Crónicas del Puerto (Luis Suárez Avila)
LAS VERGARA
Asunta y Carmen Vergara y Górdon eran dos "señoritas prolongadas". Quiero decir que eran solteras y murieron solteras. Pertenecieron a una rancia familia bodeguera y habían sido educadas en Londres, por lo que sabían inglés, y en París, en el Sacre Coeur, por lo que conocían y hablaban el francés a la perfección. Murieron, bastante mayores, en los primeros años de la década de los 60, en el Palacio de Purullena, donde eran las administradoras, cuidadas por su fiel servidora María y rodeadas de casi una centena de gatos. Pero antes, desde principios del siglo XX, mi abuelo Juan les había alquilado la casa de la calle San Juan, 21, colindante con la nuestra, y allí vivieron hasta, por lo menos, 1958. La casa estaba decorada y amueblada no sólo con gusto, sino con verdaderas piezas de museo, que habían venido heredando, generación tras generación. Las Vergara, sobre todo Asunta, conservaban cierto hábito, de su permanencia en París, que les impedía pronunciar la "erre", por lo que decían "ejje". Y no era frenillo, sino signo de distinción. Así que nosotros, con seis o siete años, nos asomábamos a una de las rejas que daban al jardín de mi casa, las llamábamos y con una lata de pimientos morrones que habíamos sacado, provisional y clandestinamente, de la despensa, les preguntábamos, diabólicos, que qué es lo que decía en la etiqueta, porque no sabíamos leer. Ellas, complacientes, la leían: "Pimientos Mojjones". Y nosotros nos solazábamos, pícaros y malintencionados, de nuestra travesura.
Las Vergara, en la calle San Juan, solamente tenían un gato, "Puchi", de Angora, que mimaban como a la niña de sus ojos, y cultivaban unos claveles reventones, con olor, en macetas y tiestos, en los pretiles de la azotea, que hicieron época y fueron famosos en todo El Puerto. Y es que María, la fiel sirvienta, a poco que pasara por la calle un caballo o una recua de burros, estaba al liquindoi y, en cuanto estercolaban, recogía en una lata el producto de las entrañas de los semovientes, para abonar los claveles.
Las Vergara tenían Carta de Hermandad con la Compañía de Jesús y, como casi siempre estaban postradas en cama, sobre todo Carmen, los jesuitas les llevaban la Comunión cada dos por tres.
Mi madre, que dicho sea de paso, era gran devota de la Virgen y del Santísimo Sacramento --lo que nos inculcaba--, cada vez que traían la Comunión a las Vergara, nos colocaba, a mis primos, a nosotros y a nuestros amigos, desde la casapuerta de casa de las Vergara, cruzando el patio, hasta el dormitorio, a cada uno con una campanilla y una palmatoria encendida. Ella, al piano, en el patio, cuando entraba el sacerdote con el Santísimo, tocaba la Marcha Real. Y es que esos detalles de urbanidad y cortesía con el Santísimo Sacramento se han perdido. Porque, de toda la vida de Dios, el Santísimo Sacramento ha sido Su Divina Majestad. Y al Rey, todo honor y toda gloria y, por supuesto, Marcha Real.
Luis Suárez Avila
Asunta y Carmen Vergara y Górdon eran dos "señoritas prolongadas". Quiero decir que eran solteras y murieron solteras. Pertenecieron a una rancia familia bodeguera y habían sido educadas en Londres, por lo que sabían inglés, y en París, en el Sacre Coeur, por lo que conocían y hablaban el francés a la perfección. Murieron, bastante mayores, en los primeros años de la década de los 60, en el Palacio de Purullena, donde eran las administradoras, cuidadas por su fiel servidora María y rodeadas de casi una centena de gatos. Pero antes, desde principios del siglo XX, mi abuelo Juan les había alquilado la casa de la calle San Juan, 21, colindante con la nuestra, y allí vivieron hasta, por lo menos, 1958. La casa estaba decorada y amueblada no sólo con gusto, sino con verdaderas piezas de museo, que habían venido heredando, generación tras generación. Las Vergara, sobre todo Asunta, conservaban cierto hábito, de su permanencia en París, que les impedía pronunciar la "erre", por lo que decían "ejje". Y no era frenillo, sino signo de distinción. Así que nosotros, con seis o siete años, nos asomábamos a una de las rejas que daban al jardín de mi casa, las llamábamos y con una lata de pimientos morrones que habíamos sacado, provisional y clandestinamente, de la despensa, les preguntábamos, diabólicos, que qué es lo que decía en la etiqueta, porque no sabíamos leer. Ellas, complacientes, la leían: "Pimientos Mojjones". Y nosotros nos solazábamos, pícaros y malintencionados, de nuestra travesura.
Las Vergara, en la calle San Juan, solamente tenían un gato, "Puchi", de Angora, que mimaban como a la niña de sus ojos, y cultivaban unos claveles reventones, con olor, en macetas y tiestos, en los pretiles de la azotea, que hicieron época y fueron famosos en todo El Puerto. Y es que María, la fiel sirvienta, a poco que pasara por la calle un caballo o una recua de burros, estaba al liquindoi y, en cuanto estercolaban, recogía en una lata el producto de las entrañas de los semovientes, para abonar los claveles.
Las Vergara tenían Carta de Hermandad con la Compañía de Jesús y, como casi siempre estaban postradas en cama, sobre todo Carmen, los jesuitas les llevaban la Comunión cada dos por tres.
Mi madre, que dicho sea de paso, era gran devota de la Virgen y del Santísimo Sacramento --lo que nos inculcaba--, cada vez que traían la Comunión a las Vergara, nos colocaba, a mis primos, a nosotros y a nuestros amigos, desde la casapuerta de casa de las Vergara, cruzando el patio, hasta el dormitorio, a cada uno con una campanilla y una palmatoria encendida. Ella, al piano, en el patio, cuando entraba el sacerdote con el Santísimo, tocaba la Marcha Real. Y es que esos detalles de urbanidad y cortesía con el Santísimo Sacramento se han perdido. Porque, de toda la vida de Dios, el Santísimo Sacramento ha sido Su Divina Majestad. Y al Rey, todo honor y toda gloria y, por supuesto, Marcha Real.
Luis Suárez Avila
Comentarios
Publicar un comentario