Discurso de la Torre de los Lujanes


                                         Un estilo aristocrático
    Fue en Gijón donde por vez primera tuve noticia literaria de Sarah Alvarez de Miranda.  José Luis Martínez, presidente del Ateneo Jovellanos, donde yo iba a leer una conferencia, me obsequió con un libro que él sabía que me iba a interesar a la fuerza, ya que su asunto lo había rozado yo en una obra reciente.  Su lectura de un tirón en el autobús del Alsa que me llevaba a Madrid me resultó tan apasionante que no perdí un minuto en dedicarle un comentario ni en tratar de ponerme al habla con su autora, por la que sentía una sincera admiración.  Esa admiración iría a más y no tenía nada de gratuita, como podrá comprobar el que se asome a las páginas de Los pasos del sueño, libro de relatos que nos llega por La Valija Diplomática. 
    Para figurar en esta colección, ya prestigiosa, no bastan los méritos literarios, que en el caso de Sarah no son pocos, sino que por activa o por pasiva hay que estar vinculado a la Carrera Diplomática.  Sarah lo estuvo en grado íntimo, como esposa que fue del embajador José Antonio Varela Dafonte.  José Antonio Varela es autor de un libro de memorias titulado A mi manera.  Aunque ese título haga pensar en Frank Sinatra, lo que en él se cuenta, en prosa de gran estilo, no tiene nada que ver con The Voice ni con nada que se le parezca. Es el informe profesional y el relato autobiográfico de un hombre que se tomó en serio su profesión en una época en que España se tomaba en serio.  Varela Dafonte supo combinar sus curiosidades antropológicas con las misiones que se le encomendaron, de alto riesgo algunas de ellas, como la del rescate de unas monjas en el Congo, durante la que tuvo incluso que saltar en paracaídas.  El libro de Varela es un ameno testimonio de cómo funcionaba nuestra diplomacia en una época que los actuales medios de confusión, como les llamaba Julián Marías, se complacen en denigrar por sistema.  Si algún día, como espero, España vuelve a cobrar conciencia de sí misma, yo recomendaría vivamente la lectura de este libro a los alumnos de la Escuela Diplomática.
    El pensador italiano Elémire Zolla tiene un libro llamado Storia del fantasticare, que el argentino Héctor A. Murena tradujo a nuestra lengua con el título de Historia de la imaginación morbosa.  Esa “imaginación morbosa” es según Zolla la filosofía de las vanguardias artísticas y literarias que, a lo largo del último siglo, colaboran o compiten con  las vanguardias políticas y morales en una orgía de aniquilamiento de la civilización y de la especie.  Por limitarnos a la esfera literaria, esa filosofía, siempre según Zolla, alcanzaría su apoteosis en James Joyce, y su método general de aplicación, desde los románticos hasta los surrealistas, sería una confusión y un intercambio del sueño y la vigilia.  No se me interprete mal por tanto si observo una cierta morbosidad en la imaginación de Sarah Alvarez de Miranda.  Tampoco si, en sus juicios morales, destaco sus ataques a la hipocresía burguesa desde las posiciones de un cinismo aristocrático. Si la hipocresía, como decía La Rochefoucauld, es el homenaje que el vicio rinde a la virtud, el cinismo, digo yo, es el homenaje que la virtud rinde al vicio.  El arte de vanguardia tiene de cínico todo lo que el arte burgués pudiera tener de hipócrita, y el artista de vanguardia se sitúa por encima o al margen, según sus posibilidades, de la zona templada de la “moral burguesa”.  Más por encima que al margen están los personajes femeninos más logrados de Sarah Alvarez de Miranda: niñas bien que en tiempos de penuria no carecen de nada y tienen acceso a placeres e infracciones que eran privilegio exclusivo de las clases altas y hoy, gracias a la democracia consumista, están al alcance de las masas proletarias.
    Ahora bien, hay otra cualidad de los trasuntos literarios de Sarah que es la inteligencia, y esa inteligencia no sólo las salva de caer en frivolidades, sino que las hace destacar en su círculo de privilegiados y les permite el lujo de desafiar el paso del tiempo.  Después de referirse a Baudelaire, cuyo ideal era morir del cólera en Calcuta, o a Rimbaud, que confesaba haber jugado con la demencia y lo fantástico como Mitrídates con los venenos,  Zolla nos recuerda que aún subsistían artes y oficios, y que “el estilo era todavía una salvación, la caza de la palabra justa una oración que dispersaba a la legión de los demonios…”    A Sarah Alvarez de Miranda le son enteramente aplicables estos juicios, y es que su estilo, aparte de ser un elixir de eterna juventud, obra el milagro de que las historias que cuenta, por escabrosas y decadentes que sean algunas, se lean con un infinito placer.  La prosa de Sarah no tiene ni una arruga y en ella nos llega, tersa y cálida, la voz de su autora, ante cuya seducción es muy difícil no sucumbir. Pero es que además esa prosa está al servicio de una sabiduría narrativa que hace de sus relatos, entre ellos algunos apuntes del natural, auténticas obras de arte en las que el desenlace, y ahí está el morbo de su imaginación, es sorprendente e imprevisible. 
    No voy a hacerle yo a Sarah la faena que me hizo a mí un periodista sevillano a quien cometí la imprudencia de pedirle que me presentara una novela, y que me la reventó contando con su torpe palabra su argumento y revelando un desenlace insospechado para el lector.  Más de un asistente a aquel acto me dijo claramente que para qué iba a leer el libro si ya se lo habían contado. Espero no incurrir en lo mismo que censuro, porque lo cierto es que cuando se empieza a leer cualquiera de los relatos de este libro, la atención queda cautiva de un misterio, de un enigma, de un escenario, de una aventura en la que no hay ni pistas ni indicios que delaten el desenlace.   Es  más, esas pistas y esos indicios se deducen a posteriori muchas veces de una sola frase que es, en su laconismo, más elocuente que la aclaración más pormenorizada.   Y es que esa frase es cifra, más que de un desenlace, de un nudo en el que quedan atados y bien atados todos los hilos de la trama, todos los cabos sueltos de la acción. Hoy que la Historia de España ha degenerado en novela negra, pienso que ciertos sumarios serían menos tenebrosos si los hubiera redactado Sarah Alvarez de Miranda.
    La reciente reedición de El Guirigay nacional, del Marqués de Tamarón, dio pie a un comentarista, el poeta portuense Enrique García-Máiquez, para recomendar la obra a sus lectores del Diario de Jerez que de este modo podrían codearse con la aristocracia, es decir, con la élite de gente que lee, a la que por cierto dedicaba su obra nada menos que Juan Ramón Jiménez.  “Ponga un marqués en su vida”, decía con humor García-Máiquez, y es que el marqués de Tamarón es uno de esos happy few que están al margen y por encima de nuestro chabacano establishment literario. “El estilo es el hombre”, se dijo siempre desde tiempos del naturalista Buffon.  Pero hay mujeres que, en punto a estilo, a buen estilo, pueden dar lecciones a muchos hombres, y entre ellas está, con tres obras ya en su haber, Sarah Alvarez de Miranda, cuya prosa se caracteriza precisamente por esa cualidad que llamó “aristocracia de estilo” alguien cuya memoria y cuyo ejemplo están muy vivos entre los happy few que en esta tierra de garbanzos conservamos la verticalidad. 

Comentarios

  1. Pues tomo nota de la recomendación. Ni idea de la tal Sarah (Yo tengo una alumna que escribe "Shara": esnobismo pueblerino).

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  2. Muchas gracias por la recomendación y por la cita.

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