La realidad de los entes de ficción



Alessandro Manzoni (óleo de Francesco Hayez)






Un hijo mío que vive en Viena, donde trabaja como fisioterapeuta, me regaló en las últimas Navidades un cuaderno, adquirido en alguna bancarella del Naschmarkt, de la revista L’Osservatore Politico Letterario, dedicado a Alejandro Manzoni, a propósito del primer centenario de su muerte. Como en aquellas fechas, mayo de 1973, yo vivía en Italia, la revista, de cuya existencia no tenía ni idea, no tenía más remedio que interesarme por más de un motivo. Para empezar, entre los glosadores del Manzoni destacaba un viejo conocido, como Carlo Bo, cuyas palabras me parecía seguir oyendo en el cementerio del Verano junto al féretro de Ungaretti a punto de bajar a la tierra. Luego, al hojear la revista, veo en una esquina de la página bajo el epígrafe NOVITA’ LIBRARIE: Aquilino Duque. La lanterna magica, Rusconi, Milano, pagine 272, Lire 2.700, y a continuación cuatro libros más de autores tan desconocidos para mí como yo para ellos. Bien es verdad que el propio Manzoni se quejaba de no tener fuera de Italia más de veinticinco lectores, el doble por cierto de los que yo alguna vez me he quejado de tener dentro de España. El caso es que Manzoni fue traducido al inglés desde muy pronto. La primera versión de Renzo e Lucia, título cambiado a última hora en I promessi sposi, data de 1827, y un año después aparecía la primera versión inglesa. En 1835 nada menos que Edgar Allan Poe dedicaba una extensa recensión a una de las tres versiones aparecidas el año precedente, la firmada por Mr. Featherstonehaugh, en la que por cierto apuntaba a la labor de enriquecimiento del inglés mediante la incorporación de coloquialismos italianos en este caso y destacaba la apología del “papismo” a través de las nobles figuras de un ente de ficción como Fray Cristóbal y de un personaje histórico como el cardenal Federico Borromeo, primo de San Carlos, tanto más fidedigna cuanto que contrastaba con censuras implacables como la del episodio de la Monja de Monza, por no hablar del tratamiento reservado al pusilánime de don Abundio, cura de misa y olla con más miedo en el cuerpo que abnegación pastoral. Y es que Los novios es el gran fruto de la conversión de Manzoni, y sus reflexiones sobre los cuatro jinetes del Apocalipsis que se abaten sobre el Milanesado entre 1628 y 1630 y sobre la catarsis de esos flagelos en el pueblo cristiano, es lo que probablemente indujo en un primer momento a Benedetto Croce a calificar la novela de opera oratoria. Manzoni, que era nieto por parte de madre del ilustrado marqués de Beccaria, se había formado en el ambiente volteriano del salón de Madame Condorcet en Auteuil y, ya casado con una calvinista ginebrina, conversa al catolicismo, se convertiría a su vez a raíz de un episodio en París. Hablar en Manzoni de celo del converso es quedarse a medio camino, pues pocos autores católicos hay de una doctrina tan sólida como la suya, y muchos pasajes, como el de la reprimenda del cardenal al párroco, y en esto hay que darle la razón al primer Croce, son auténticas piezas de gran oratoria sagrada. En mi opinión, lo que cuenta y razona Manzoni sobre la peste en Milán es en el fondo una réplica al frívolo comentario de Voltaire sobre el terremoto de Lisboa.


La segunda traducción inglesa en el siglo XX es de 1951 y el nombre de su autor – otra de las sorpresas del cuaderno manzoniano – me encendió una luz roja. Se trataba de Archibald Colquhoun, fallecido en 1964 a la edad de 51 años. Archibald Colquhoun no sólo tradujo I promessi sposi, sino que suya es la versión inglesa más conocida de Il Gattopardo, en cuya versión cinematográfica llegó a intervenir como asesor literario. Mr Colquhoun, formado en Ampleforth, en Oxford y en el Royal College of Arts, estaba muy familiarizado con Italia, pues ya en entreguerras se fue a vivir a Ischia y en 1940 fue nombrado director del Instituto Británico de Nápoles. La guerra la hizo en los servicios secretos del VIII Ejército, en el Norte de Africa, en Sicilia y en la península, donde llegó a colaborar estrechamente con la Brigada Garibaldi, que entre otros hechos heroicos se ilustró con “operaciones de limpieza” del terreno conquistado por las tropas de Montgomery, como la de Codevigo, a raíz de la rendición de Caserta. En premio a sus servicios, Colquhoun fue nombrado algo así como ciudadano de honor de Rávena, sede oficial de la célebre Brigada. Con estos antecedentes vino a Sevilla como director del flamante Instituto Británico, donde duró poco, pero ese poco que duró me sirvió a mí para imaginar un personaje de Las máscaras furtivas. Las peripecias de mi relato son imaginarias, pero nada inverosímiles. Es más; mi personaje tiene, en avanzado estado de embriaguez, un altercado con una pareja de guardias civiles en una venta; Colquhoun estuvo varios meses sometido a procedimiento por haberse insolentado con un vigile urbano que le impidió cruzar la plaza de San Marcos de Venecia, acotada mientras se rodaba una película. Es de suponer que también en esta ocasión estaba bebido y, de hecho, su prematura muerte puede muy bien haberse debido a cirrosis o algo parecido. No es Colquhoun por cierto el único personaje de esa novela sobre el que he averiguado con posterioridad hechos que confirmarían mis ficciones. Uno de ellos es un alemán esquivo a cuya familia conocí en La Rábida y que resultó haber desempeñado en la vida real el mismo papel de agente de la Abwehr que yo le invento en mi relato. No siempre se equivoca uno al pensar mal.


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Comentarios

  1. ¡Las afinidades electivas, y qué finas! Dos días después de leer tu admiración por el episodio de la peste de Los novios, me encuentro esto que cuenta René Girard hablando de su formación: A mi madre le gustaba mucho François Mauriac, y además sabía italiano y nos leía "Los novios" de Manzoni. Nosotros le pedíamos que nos leyera una y otra vez el episodio de la peste, que nos resultaba especialmente fascinante.

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