Catalanes en Madrid
En junio de 1987 el Círculo Catalán de Madrid me concedió su premio de periodismo por un artículo titulado La invención de América. El día de la entrega solemne volaba yo de Pekín a Sevilla y me hice representar por la bella señora que aparece en la foto, cosa que los asistentes sin duda alguna apreciaron. La "pedrea" por así decir fue para el columnista Carlos J. Alvarez (a) "Cándido", con gafas en el centro de la foto.
La invención de América
Y se dice el descubrimiento de América. Aunque ¿no fue también inventada, creada, América? Sí, y por el que le dio nombre, por Américo Vespucio - o Vespucci - como he de demostrarte, lector, algún día.
Unamuno
Y se dice el descubrimiento de América. Aunque ¿no fue también inventada, creada, América? Sí, y por el que le dio nombre, por Américo Vespucio - o Vespucci - como he de demostrarte, lector, algún día.
Unamuno
El verbo “descubrir” entró en nuestro idioma hacia 1140 y el sustantivo “descubrimiento” en 1330. En cambio no hubo “descubridores” hasta 1581. Quien no me crea, que consulte el Corominas. Ya en el XVIII, el Diccionario de Autoridades no tiene empacho en definir el verbo “descubrir” como “hallar aquello que estaba ignorado o escondido hasta entonces, como dscubrir un tesoro, una provincia o una tierra no conocida”, y los sustantivos “descubrimiento” y “descubridor”, respectivamente, como “hallazgo o encuentro de alguna tierra o país ignorado o desconocido hasta allí” y “el que ha descubierto nuevas tierras y provincias”. Entre las autoridades que cita el Diccionario, ninguna más oportuna a los efectos presentes que la del Inca Garcilaso, quien habla en sus Comentarios reales de “los primeros descubridores y conquistadores del Nuevo Mundo” y, en su Historia de la Florida, de “la conquista y descubrimiento del río de la Plata”.
Al empezar a hablarse en la madre patria de conmemorar el V Centenario del Descubrimiento del Nuevo Mundo, una cierta historiografía - vamos a dejarla en publicística - paleomarxista y tercermundista se dedicó en Ultramar a poner pegas al vocablo como paso previo a una negación de la efeméride. Empezó por hablarse de “descubrimiento mutuo”, cosa que no es ningún disparate, pues si es cierto que a Colón corresponde el mérito de haber descubierto las Indias occidentales, también lo es que corresponde el de haber descubierto España a los indios aquellos que Colón llevó a Barcelona para enseñárselos a los Reyes. Luego se pensó que decir “encuentro” sería mejor que decir “descubrimiento mutuo”, ya que, obviamente, lo de la mutualidad no está tan claro. En efecto, “encuentro o hallazgo” es sinónimo de “descubrimiento”, y no cabe la menor duda de que Colón halló o encontró lo que después se llamaría América cuando navegaba en busca de otra cosa. Tan es así, que el propio ex director del Archivo de Indias de Sevilla, don José de la Peña y Cámara, llegó a afirmar que la frase “Colón descubrió América” es un chiste, ya que mal podía el Almirante descubrir algo que aún no existía, sino que fue inventado por otros navegantes que llegarían después.
Según esta línea de razonamiento, tampoco Núñez de Balboa descubrió el Océano Pacífico, sino que se lo encontró; lo que pasa es que no se lo encontró en Jerez de los Caballeros, como Colón no se encontró Guanahaní en Medina del Campo. El único que se encontró un accidente geográfico more latinoamericano fue Mahoma, si es que es verdad que la montaña vino a él cuando él no tenía ganas de ir a la montaña.
El vocablo “encuentro”, por más que sea sinónimo de “descubrimiento” o “invención”, viene en realidad de “en contra”, y como nuestra lengua es más pobre en esto que el italiano, por ejemplo, que tiene scontro e incontro, nos tenemos que apañar para todo con la palabra “encuentro”, término cargado de una bisemia beligerante. Un “encuentro”, y bueno, fue por ejemplo el que se produjo en Otumba, pero para que tuviera el significado que hoy quieren atribuirle algunos, tenía por lo menos que haberse producido en el Mar de los Sargazos.
“Mira qué de malandrines y follones me salen al encuentro”, dice Don Quijote en el capítulo XXIX de la segunda parte, y lo mismo pudo haber dicho más de un contemporáneo suyo si, al poner el pie en el Nuevo Mundo, llega a encontrárselo lleno de “latinos” en vez de encontrárselo lleno de indios. Porque los “latinos” fueron los malandrines y follones de que se valieron respectivamente Napoleón III y Fernando de Lesseps para justificar el uno su aventura mexicana y el otro su aventura panameña. Desde que Napoleón el pequeño y el hombre de los canales pusieron los ojos y las manos en la cintura de América, ésta dejó de ser “hispana” para apellidarse “latina”, y “latinos” se apellidan ahora muchos que, sobre no haber saludado el latín - ni la geografía ni la historia - son en realidad afroasiáticos y angloparlantes. Los únicos de todas las Américas que tienen a gala llamarse “hispanos” o “hispánicos”, es decir, llamarse lo que son, son los pobres puertorriqueños; los únicos que no se avergüenzan de haber sido descubiertos o encontrados o inventados por España, cuya lengua hablan, no la del Lacio.
En toda España y en toda la América española se celebra o se celebró durante muchos años lo que se llamaba indistintamente Día de la Raza o Día de la Hispanidad. Esta equiparación de la Hispanidad y la Raza es lo único serio que en la historia universal se ha hecho para combatir el racismo, pues en virtud de ese concepto de raza hispánica, lo que cuenta no es el color de la piel, sino la lengua que se habla, y esa lengua, repito, no es la del Lacio, sino la de Hispania.
Se arguye que lo “latino” surge por oposición a lo “sajón”, en cuanto que a la etnia “sajona” hay que oponer la etnia “latina”, es decir, que se acepta sin más, sumisamente, la dialéctica impuesta por el racismo anglosajón. Lo opuesto a lo sajón no es lo latino, sino lo hispánico, porque lo sajón es un común denominador étnico y lo hispánico un común denominador lingüístico. El término “latinoamericano” o “Latinoamérica” fue la punta de lanza del imperialismo cultural francés que acabaría haciendo suya el imperialismo anglosajón. No bastaba con haber desplazado a España del espacio político del Continente; había además que desplazarla en lo espiritual, a ver si, con un poco de suerte, se olvidaban de ella para siempre los pueblos que le deben todo lo que son. Estos pueblos son mayores de edad, saber y gobierno y pueden olvidarse de lo que quieran y llamarse como gusten, pero nosotros, los españoles, no podemos ni debemos olvidar que el hito mayor de nuestra historia es haber hecho esa parte del mundo; es decir, haber descubierto, encontrado o inventado a Hispanoamérica.
De sobra sé que en Ultramar se reflexiona con sensatez sobre estas cuestiones, y tengo muy presente la obra del mexicano Edmundo O’Gorman, cuyo mero título demuestra holgadamente que yo no estoy aquí inventando la pólvora ni descubriendo el Mediterráneo. Ya dije más arriba que “invención” es sinónimo de “encuentro” y de “descubrimiento”. En realidad América, y muy concretamente la América española, fue un invento que data por lo menos de 1507, cuando el humanista Waldseemüller, en la Cosmographiae Introductio que puso a su reedición de las Quatuor Americi Vesputii Navigationes, propuso que el mundo recién descubierto se denominara “ab Americo Inventore…” La Santa Madre Iglesia festeja o festejaba el encuentro o el descubrimiento del Lignum Crucis por Santa Elena emperatriz con el nombre de Invención de la Santa Cruz. Eso es lo que en 1992 deberíamos celebrar los “españoles de ambos hemisferios”: el V Centenario de la Invención de América.
Al empezar a hablarse en la madre patria de conmemorar el V Centenario del Descubrimiento del Nuevo Mundo, una cierta historiografía - vamos a dejarla en publicística - paleomarxista y tercermundista se dedicó en Ultramar a poner pegas al vocablo como paso previo a una negación de la efeméride. Empezó por hablarse de “descubrimiento mutuo”, cosa que no es ningún disparate, pues si es cierto que a Colón corresponde el mérito de haber descubierto las Indias occidentales, también lo es que corresponde el de haber descubierto España a los indios aquellos que Colón llevó a Barcelona para enseñárselos a los Reyes. Luego se pensó que decir “encuentro” sería mejor que decir “descubrimiento mutuo”, ya que, obviamente, lo de la mutualidad no está tan claro. En efecto, “encuentro o hallazgo” es sinónimo de “descubrimiento”, y no cabe la menor duda de que Colón halló o encontró lo que después se llamaría América cuando navegaba en busca de otra cosa. Tan es así, que el propio ex director del Archivo de Indias de Sevilla, don José de la Peña y Cámara, llegó a afirmar que la frase “Colón descubrió América” es un chiste, ya que mal podía el Almirante descubrir algo que aún no existía, sino que fue inventado por otros navegantes que llegarían después.
Según esta línea de razonamiento, tampoco Núñez de Balboa descubrió el Océano Pacífico, sino que se lo encontró; lo que pasa es que no se lo encontró en Jerez de los Caballeros, como Colón no se encontró Guanahaní en Medina del Campo. El único que se encontró un accidente geográfico more latinoamericano fue Mahoma, si es que es verdad que la montaña vino a él cuando él no tenía ganas de ir a la montaña.
El vocablo “encuentro”, por más que sea sinónimo de “descubrimiento” o “invención”, viene en realidad de “en contra”, y como nuestra lengua es más pobre en esto que el italiano, por ejemplo, que tiene scontro e incontro, nos tenemos que apañar para todo con la palabra “encuentro”, término cargado de una bisemia beligerante. Un “encuentro”, y bueno, fue por ejemplo el que se produjo en Otumba, pero para que tuviera el significado que hoy quieren atribuirle algunos, tenía por lo menos que haberse producido en el Mar de los Sargazos.
“Mira qué de malandrines y follones me salen al encuentro”, dice Don Quijote en el capítulo XXIX de la segunda parte, y lo mismo pudo haber dicho más de un contemporáneo suyo si, al poner el pie en el Nuevo Mundo, llega a encontrárselo lleno de “latinos” en vez de encontrárselo lleno de indios. Porque los “latinos” fueron los malandrines y follones de que se valieron respectivamente Napoleón III y Fernando de Lesseps para justificar el uno su aventura mexicana y el otro su aventura panameña. Desde que Napoleón el pequeño y el hombre de los canales pusieron los ojos y las manos en la cintura de América, ésta dejó de ser “hispana” para apellidarse “latina”, y “latinos” se apellidan ahora muchos que, sobre no haber saludado el latín - ni la geografía ni la historia - son en realidad afroasiáticos y angloparlantes. Los únicos de todas las Américas que tienen a gala llamarse “hispanos” o “hispánicos”, es decir, llamarse lo que son, son los pobres puertorriqueños; los únicos que no se avergüenzan de haber sido descubiertos o encontrados o inventados por España, cuya lengua hablan, no la del Lacio.
En toda España y en toda la América española se celebra o se celebró durante muchos años lo que se llamaba indistintamente Día de la Raza o Día de la Hispanidad. Esta equiparación de la Hispanidad y la Raza es lo único serio que en la historia universal se ha hecho para combatir el racismo, pues en virtud de ese concepto de raza hispánica, lo que cuenta no es el color de la piel, sino la lengua que se habla, y esa lengua, repito, no es la del Lacio, sino la de Hispania.
Se arguye que lo “latino” surge por oposición a lo “sajón”, en cuanto que a la etnia “sajona” hay que oponer la etnia “latina”, es decir, que se acepta sin más, sumisamente, la dialéctica impuesta por el racismo anglosajón. Lo opuesto a lo sajón no es lo latino, sino lo hispánico, porque lo sajón es un común denominador étnico y lo hispánico un común denominador lingüístico. El término “latinoamericano” o “Latinoamérica” fue la punta de lanza del imperialismo cultural francés que acabaría haciendo suya el imperialismo anglosajón. No bastaba con haber desplazado a España del espacio político del Continente; había además que desplazarla en lo espiritual, a ver si, con un poco de suerte, se olvidaban de ella para siempre los pueblos que le deben todo lo que son. Estos pueblos son mayores de edad, saber y gobierno y pueden olvidarse de lo que quieran y llamarse como gusten, pero nosotros, los españoles, no podemos ni debemos olvidar que el hito mayor de nuestra historia es haber hecho esa parte del mundo; es decir, haber descubierto, encontrado o inventado a Hispanoamérica.
De sobra sé que en Ultramar se reflexiona con sensatez sobre estas cuestiones, y tengo muy presente la obra del mexicano Edmundo O’Gorman, cuyo mero título demuestra holgadamente que yo no estoy aquí inventando la pólvora ni descubriendo el Mediterráneo. Ya dije más arriba que “invención” es sinónimo de “encuentro” y de “descubrimiento”. En realidad América, y muy concretamente la América española, fue un invento que data por lo menos de 1507, cuando el humanista Waldseemüller, en la Cosmographiae Introductio que puso a su reedición de las Quatuor Americi Vesputii Navigationes, propuso que el mundo recién descubierto se denominara “ab Americo Inventore…” La Santa Madre Iglesia festeja o festejaba el encuentro o el descubrimiento del Lignum Crucis por Santa Elena emperatriz con el nombre de Invención de la Santa Cruz. Eso es lo que en 1992 deberíamos celebrar los “españoles de ambos hemisferios”: el V Centenario de la Invención de América.
Magistral, una vez más. Al parecer, en ocasiones, se premia a quien lo merece.
ResponderEliminarEstupendo artículo que espero utilizar
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