Las plumas y las bombas
Las plumas y las bombas
En la presentación de un libro sobre La Falange teórica se dijeron, a juzgar por las reseñas, algunas tonterías, la más gorda de todas que “España debió volverse loca si un loco tuvo tanto carisma”. No sé si el presentador se refería a José Antonio Primo de Rivera o a Dionisio Ridruejo, sobre quien al parecer trataba el libro. Dionisio era un hombre muy generoso que acogía bien a todo el que se le acercaba, y esa generosidad suele tener malas consecuencias porque, al faltar él, todos los que llegaron a tratarlo lo recuerdan, lo recordamos, a la luz de las propias luces, algunas no muy brillantes. Si eso pasó con el propio José Antonio, nada más natural que pasara con Dionisio. Yo no voy a repetir lo que ya escribí en su día sobre Dionisio, tanto en prosa como en verso, por no hablar de las cartas que le mandé, que fueron algunas, o de las conversaciones, que fueron bastantes. Cuando publicó Escrito en España, en Argentina si mal no recuerdo, me decía en Madrid que con aquel libro pretendía algo así como echarle un pulso al régimen. El régimen podía impedir la publicación de un libro, pero no su difusión, y de la difusión de escritos como el de Ridruejo fuimos muchos los que nos ocupamos por activa o por pasiva. Lo que Ridruejo pretendía con aquellos escritos tan inofensivos era lo mismo que otros buscaban con la acción directa. Uno que fue cocinero antes que fraile, Pío Moa, no tiene empacho en confesar que el propósito de él y sus amigos era que el régimen que blasonaba de paternalista no tuviera más remedio que mostrarse represivo. Hay que decir que éstos consiguieron lo que no consiguió Ridruejo ni conseguimos los que le seguíamos, aunque fuera a distancia. El régimen que templaba gaitas con la disidencia teórica no se anduvo con contemplaciones a la hora de hacer frente a la subversión práctica y procuró dar al terrorismo su merecido, aunque sólo fuera por asegurar la libertad y la seguridad de los que no estaban por la labor, que eran la inmensa mayoría de la nación. En aquellas calendas, yo ejercía la disidencia desde la barrera, es decir, desde Ginebra, como por otra parte mi compadre Valente (llevé a la pila a una hija suya en representación de Vicente Aleixandre), y desde allá escribíamos versos mortíferos que publicábamos en “el interior” sin mayores dificultades. Unos eran más mortíferos que otros, desde luego, y cuando a Valente le publicaron los de la Revista de Occidente su libro La memoria y los signos, incluyó en él una elegía al poeta brigadista John Cornford que no le gustó a Robles Piquer, entonces al frente de la Censura, aunque no la prohibió, y una especie de sátira de la no violencia que no le pareció bien a Aleixandre que vivía en Madrid ni tampoco a mí y eso que vivía en Ginebra.
Con tiempo y democracia el terrorismo lograría en “el interior” la respetabilidad de que ya gozaba en las naciones “civilizadas” y la Historia les daría la razón a los poetas que habían procurado hacer con sus plumas lo que los terroristas con sus bombas. Nada más lógico pues que en una España así, en una España de valores invertidos, se permita un currinche del estado mayor de la envidia – Ortega dixit – tratar de loco a Dionisio o a José Antonio, qué más da.
En vísperas de una Feria del Libro, me llamaron de un diario sevillano para que recomendara un título cualquiera y, sin pensarlo dos veces, recomendé Canciones, del poeta jerezano José Mateos. Me dijeron que ése ya lo habían recomendado otros y repliqué que el mío era un voto más a su favor. No valió mi argumento, pues preferían que cada entrevistado recomendara un libro distinto. “Pues entonces voy a recomendar un libro que con toda seguridad nadie ha recomendado: las Obras completas de José Antonio Primo de Rivera”. – “Sí, desde luego que nadie ha recomendado ese título, y ¿nos puede decir en pocas palabras los motivos de su recomendación?” – “Pues porque su lectura haría mucho bien por la salud moral de un país que está muy necesitado de ella, y porque en ella aprenderían los españoles de hoy algo que no se encuentra por ninguna parte, a saber: limpieza de prosa y claridad de ideas.”
Por los mismos días me encontré con un ingenuo que me preguntó si se celebraría con carácter oficial el próximo centenario del nacimiento de José Antonio. José Antonio dio la vida por una España que conciliara la justicia social con el sentimiento nacional, y no tengo la impresión de que estén bien vistas esas cosas por unos políticos de ideas turbias y unos folicularios que, en la feria y fuera de ella, confunden la prosa con la broza.
En la presentación de un libro sobre La Falange teórica se dijeron, a juzgar por las reseñas, algunas tonterías, la más gorda de todas que “España debió volverse loca si un loco tuvo tanto carisma”. No sé si el presentador se refería a José Antonio Primo de Rivera o a Dionisio Ridruejo, sobre quien al parecer trataba el libro. Dionisio era un hombre muy generoso que acogía bien a todo el que se le acercaba, y esa generosidad suele tener malas consecuencias porque, al faltar él, todos los que llegaron a tratarlo lo recuerdan, lo recordamos, a la luz de las propias luces, algunas no muy brillantes. Si eso pasó con el propio José Antonio, nada más natural que pasara con Dionisio. Yo no voy a repetir lo que ya escribí en su día sobre Dionisio, tanto en prosa como en verso, por no hablar de las cartas que le mandé, que fueron algunas, o de las conversaciones, que fueron bastantes. Cuando publicó Escrito en España, en Argentina si mal no recuerdo, me decía en Madrid que con aquel libro pretendía algo así como echarle un pulso al régimen. El régimen podía impedir la publicación de un libro, pero no su difusión, y de la difusión de escritos como el de Ridruejo fuimos muchos los que nos ocupamos por activa o por pasiva. Lo que Ridruejo pretendía con aquellos escritos tan inofensivos era lo mismo que otros buscaban con la acción directa. Uno que fue cocinero antes que fraile, Pío Moa, no tiene empacho en confesar que el propósito de él y sus amigos era que el régimen que blasonaba de paternalista no tuviera más remedio que mostrarse represivo. Hay que decir que éstos consiguieron lo que no consiguió Ridruejo ni conseguimos los que le seguíamos, aunque fuera a distancia. El régimen que templaba gaitas con la disidencia teórica no se anduvo con contemplaciones a la hora de hacer frente a la subversión práctica y procuró dar al terrorismo su merecido, aunque sólo fuera por asegurar la libertad y la seguridad de los que no estaban por la labor, que eran la inmensa mayoría de la nación. En aquellas calendas, yo ejercía la disidencia desde la barrera, es decir, desde Ginebra, como por otra parte mi compadre Valente (llevé a la pila a una hija suya en representación de Vicente Aleixandre), y desde allá escribíamos versos mortíferos que publicábamos en “el interior” sin mayores dificultades. Unos eran más mortíferos que otros, desde luego, y cuando a Valente le publicaron los de la Revista de Occidente su libro La memoria y los signos, incluyó en él una elegía al poeta brigadista John Cornford que no le gustó a Robles Piquer, entonces al frente de la Censura, aunque no la prohibió, y una especie de sátira de la no violencia que no le pareció bien a Aleixandre que vivía en Madrid ni tampoco a mí y eso que vivía en Ginebra.
Con tiempo y democracia el terrorismo lograría en “el interior” la respetabilidad de que ya gozaba en las naciones “civilizadas” y la Historia les daría la razón a los poetas que habían procurado hacer con sus plumas lo que los terroristas con sus bombas. Nada más lógico pues que en una España así, en una España de valores invertidos, se permita un currinche del estado mayor de la envidia – Ortega dixit – tratar de loco a Dionisio o a José Antonio, qué más da.
En vísperas de una Feria del Libro, me llamaron de un diario sevillano para que recomendara un título cualquiera y, sin pensarlo dos veces, recomendé Canciones, del poeta jerezano José Mateos. Me dijeron que ése ya lo habían recomendado otros y repliqué que el mío era un voto más a su favor. No valió mi argumento, pues preferían que cada entrevistado recomendara un libro distinto. “Pues entonces voy a recomendar un libro que con toda seguridad nadie ha recomendado: las Obras completas de José Antonio Primo de Rivera”. – “Sí, desde luego que nadie ha recomendado ese título, y ¿nos puede decir en pocas palabras los motivos de su recomendación?” – “Pues porque su lectura haría mucho bien por la salud moral de un país que está muy necesitado de ella, y porque en ella aprenderían los españoles de hoy algo que no se encuentra por ninguna parte, a saber: limpieza de prosa y claridad de ideas.”
Por los mismos días me encontré con un ingenuo que me preguntó si se celebraría con carácter oficial el próximo centenario del nacimiento de José Antonio. José Antonio dio la vida por una España que conciliara la justicia social con el sentimiento nacional, y no tengo la impresión de que estén bien vistas esas cosas por unos políticos de ideas turbias y unos folicularios que, en la feria y fuera de ella, confunden la prosa con la broza.
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