El común denominador
1. Ética democrática
La ética de la democracia no tiene nada que
ver con la denostada moral tradicional, es decir, con lo que siempre
entendieron por moral las personas decentes. Esta moral se basaba, si la
persona decente era creyente, en la ley de Dios; si no lo era, en la ley
natural, que venía a ser lo mismo y que condenaba igualmente los actos contra
natura o, dicho de otro modo, los atentados a la naturaleza, empezando por la
humana. Sin embargo, la naturaleza
humana no es perfecta y siempre ha
habido criaturas víctimas de una iniquidad cromosómica. Estas criaturas han
procurado mitigar su condición y buscar calor y afecto como han podido, cosa
que nunca fue ofensiva, al menos en nuestro país, mientras no saliera de la
intimidad y de la vida privada. Ahora bien, las minorías abyectas que nos trajo
el inmundo espíritu del 68 y que ahora mandan en el mundo, darían en llamar “armario”
a esa intimidad y abrieron sus puertas para que dejara de serlo y los demás nos
asomáramos, velis nolis, a ciertos abismos del alma humana que
deberían ser sagrados y que, al dejar de serlo, resultan patéticos y grotescos.
Todo esto es la legalidad, una legalidad
ante la que han de inclinarse los demócratas como los nazis y los fascistas
tenían que inclinarse ante aquellas leyes raciales de los años 40. Yo aquí me
identifico con los que entonces se negaron a doblar el espinazo.
29. SIDA
El sida es una de esas enfermedades que en otros tiempos se consideraban
vergonzosas y ahora son motivo de orgullo. El sida no es una enfermedad sexual
cualquiera, sino una enfermedad genérica, es decir, vinculada con el género,
palabra que ha venido a sustituir a “sexo” en el vocabulario de la corrección
política. Y es que sexos sólo hay dos, masculino y femenino, en tanto que el
género puede ser masculino, femenino, neutro, común, ambiguo o epiceno. La
sustitución del sexo por el género, es decir, del ayuntamiento carnal tradicional
por el abanico de opciones eróticas de
la modernidad, coincide con la irrupción del VIH/SIDA. En el lenguaje de la
correción política, no hay enfermos del sida, sino personas que “viven” con el sida. El sida es
parte de nuestras costumbres, como lo es el terrorismo, no algo que padecemos,
sino algo con lo que tenemos que vivir.
El sida es
el tributo que ha de pagar la sociedad hedonista, un tributo que
desgraciadamente pagan justos por pecadores, y que irá a más, como ha ido el
terrorismo, porque esta sociedad se obstina en no ir a la raíz del problema,
que es moral, y como no quiere ver el nacionalismo detrás del terrorismo, no
quiere ver detrás del sida el vicio, o el pecado, por el que se contrae. Si el
sida es una enfermedad contagiosa, nada más lógico que aislar al enfermo, como
se hacía con los tísicos y ahora casi se hace con los fumadores. Y también
sería lógico que los fondos necesarios para combatir la enfermedad los aportara
la industria pornográfica por la vía impositiva, ya que es ella la principal
culpable de su propagación.
Más que abismos sagrados, yo los llamaría misteriosos. El misterio de la condición humana. Por eso la conducta homosexual fue del gusto de los dandies y los malditos. Vulgarizada y legalizada, sólo da asco.
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