – del que “desprecia cuanto ignora” que diría Machado - participaba por cierto Richard Ford, que prefería con mucho el paisaje de España a su paisanaje. Burns era todo lo contrario, pues para empezar había nacido en Chile y no sólo era católico por parte de madre, sino bilingüe además, y además contrajo matrimonio con la hija de un desengañado de la República que contribuyó a traer y que se había ilustrado como elocuente propagandista del Alzamiento en Francia y en Hispanoamérica.
Apenas evadido de la zona roja, el doctor Marañón, acompañado de su hija Mabel, cruzó el Atlántico a bordo del trasatlántico alemán Cap Arcona con la misión de ilustrar a los países de
No tengo más remedio, por asociación de lecturas, que hacer referencia a un folletín reciente sobre la misma época y parecidas actividades, que es El tiempo entre costuras[2], de lectura obligada para las señoras que una vez por semana se reúnen a jugar al bridge.
La narradora es una modistilla madrileña a la que sus malos pasos libran de los malos ratos que en aquellos años afligieron a muchos compatriotas, pues sale de Madrid a tiempo para que el Alzamiento la sorprenda en el Protectorado marroquí, donde se hace modista de postín para acabar de espía de lujo. Obra escrita con una impecable corrección política y muy bien documentada, es un magnífico guión cinematográfico en la que lo absurdo de más de una situación o de un episodio no menoscaba el ritmo narrativo. Lo de la costura es en este caso, además de un ardid para cifrar mensajes, una técnica narrativa, pues los muchos cabos sueltos que va dejando la autora, los ata cuando menos se lo espera uno y de manera sorprendente y, sobre todo, verosímil. Yo, que no soy señora ni juego al bridge, tampoco la he podido dejar. Además, aunque no haya pretensiones literarias, pocas veces me han parecido tan convincentes descripciones como las del Madrid y del Tánger y del Tetuán de la época.
Ambos libros, tan distintos entre sí, son pro-británicos, y aun siendo a todos los efectos relatos de espionaje, la novela se limita al antagonismo entre ingleses y alemanes, o anglófilos y germanófilos, mientras que la biografía desdobla uno de los bandos en hispanófilos y rusófilos. La moraleja común es que los Aliados ganaron la guerra mundial y Franco la guerra española y, lo que fue si cabe más difícil, la postguerra. Si hay que cifrar en dos hitos aquella epopeya, uno sería la liberación del Alcázar de Toledo y otro la gran concentración contra las flamantes Naciones Unidas en la Plaza de Oriente, a la que por cierto asistió en lugar destacado el suegro de Tom Burns.
[1] PAPA ESPIA. Jimmy Burns Marañón. Debate. Barcelona, febrero 2010
[2] EL TIEMPO ENTRE COSTURAS. María Dueñas. Temas de hoy. Madrid 2009
A.
ResponderEliminarAquí se me ocurre que habría que agradecerle el darnos a conocer ese envés —tan poco lucido— del inefable Gran Simpático.
Y el libro tiene muy buena pinta, claro está.
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Una profesión muy arriesgada que es mejor para personas solteras sobre todo si envían a la persona en cuestión a un país enemigo.
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