El Coloquio de Graz

Cine y Modernidad
A fines de junio de 1997, el Colloquium on Violence and Religion, COV&R para abreviar, celebró en Graz su conferencia annual sobre el tema Cine y Modernidad: Violencia, Sacrificio y Religión. Tuvo lugar esa conferencia en coincidencia y en cooperación con la Segunda Asamblea Ecuménica Europea y con el Departamento de Estudios Norteamericanos y compartió con COV&R su patrocinio el Departamento de Teología Fundamental de la Universidad de Graz.
También prestó una valiosa aportación el Instituto de Teología Moral y Ciencias Sociales de la Universidad de Innsbruck.
COV&R nació hace unos años en torno al pensamiento y la obra del Profesor René Girard, hoy catedrático honorario de la Universidad de Stanford, y actualmente ocupa su presidencia el profesor de la Universidad de Carolina del Norte, Chapel Hill, don Cesáreo Bandera, de quien la Universidad de Sevilla acaba de publicar la versión española de El juego sagrado, obra que tiene mucho que ver con los planteamientos de Girard y con los objetivos de COV&R. Esos objetivos consisten en “explorar, criticar y exponer el modelo mimético de la relación entre violencia y religión en la génesis y el mantenimiento de la cultura.”
Pieza central en la explicación sacrificial de la historia de las religiones es el chivo expiatorio, sobre el que el pueblo descarga sus pecados y con cuyo sacrificio se redime ante los dioses. La gran revolución del cristianismo consiste en que el Hijo de Dios sustituye al chivo expiatorio de una vez por todas al ser El quien se sacrifica para redimir a la humanidad de sus pecados. Pone así el cristianismo punto final a los sacrificios cruentos, humanos en muchos casos, de las religiones primitivas, y traza una divisoria entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, entre los que media toda la distancia que va de la condena y la venganza al perdón y al amor.
En el pensamiento de Girard hay muchas más cosas, como puede comprobar el que se asome a sus libros, traducidos a diversos idiomas, entre ellos al nuestro, - Anagrama tiene varios títulos suyos - y otro elemento importante es el del comportamiento mimético, concepto que, puesto en español castizo, podría traducirse con la democrática expresión nadie es más que nadie. Las repercusiones psicológicas de ese comportamiento son bien complejas y yo las resumiría con el expresivo título de un importante ensayo de Fernández de la Mora: envidia igualitaria. El profesor Bandera, en su libro Mimesis conflictiva, publicado por Gredos, dice precisamente que la violencia se da en la rivalidad y la competencia entre iguales o que por tales se tienen.
Que la violencia - y el sexo - ocupan un lugar predominante en la cinematografía contemporánea es cosa fuera de toda duda, y precisamente por eso el Coloquio de Graz tuvo por tema el Cine y la Modernidad. Para poder discutir con conocimiento de causa se proyectaron unas películas hechas por auténticos “virtuosos” - valga la expresión - del sexo y la violencia. El que suscribe concurrió como aquel que dice con la escopeta cargada, es decir, con una ponencia sobre el cine moderno y la crisis de los valores humanos en la que en esencia se venía a decir que el cine que ahora tenemos que soportar es consecuencia del cambio social sufrido por Occidente a partir de los años 60, en cuya virtud los valores humanos han sido sustituidos por los derechos humanos. A título de ejemplo, baste indicar que el libertinaje sexual ya no es un pecado, sino un “derecho humano”. Lo mismo cabe decir de la violencia, cuyo monopolio recupera el hampa de manos de un Estado inerme y una sociedad permisiva. Títulos como Pulp fiction, The bad lieutenant, King of New York, Underground ejemplifican esa orgía de celuloide que sus partidarios justifican con la moralina de la Modernidad. La utilización por Ferrara o Kusturica de símbolos cristianos y objetos de culto en sus cintas aberrantes puede que obedezca a fines piadosos, pero los resultados son blasfemos y obscenos. En el cine lo que cuenta son las imágenes que se presentan, no los presuntos buenos propósitos del presentador. Naturalmente no fui yo el único que en Graz no se mordió la lengua, y entre los demás reaccionarios - o reactivos - destacó el pastor metodista y miembro del Instituto de Estudios Estratégicos de la Universidad de Stanford, Robert Hamerton-Kelly quien no dejó pasar sin calificar ninguna de las imágenes sacrílegas, junto a las cuales las de Buñuel son cromos piadosos, ante las que ponen los ojos en blanco muchos católicos europeos.
Los católicos europeos, y a su cabeza los germánicos, deben de considerarse reos o cómplices de dos cosas: la Inquisición y el Holocausto, y todo lo que hacen y dicen está condicionado por cierta mala conciencia, de suerte que la paja en el ojo propio les impide ver la viga en el ajeno. Lo de la paja y la viga no lo digo a humo de pajas, pues tanto la Inquisición como el Holocausto, sea cual fuere el veredicto de la Historia, son formas de violencia sacrificial que pertenecen al pasado y ante las que por lo visto carecen de importancia las violencias del presente. Estas violencias que el Cine no escatima hoy en día se justifican según sus autores con las violencias que ocurren en la vida real y que ellos no hacen más que denunciar. La “denuncia” suele ser la moralina que encubre el placer morboso de la contemplación del mal; es uno de esos tópicos de la Modernidad de los que, desde Sade hasta Wilhelm Reich pasando por Sacher-Masoch, se ha hecho un uso abusivo. Ese tópico desgastado con el uso, vale menos como acusación que como pretexto y estímulo en una sociedad en la que, en el mejor de los casos, se da al Bien y al Mal igualdad de oportunidades. De hecho, una de las películas proyectadas y defendidas y justificadas por su autor con argumentos de la la laya antedicha, Funny games, del austríaco Haneke, ha inspirado ya jueguecitos criminales como los que con un refinamiento sádico se describen en la película. Los partidarios de este tipo de cine se defienden alegando que estas películas no están concebidas para grandes públicos, sino para los “intelectuales”, que constituyen un público minoritario y selecto. Da la casualidad de que, en nuestra sociedad sin clases, ser “intelectual” está al alcance de todo aquel que compre determinada prensa, escuche determinada música, vote a determinados partidos y profese las ideas de moda, y que es esa “intelectualidad”, que ha sustituído lo que Koestler llamaba the worship of the proletarian por the worship of the low-down, es decir, la veneración del proletariado por la veneración de la piltrafa humana, la que garantiza los millonarios éxitos de taquilla de las películas de Ferrara, Tarantino o Scorsese. Basta que estas masas encefálicas se enteren de que tal o cual película es un cult movie, para que acudan a contemplarla como acuden a los conciertos de rock, en "manadas numerosísimas".
Los aficionados a esta clase de cine insisten en distinguir entre estas películas “minoritarias” y las demás películas de violencia, sin mensaje subliminal o con mensaje incómodo, como las de Stallone o Schwarzenegger, con las que Hollywwod hace su agosto. Ya en su día, Pasolini reprobaba el tratamiento por cineastas comerciales de asuntos escabrosos, que sólo él por lo visto tenía bula para filmar. El caso es que este cine “refinado” es tan zafio como el otro, y su sutil mensaje ético va envuelto en un lenguaje soez hablado por personajes que son auténtica escoria social. Si hay alguna diferencia, está en los asuntos en los que se entra a saco y con los que se hacen mangas y capirotes. Un crítico de cine, al comentar el Hamlet de Branagh, se refiere, no sé si con elogio, al hecho de que éste se haya “permitido licencias: la explicitación sexual de los amores de Hamlet y Ofelia”, y desde luego señala su preferencia por escenas tales como la de la carnicería final, “una especie de holocausto de todos los personajes, con la sangre derramada sobre el barroco y fastuoso marco. . .” Yo he tenido que soportar en la Volksoper de Viena una Così fan tutte con doble adulterio “explicitado” en sendas camas. A esta mentalidad hay que atribuir el notorio deterioro, por ejemplo, del Festival de Salzburgo y de la Bienal de Venecia.
Aun dando por buena la afirmación de que esa manera de entender el arte es la que mejor se ajusta a una sociedad violenta y libertina, hay que decir que esta sociedad es violenta y libertina por la sencilla razón de que, en nombre del “progresismo”, ha retrocedido a una barbarie precristiana. Los ritos sacrificiales de la Modernidad neopagana, de la Modernidad de la “muerte de Dios”, son ritos dionisíacos puros y duros, dignos de la pompeyana Villa de los Misterios. Con razón se pudo decir en Graz que el cine proyectado en el Coloquio era la expresión artística del triunfo de Dionisos sobre el Crucificado.
La sombra de Nietzsche se proyecta, querámoslo o no, sobre nuestra época y nos ayuda a entenderla. Ya nos ha hecho hablar de la muerte de Dios y del triunfo de Dionisos, como antes nos sopló lo de la moralina, palabra que cobra relieve si la unimos a otro concepto de Nietzsche, que es la Modernidad. La moralina de la Modernidad es la llamada “corrección política”. La “corrección política” es el manto de respetabilidad de nuestra sociedad neopagana. El paganismo de la Modernidad supone, repito, un retroceso a los ritos sacrificiales de las sociedades primitivas y, en el campo del monoteísmo bíblico, un retroceso del Mesías que expía y perdona a un Yahvé que no olvida nunca y castiga implacable a los enemigos del “pueblo elegido”. Da la casualidad de que la “corrección política”, aliada al terrorismo cultural, permite o fomenta el sacrilegio y la blasfemia, siempre que el objetivo sea el cristianismo. Hace unos años, unos amigos judíos de Filadelfia me comentaban indignados la prohibición en Nueva York de una exposición y la decisión del Congreso de suprimir toda subvención federal para cierto tipo de arte. En esa exposición había, entre otras cosas, un crucifijo en un bote de cristal lleno de orines. Yo me pregunto cuál habría sido la reacción de mis amigos judíos si en ese bote, en lugar de un crucifijo, el “artista” hubiera metido una reliquia del Holocausto. En el encuentro de Graz hubo quien, después de demostrar con estadísticas la nefasta influencia de la violencia cinematográfica y televisiva en los jóvenes y adolescentes de los ghettos, arremetió contra “la barbarie cultural cristiana” que reacciona contra esa violencia con algo más contundente que con vigilias laicas o lacitos de tal o cual color. Las reacciones contundentes sólo están autorizadas por lo visto para los “teólogos de la liberación”, que encienden una vela a Ghandi y otra al Che Guevara. También Dionisos tiene agentes infiltrados, compañeros de viaje y tontos útiles.
Yo resumiría la estética del Cine de la Modernidad con una frase castiza de la imaginería religiosa española: A mal Cristo, mucha sangre. De las películas que se nos infligieron en Graz, la única que resistí hasta el final, fue Dead man walking (Pena de muerte), que contra lo que se diga por ahí no es una película contra la pena de muerte, sino sobre la pena de muerte, hecha con toda la honradez compatible con el mal gusto del tema. De las demás, me salí apenas iniciada la proyección, pues, como ya avisaba en mi ponencia, yo no soy masoquista. Pulp fiction era una de ellas, y a los pocos minutos de estar aguantando a aquel par de chulánganos, tomé el portante, pues me parecía un pecado malgastar de aquel modo una gloriosa mañana de junio. Tomé el tranvía y me fui a callejear por la bella ciudad barroca a caballo sobre el Mur; entré en una librería y vi un libro de Botho Strauss, lo abrí al azar y pude leer: “No pude evitar una sensación de instintivo rechazo cuando vi el horrible film Pulp fiction, cuyas cualidades cinematográficas me hacían aun más repulsivo.” En la contracubierta de ese libro se reproduce uno de los aforismos que contiene y que puede ser también un juicio resumido del Cine de la Modernidad: “Cuánta anticipación del Infierno. Cuán poco regusto del Paraíso.”
El sábado, ya en Viena, el tráfico por el Ring quedó paralizado por la monstruosa manifestación del Día Mundial del Sodomita. Era el triunfo de Dionisos. La mascarada de la Modernidad.

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