La culpa de todos

El envío de este artículo provocó hace años mi expulsión fulminante de un periódico digital  en el que había colaborado durante un año.

Gozamos en España de una serie de comentaristas de un amplio espectro de brillantez que no escatiman sus críticas al Gobierno, obras maestras algunas de orfebrería literaria. Esas críticas nunca se plantean, sin embargo, los motivos profundos y determinantes del desgobierno del Gobierno, y cumplen así con el ritual democrático del derecho al pataleo, derecho al que no se limitaron ciertamente durante el último quinquenio del “régimen anterior". Ahí están las hemerotecas. El "régimen anterior" tenía los días contados; su salud política era inseparable de la salud física de la persona que lo encabezaba, cuyo fin se sabía próximo, así que nadie apostaba por su supervivencia, sobre todo desde la eliminación violenta de Carrero Blanco. La crítica política de la época no se detenía, como ahora, en el dintel de las Leyes Fundamentales, sino que en la medida de sus fuerzas contribuyó a la derogación de esas Leyes, que juzgaba anacrónicas. Ahora es distinto. El régimen que tenemos no está viejo y gastado, como el anterior; es senil e inoperante, pero como ningún sanedrín neocapitalista ha dicho que hay que acabar con él, los sabios doctores de la crítica política se ocupan a fondo de los síntomas, los describen brillantemente, pero se niegan a reconocer la naturaleza de la enfermedad. Es como si un médico viera a un paciente que escupe sangre y no se puede tener en pie y se negara en redondo a admitir la más remota posibilidad de tuberculosis y además le recetara un calmante a base de morfina y un pañuelo de seda roja, como dicen que llevaba Alfonso XII, para que no se noten los continuos esputos.
El hombre de la calle, que no opina a tanto la línea, sino que dice con una irresponsabilidad gratuita lo primero que se le viene a la mente, cuando ve que la nación escupe sangre sin cesar, les echa la culpa, primero a los bacilos de Koch, y después al sistema que se niega, por sistema justamente, por razones insondables de ecología política, a combatir a los bacilos de Koch, declarados especie protegida.

A más de uno de esos críticos "reprimidos" - como se autotitularán el día que cambien las tornas - no le gusta que le echen la culpa a la democracia de los crímenes que en toda impunidad deja cometer, y alega que bajo el denostado "régimen anterior" también se cometieron crímenes como el asesinato de Carrero Blanco y el estrago de la calle del Correo. También dice que fueron "numerosísimos" los velatorios por aquel entonces de agentes de las fuerzas de seguridad y turbulentas las manifestaciones de la "ultraderecha" que pedía mano dura a los gobernantes. Todos podemos ver en los campeonatos mundiales que también se les meten goles a los mejores guardametas del mundo, sobre todo si están en el ocaso de su vida profesional, y el análisis del gedeónico superlativo prefiero dejárselo a los "numerosísimos" expertos en estadísticas macabras que por desgracia tenemos que tener ahora en España. Lo que no ha cambiado es la actitud de la "ultraderecha"; la única diferencia es que resultaba más fácil encaramarse a las verjas de Castellana, 3 de lo que resulta llegar a una distancia prudente del bunker de la Moncloa.
Tal vez el crítico, en su justa indignación, se pase algo de raya al calificar de crímenes unos hechos que, por propiciar el advenimiento de la democracia, ésta sancionó y condonó agradecida, amnistiando entre aplausos de hemiciclo a sus autores y apartando del servicio o postergando a los funcionarios policiales que con más celo y eficacia habían trabajado en su busca y captura.
En el curso de los cada vez más "numerosísimos" y "frecuentísimos" velatorios se escuchan voces inconvenientes y verdades como puñetazos, y esto molesta al cronista, pero más le molesta si cabe el que la familia del muerto envuelva el cadáver en la bandera por la que juró morir y murió o mande a paseo a las autoridades que vienen a arrimar el ascua del cadáver a su miserable sardina política. "Los muertos son de todos", se nos dice, porque no hay valor para decir que los muertos hay que arrebatárselos a sus seres queridos y a los que, por compartir sus ideales y sus lealtades, se oponen a que los que los dejaron morir tergiversen en su provecho el sentido de su sacrificio. Decir "los muertos son de todos" es como decir "Hacienda somos todos"; bonitos lemas para definir el carácter macabro y rapaz de un régimen totalitario. Pero los muertos no son de todos; los muertos no son de ninguna democracia totalitaria; lo que es de todos es la culpabilidad de su muerte. Todos somos culpables desde el punto y hora en que participamos en grotescas y costosas mascaradas electorales y pagamos religiosamente nuestros impuestos para que con ellos el Gobierno que nos hemos dado a nosotros mismos le regale no sé cuántos sacos de millones a Herri Batasuna, sabiendo de sobra en qué los va a emplear.
La aberrante jurisprudencia de Nuremberg - aberrante no porque lo diga yo, sino porque lo dijo en su día hasta Jiménez de Asúa - inventó para el pueblo alemán la figura de delito de la culpabilidad colectiva. La Historia dirá si el pueblo español está o no incurso ahora en ese supuesto delictivo.

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