A raíz del estrago de Atocha, marzo de 2004
Idus de marzo
El sábado 13 de marzo se produjeron en Madrid dos golpes de Estado, uno presunto y otro efectivo. Los que dieron el efectivo, pues no otra cosa fue la movilización callejera y radiofónica con que se quebrantó la “jornada de reflexión” previa a los comicios, levantaron el rumor de que el Gobierno se proponía dejar éstos en suspenso. El portavoz del rumor llevó a cabo su cometido durante la presentación de una película en la que, curiosamente, acusaba al clero de un vicio o una tara que en él y en otros como él en cambio es motivo de orgullo. Es la táctica del ladrón que es el primero en gritar “¡al ladrón!”, aplicada indistintamente a la corrupción de menores o al golpe de Estado. Este golpe de Estado era a mi juicio tan superfluo como el célebre de febrero de 1981, atribuido a Tejero por los mismos que lo urdieron, pues aun sin él es harto probable, a lo que dicen, que se hubiera producido el cambio, cosa perfectamente normal en una democracia parlamentaria.
El estrago de Atocha hay que inscribirlo a la fuerza en la campaña electoral, y su explotación política por ciertos medios de manipulación, o de confusión, como dice Marías, fue decisiva. Hay precedentes. En mi libro Crónicas anacrónicas (Barcelona, 2004) decía yo lo siguiente, y disimulen la autocita: “Cinco minutos antes de concluir legalmente la campaña electoral vasca celebraron los separatistas su último comicio, haciendo explotar un coche bomba en Madrid. Este elocuente y contundente discurso contenía amplia materia de reflexión para el día siguiente…” Para que no hubiera dudas, el peliculero de marras remachó que habían hecho falta doscientos muertos para que él y sus amigos recuperasen la democracia secuestrada por sus enemigos. La sangre, pues, de esas víctimas y su indecente explotación manchan un triunfo que pudo ser obtenido con limpieza. Esa mancha sólo puede lavarse de una manera, y es que, en la sesión de investidura, los dos grandes partidos nacionales – el ganador y el perdedor – olviden sus diferencias y hagan causa común contra los que no recatan su propósito de hacer añicos la unidad de España. De lo contrario, nadie va a poner en duda que el partido gobernante no vaya a ser rehén de quienes, en España y fuera de España, de modo tan criminal le ayudaron a ganar las elecciones.
El sábado 13 de marzo se produjeron en Madrid dos golpes de Estado, uno presunto y otro efectivo. Los que dieron el efectivo, pues no otra cosa fue la movilización callejera y radiofónica con que se quebrantó la “jornada de reflexión” previa a los comicios, levantaron el rumor de que el Gobierno se proponía dejar éstos en suspenso. El portavoz del rumor llevó a cabo su cometido durante la presentación de una película en la que, curiosamente, acusaba al clero de un vicio o una tara que en él y en otros como él en cambio es motivo de orgullo. Es la táctica del ladrón que es el primero en gritar “¡al ladrón!”, aplicada indistintamente a la corrupción de menores o al golpe de Estado. Este golpe de Estado era a mi juicio tan superfluo como el célebre de febrero de 1981, atribuido a Tejero por los mismos que lo urdieron, pues aun sin él es harto probable, a lo que dicen, que se hubiera producido el cambio, cosa perfectamente normal en una democracia parlamentaria.
El estrago de Atocha hay que inscribirlo a la fuerza en la campaña electoral, y su explotación política por ciertos medios de manipulación, o de confusión, como dice Marías, fue decisiva. Hay precedentes. En mi libro Crónicas anacrónicas (Barcelona, 2004) decía yo lo siguiente, y disimulen la autocita: “Cinco minutos antes de concluir legalmente la campaña electoral vasca celebraron los separatistas su último comicio, haciendo explotar un coche bomba en Madrid. Este elocuente y contundente discurso contenía amplia materia de reflexión para el día siguiente…” Para que no hubiera dudas, el peliculero de marras remachó que habían hecho falta doscientos muertos para que él y sus amigos recuperasen la democracia secuestrada por sus enemigos. La sangre, pues, de esas víctimas y su indecente explotación manchan un triunfo que pudo ser obtenido con limpieza. Esa mancha sólo puede lavarse de una manera, y es que, en la sesión de investidura, los dos grandes partidos nacionales – el ganador y el perdedor – olviden sus diferencias y hagan causa común contra los que no recatan su propósito de hacer añicos la unidad de España. De lo contrario, nadie va a poner en duda que el partido gobernante no vaya a ser rehén de quienes, en España y fuera de España, de modo tan criminal le ayudaron a ganar las elecciones.
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