Passus et crucifixus
Cuando Nietzsche decretó la muerte de Dios, escribía Maragall, no sin reservas, que "en un país moderno y civilizado no hay más allá". Poco moderna y poco civilizada debía de ser la Italia del Renacimiento para que Lorenzo el Magnífico dijera que todo el que no cree en la vida eterna es un muerto en vida. Nosotros estamos más cerca, cronológicamente por lo pronto, de la Barcelona de la Semana Trágica que de la Florencia del Renacimiento, y será por eso por lo que estamos tan orgullosos de nuestra modernidad y de nuestra civilización. Si Occidente no se creyera superior no habría instituciones como el Tribunal Penal Internacional, por ejemplo, ante el que han de comparecer todos cuantos infringen los mandamientos de la Modernidad. Ahora bien, sale un político y dice las mismas cosas que vienen diciendo Paz, Popper, Finkielkraut, Fukuyama y otros, y todos sus congéneres a una se rasgan las togas pretextas. Todo buen progresista mira, en el mejor de los casos, por encima del hombro a todos aquellos que aún creen en el más allá. Entre los méritos que exhibe el Tribunal Constitucional alemán al conmemorar su medio de siglo de existencia están el de haber legalizado el aborto y hecho retirar el crucifijo de las escuelas. Decía Baroja que no le perdonaba a Truman que hubiera tirado la bomba atómica en Nagasaki pudiéndola haber tirado en Pamplona. Tampoco yo le perdono al suizo Laibacher que hiciera en Zug – ametrallar al concejo municipal en pleno - lo que podía muy bien haber hecho en Karlsruhe.
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