Ficción y realidad


La Condesa de Noailles y la Cartuja
Una mañana de fines de marzo de 2012, mientras hacía tiempo para el AVE, me compré por un euro en la Cuesta de Moyano la novela de Henry Bordeaux La Chartreuse du Reposoir, impresa en París en mayo de 1924. Más de una vez, en libreros de viejo de Francia o Suiza, había buscado ese título, perdido en la inmensa producción de su autor, muy leído en su día y más o menos arrumbado por las vanguardias antes de serlo por las depuraciones de trasguerra. Yo sabía de esa obra desde mis últimos años de bachillerato, por un nuevo condiscípulo procedente del colegio de jesuitas de Villasís que se llamaba José García Pinelo, que la había leído durante una larga convalecencia. No me costó mucho trabajo localizar a este antiguo amigo, que se mostró maravillado de que me acordara de algo ocurrido más de sesenta años atrás, pero más maravillado quedé yo al empezar a leer y reconocer a la persona que, a mi juicio, sirvió a Bordeaux para trazar el personaje angular de su dramática ficción. Mi familiaridad de muchos años con las orillas del lago Lemán no dejó de ayudarme, ya que el personaje en cuestión aparece por vez primera en la playita de su château junto al lago. Más de una vez pasé ante el muro gris y la cancela de la propiedad que Anna de Noailles tenía a orillas del lago, entre Thonon y Evian.
La misteriosa condesa de Laury no queda lo que se dice demasiado bien parada en la novela de Bordeaux, aparecida cuando Anna de Noailles tenía aún nueve años por delante, y mucho me extrañaría que ya en su día no hubiera habido comentarios o reacciones en un medio tan chismoso como el literario. Lo único que he encontrado que relacione a Bordeaux con la Noailles es un texto suyo de su aportación al libro Portrait de la Savoie par ses écrivains, en el que dice:
Me acuerdo, siendo yo un adolescente, de haberme fijado en una calle de Thonon, mi ciudad natal, en dos niñas vestidas de color claro cuyos andares saltarines de gacela y cuyos ojos extraños me hicieron tomar por extranjeras, y tal vez, sin el lujo de su atavío, por esas zíngaras que salen de los carromatos y dicen la buena ventura.
Quise saber quiénes eran y me dijeron: ¡Son las pricesitas Brancovan! Solían pasar el verano, y a veces el otoño, en una villa que su padre, un príncipe rumano, había mandado construir en Amphion, entre Evian y Thonon, y que reflejaba sus tonalidades rosadas en las aguas del lago. Una de ellas sería más adelante Anna de Noailles y ya sus grandes ojos absorbían los paisajes que, ya desde tan joven, la habían de inspirar.
En las primeras páginas de la novela, introduce así el narrador a su antagonista:
…vi venir hacia mí, por el sendero que bordea la orilla sin ceñirse demasiado a ella, a las dos damas que me habían mencionado y que yo llevaba mucho tiempo acechando desde mis observatorios: la madre y la hija sin duda; la madre, de una belleza madurante y morena que al pronto me inspiró aversión, pues saltaba a la vista que era de esa clase de mujeres habituadas a tener gente en su torno, a recibir toda suerte de homenajes, a imponer su autoridad como un dogma, y semejante juego no es soportable si no lo acompaña la gracia todopoderosa de la juventud; la hija, larga y delgada, algo desgarbada aún, los cabellos castaños trenzados, bonita tez de rubia, aire reservado e incluso lánguido y triste, bastante sorprendente en un rostro de quince o dieciséis años (no aparentaba mucho más). De lejos, había podido tomarlas por dos hermanas, pues la mayor caminaba con un aplomo ingrávido y la más joven con cierto abandono y casi cansancio de vivir.
En mi opinión, la descripción de madre e hija en la ficción no es más que una elaboración de aquella primera impresión de las dos princesitas en la evocación del adolescente. Es más, el que habla en primera persona en la novela es un adolescente, sobrino de una de las víctimas de aquella femme fatale, la condesa consorte de Laury, a quien las malas lenguas culpaban de dos asesinatos impunes y que debió de ser en la vida real Anna de Noailles.
Henri Bordeaux le llevaba seis años a Anna Brancovan. Nació él en 1870 el año de la Débâcle, y ella en 1876. En esos años se habían producido en Francia grandes convulsiones, y a su sombra se mueven los personajes de la novela: la madre y la tía abuela del joven narrador y el marido aristócrata de la protagonista. Los rasgos autobiográficos no faltan, y el autor ni se molesta en cambiarle el nombre a la tía abuela, la tía Dine, máxima autoridad moral en una familia sin varones adultos.
Yo me pregunto si Henri Bordeaux llegó a vivir con Anna de Noailles algún idilio borrascoso que traspuso literariamente a la tragedia de un tío del joven narrador, abogado como él, ex combatiente de Argelia y de 1870, y miembro de una familia tradicionalista, católica y monárquica. A Anna de Noailles la retrataron los mejores artistas de la época, desde Laszlo hasta Zuloaga.
Hace muchos años, acompañaba yo a un tío mío pintor en una visita al Museo de Bellas Artes de Bilbao, cuando estaba junto al puente de San Antón sobre el Nervión, y un empleado del Museo nos comentaba delante del retrato de la condesa de Noailles que Zuloaga, cada vez que venía, pedía una silla para contemplar el cuadro en silencio. Mucho debía de ser lo que el cuadro le traía a la memoria.  

René Benjamin, otro importante escritor de la época, en su libro de título proustiano Sous l’oeil en fleur de Madame de Noailles , nos da un retrato psicológico de la femme de lettres que no pretende ser real pero que resulta harto verosímil y del que se desprende que más que una mujer era el chisporroteo de una inteligencia sin brújula que manejaba las entradas y salidas de unos personajes de vaudeville que gravitaban en torno al lecho o al diván de enferma imaginaria desde el que recibía zalemas, ofertas, demandas o amenazas con la misma frívola e incoherente irresponsabilidad.
Anna de Noailles opinaba que lo único inmortal del ser humano es el esqueleto. Ella debía de estar bastante orgullosa del suyo, que aunque pequeño, era perfecto. Por eso no me explico que a la hora de su muerte dispusiera que su corazón se depositara en el convento de las Clarisas de Evian. En aquellos tiempos preconciliares, las Clarisas declinaron el ofrecimiento, y el corazón de Anna fue depositado bajo una estela funeraria en la propiedad de la familia junto al lago de Ginebra. Quién sabe si la condesa habría hecho mejor legando, en lugar del corazón, el astrágalo o la clavícula.

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