Honoris Causa por la Universidad Inca Garcilaso de la Vega, de Lima




Mi cursus honorum universitario apenas difiere del que en mis tiempos juveniles seguía la inmensa mayoría de jóvenes bachilleres tanto en España como en Hispanoamérica, es decir, el de la carrera de Derecho. Y es que para llegar a ser algo de provecho era imprescindible tener un título universitario, una licenciatura como mínimo, y la que tenía más "salidas", la que abría más puertas, era la licenciatura en Leyes.  En una Universidad de provincias como la de Sevilla, la mayoría de las facultades se hallaban en el mismo edificio, en nuestro caso el de los Estudios generales de la Compañía de Jesús desde los tiempos de la Desamortización.  El viejo caserón de la calle Laraña, anejo a la iglesia de la Anunciación, en cuya cripta reposan algunos sevillanos ilustres, como Gustavo Adolfo Bécquer y su hermano Valeriano, lo compartía la Facultad de Derecho con la de Física y Química y la de Filosofía y Letras, que me atraía bastante, aunque sólo fuera por lo bien que el bello sexo estaba representado en ella.  Por otra parte, nosotros vivíamos entre el Museo de Bellas Artes y la Universidad y a dos pasos de la flamante Escuela de Estudios Hispanoamericanos.  Al finalizar mi segundo curso en Derecho, recibí mi primera beca, que me permitió asistir a la también flamante Universidad de Verano de la Rábida, lo cual quiere decir que desde muy pronto estuve rodeado de universitarios de Hispanoamérica y de un ambiente que propició entre otras cosas la fundación de una revista de poesía que duró al menos tantos números como letras tenía el título: la revista ALJIBE .         Desde aquel momento quedaba trazado mi destino, entre poeta de Aljibe y abogado de secano. En esa ruta perseveré con varia fortuna hasta licenciarme y matricularme en los cursos de doctorado, en los que obtuve la única matrícula de honor de toda la carrera por un trabajo de Derecho Político sobre el Poder en el Teatro Clásico, tema que me fue sugerido por un joven profesor auxiliar de la Facultad. 
Lo cierto es que lo que a mí me interesaba en las Leyes era, dicho con palabras insignes, más el espíritu que la letra, y la licenciatura en sí la contemplaba menos como un objetivo profesional que como un medio para ingresar en algún cuerpo del Estado que me permitiera viajar y hacer uso de los idiomas a los que  desde muy pronto tuve afición.  Puede que los siete años de latín del bachillerato de entonces, que cursé con bastante provecho, me facilitaran  un dominio bastante precoz de la lengua francesa y el interés por una lengua de gramática tan elemental como la inglesa.  Cuando llegué a la Universidad ya estaba bastante familiarizado con la literatura en esos idiomas, a la que cabría agregar la portuguesa que, aunque no tuviera ocasión ni necesidad de practicarla, me abría a una musicalidad que me fascinaba desde el Alfonso X o el Gil Vicente o el Camoens o el Eugenio de Castro de los libros de texto de la España de entonces.  La facilidad con la que los hispanoparlantes leemos el portugués y la facilidad con que los portugueses entienden el castellano me hizo descuidar su aprendizaje, pero no mi pasión por su literatura. A ello contribuyó el que un pintor sevillano me pusiera  en contacto con un amigo suyo portugués y el resultado fue que la primera vez que vi unos versos míos en letra impresa fue en un diario del Brasil que se llamaba O São João Jornal.
O São João Jornal era un periodiquito de provincias que duró poco, pero para mí fue mi primera incursión ultramarina en unas tierras de oro que llevaban más de cuatro siglos deslumbrando a los habitantes de la Península Ibérica.   La convivencia en La Rábida con maestros y condiscípulos de las Américas, mis bibliotecas universitarias preferidas, la de la Facultad de Letras y de la Escuela de Estudios Hispanoamericanos me familiarizaron con la poesía de Martín Adán, de Jorge Eduardo Eielson, de Emilio Adolfo Westphalen, de César Vallejo... En el banquete de homenaje que le dimos sus alumnos a un auxiliar  de  la cátedra de Administrativo cuando sacó cátedra, éste me escribió en el menú: "A A. D., que entiende  más de poesía que del Alcubilla"  (con referencia al Repertorio o Diccionario de este profesor).  Fue en cambio un catedrático, el de Lengua y Literatura, a cuyas clases iba de libre oyente, quien me habló de unas interesantes becas del British Council, de suerte que, apoyado por los catedráticos de Político y de Internacional y por otras personalidades que estaban al corriente de mis veleidades literarias, entre las que quiero destacar al entonces Director del Archivo de Indias, fui a parar a la Universidad de Cambridge, donde entre otras muchas actividades, redacté un trabajito, dirigido por el profesor Kurt Lipstein, con el que obtuve un Diploma en Estudios de Derecho Comparado.  Tuve allá muchos amigos entre los colegiales, y muy especial entre los de habla española entre los que no puedo menos que destacar a Roberto MacLean y Ugarteche, que también conocía a otro amigo peruano, el futuro historiador César Pacheco Vélez, que entonces estaba en Sevilla con otros compatriotas, como el futuro historiador  Miguel Maticorena.  El curso siguiente cometí el atolondramiento de aceptar una beca de la Southern Methodist University, de Dallas, Tejas, donde obtuve un LLM o sea Master of Laws. El choque cultural fue respetable, pero como no hay mal que por bien no venga, me encontré con un grupo de juristas hispanoamericanos entre los que hice excelentes amistades.  El grupo mío era más heterogéneo y no hablábamos español más que yo y un par de filipinos.  Entre los hispanos había un peruano, Alvaro Llona Bernal, argentinos, colombianos, venezolanos, mejicanos, panameños, etc. y hasta un brasileño.  Hubo una reunión de la Unión Interamericana de Abogados y a mí me tocó hacer de secretario de actas. Conocí a Greer Garson, que vivía en Tejas y era hermana del Attorney General del Canadá. De Chile vino don Arturo Alessandri con su hijo Arturito y la mujer de éste, guapísima y con un ramalazo de canas en el pelo castaño oscuro.  Un chileno, Juan Guillermo Matus, de la Escuela de Derecho de Valparaíso, al presentármelo, le dijo nada menos que había que darme la nacionalidad chilena por auto acordado de la Corte Suprema.
A mi regreso a Sevilla, terminé el servicio militar, interrumpido por mi marcha a Inglaterra, quedé finalista de un premio de poesía y por fin recalé en Alemania como profesor de lengua española en una academia particular y ya resuelto a dedicarme a las letras por completo.  Pero como de la poesía no estaba muy seguro que pudiera vivir, tuve la suerte de meterme en los servicios de traducción de los organismos especializados de las Naciones Unidas en Ginebra, cosa que conseguí gracias a la poesía, ya que el señor que me contrató, un ex diplomático español, era traductor de Coleridge y Saint-John Perse.  En este oficio, en el que me mantuve unos cuarenta años más o menos, tuve la fortuna de combinar lo útil con lo deleitoso, y cuanto más trabajo tenía, más ganas tenía de trabajar y no creo desde entonces haber perdido el tiempo del todo.  Con Ginebra primero y Roma después como punto de partida, fueron muchos los viajes que hice en comisión de servicio y muchos los colegas en la afanosa tarea de ganarnos la vida con lo que Nebrija llamó "la compañera del Imperio" y con la esperanza, en algunos casos realizada con creces de vivir de la pluma, como fue el de Cortázar, con quien coincidí mucho en Viena, en Ginebra, en Argelia y en la India, donde además conocí a Octavio Paz, al frente entonces de la Embajada de México. Otro escritor que viajó conmigo a la India fue el cubano Calvert Casey, a quien conocí Ginebra y que murió en Roma como el uruguayo Théo Verbrugge, cuando yo ya vivía en la Urbe.  También en la India y a través de Cortázar conocí a Fedor Ganz,  poeta en francés, memorialista en alemán, politólogo en español, hombre de muchos pasaportes del que el único auténtico tal vez fuera el peruano. El jefe del equipo en Argelia era otro peruano, Raúl Deustua, a quien ya conocía de Ginebra y gracias al cual pude leer en galeradas alguna novela como La casa verde que le mandaba de París, como todo lo que escribía y antes de darlo a la imprenta,  cierto joven compatriota que trabajaba en la radio francesa.  Todos formábamos una gran familia, por la sencilla razón de tener una misma lengua materna.  En una ocasión, un amigo medievalista dijo en una reunión académica que él estaba esperando que alguien le explicara qué era eso de "la Hispanidad". Yo le contesté que era una cosa gracias a la cual yo me ganaba la vida y, como yo, muchos hijos de las repúblicas de Ultramar a quienes siempre tuve por compatriotas.  De todos ellos merece una mención especial, aunque sólo sea por su reciente fallecimiento en París Luis Loayza, de quien tracé una semblanza a raíz de salir en España su último libro.
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No sé si entre los méritos reunidos para la concesión de un doctorado honoris causa cuentan más mis trabajos literarios que mis estudios jurídicos. Aquéllos me han ocupado toda la vida; éstos se reducen a mis años juveniles.  Sólo diré que mi gran preocupación fue en aquellos años la de no perder ni un solo día, lo cual no quita de que diera más de un paso en falso y más de un palo de ciego. Sin embargo, en esta disyuntiva entre las leyes y las letras, y entre las letras y las armas, quisiera concluir con algo que dije en la presentación el libro de una amiga latinista, a saber:  " Pierre Grimal se maravilla de que en el lapso de unos siglos, la lengua de los campesinos del Lacio se convirtiera en uno de los más eficaces y duraderos instrumentos del pensamiento que la humanidad haya conocido.  Yo, personalmente, cada vez que he tenido que dar cuenta de mi oficio de poeta, de mi trabajo con el idioma, de la formación de mi estilo, he invocado la importancia que para mí ha tenido el haber servido en la Marina y el haber estudiado Derecho. Y es que en un buque cada cosa tiene su nombre y no se admiten generalizaciones ni vaguedades, y en Derecho cada palabra ha de tener un significado inequívoco o una pérfida intención polisémica. Pues bien, esa lengua del campesino latino, al pasar de ser hablada a ser escrita, tiene su primera expresión en fórmulas jurídicas, en principios que se aprendían de memoria antes de grabarse en bronce o en mármol, de ahí que quepa decir que uno de los frutos de esa maravillosa construcción que fue el Derecho Romano fue el lenguaje poético." 
Dicho de otro modo, y hablando pro domo mea, nunca descarto que mi lenguaje poético deba algo, por no decir mucho, a las fórmulas jurídicas aprendidas en las aulas.  A eso quiero atribuir la generosidad de la Universidad Inca Garcilaso de la Vega al honrarme con este doctorado.


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