Amnesia histórica
En todos o en casi todos los semanarios ilustrados más o menos políticos, asistimos de vez en cuando a un desfile de figuras del espectáculo que, solas o apuntadas por el entrevistador de turno, nos hablan de democracia con gran conocimiento de causa. Hemos llegado así a saber los españoles que hay dos clases de democracia: la democracia formal y la democracia real, o sea, una democracia alta de formas que exhiben y otra democracia baja de fondos que se ocultan, y que la primera, la alta, la formal, la que reina en Occidente, no es más que la antesala de la segunda, la baja, la real, que es la que ya impera en Oriente. Se habla pues mucho de democracia. De libertad se habla menos y, en todo caso, para llamar reaccionarios y fascistas a quienes la quieren poner a salvo de la mala educación.
Tampoco la televisión dejaba de contribuir a esa formación democrática acelerada del país, cuando he aquí que en un popular programa apareció, como un ánima del Purgatorio, el ruso Alejandro Solyenitsin que, hablando por fin de libertad, desbarató en media hora la paciente labor de los que llevaban meses hablando de democracia. Cuando la materia creía haber tapado todos los huecos, llegó este espíritu y se coló de rondón por el más peligroso de ellos. La indignación y el rechinar de dientes eran de prever y las reacciones no fueron como para asombrar a nadie. Un reaccionario hubo o, si se prefiere, un reaccionante, que se pasó de la raya y fueron sus propios congéneres quienes se encargaron de refutarlo en términos pocos caritativos. Lo dicho por este sujeto fue tan grueso y le acarreó tantas ofensas, que lo único que ya podría soportar es la caridad. No se la neguemos.
Lo que no es cosa de pasar por alto es alguna de aquellas poco caritativas refutaciones. Una hubo, estupenda, de un talentoso joven de lúdica inteligencia de ardilla, que daba una lección de agilidad circense al elefantino rival. Un número de circo varía mucho según el artista que lo ejecute. Así, mientras el artista pesado pedía para Solyenitsin el castigo clásico de los buenos tiempos del leninismo-stalinismo, o sea el campo de concentración, el artista ágil, escandalizado por tan arcaico proceder, se mostraba partidario del método revisionista del leninismo-breznevismo de declarar loco al reo. O sea, que si uno quería educar a Solyenitsin, el otro sólo aspiraba a curarlo. Evidentemente merece el manicomio un señor que se atreve a hablar de los campos de concentración no catalogados aún en los registros del progresismo. Pero lo más estupendo de todo era que, en una acrobacia mental imposible, la ardilla equiparase a Solyenitsin, reo de haber hablado de esos campos, con el Sartre que en 1950 no quiso hablar de ellos.
En su interesante e inútil libro Persona non grata, recoge el chileno Jorge Edwards una opinión del difunto Neruda sobre Solyenitsin: “Es un gran escritor, pero un gran majadero” venía a decir nuestro laureado vate ultramarino, para explicar a continuación que la majadería del ruso consistía en su empeño en provocar a las autoridades de su país. La reacción de éstas era comprensible y, si era de deplorar, no era por los sinsabores que acarreara a Solyenitsin en su santa tierra, sino por la embarazosa situación en que ponía a Neruda y otros amigos de la Unión Soviética en eso que llaman el mundo libre y que sería más exacto llamar la zona del dólar.
Esto ocurría cuando Solyenitsin vivía aún en la dacha de Rostropóvich y Neruda se columpiaba entre la UNESCO y la Isla Negra.
Poco tiempo después estaba Neruda de cuerpo presente en una de sus casas, saqueada por el populacho, y las autoridades soviéticas tenían el rasgo magnánimo y humanitario de tenderle a Solyenitsin el puente de plata de un Iliuschin. Sic transit gloria mundi. Lo que Neruda se haya encontrado en el otro barrio habrá que buscarlo en la escatología de su Tercera residencia; lo primero que Solyenitsin se encontró al salir del paraíso del proletariado fue la hospitalidad oficial de Heinrich Böll. No se sabe bien de qué hablaron el alemán y el ruso. Lo que se sabe es que aquél le dijo a éste que ya iría dándose cuenta de los defectos de Occidente.
No tuvo que esperar mucho Solyenitsin para ello; de abrirle los ojos, en el supuesto de que no los trajera ya bien abiertos, se encargaron los intelectuales de izquierdas con una unanimidad ejemplar. El cotarro occidental añadía a sus espectáculos habituales el edificante número de recibir al escritor expulso, primero con un embarazoso silencio, luego con un abucheo fenomenal. Los mismos que encuentran perfectamente natural que unos cobren el Nobel en coronas suecas y el Lenin en dólares para comprarse casas en los países en los que no ha sido abolida aún la propiedad privada, se rasgaban los blue jeans porque Solyenitsin acudía a Estocolmo a recoger el premio que no había podido cobrar en su país en rublos no convertibles. Conformistas de toda laya, vividores del exilio, masoquistas de cinemateca, exhibicionistas de parque municipal, acusaban ahora a Solyenitsin de provocador del liberalizante Gobierno de su país, de explotador del destierro, de masoquista de sus evocaciones, de piedra de escándalo en suma en el charco de ranas que llaman “la corriente de la Historia”. Fallido el tímido intento de recuperarlo como socialista desestalinizado o como cristiano postconciliar, hecho sin gran convicción por el propio Böll, hubo que rendirse a la evidencia y vomitar sobre él toda suerte de abominaciones. La izquierda “civilizada” sumaba su voz lapidante a la de la izquierda cerril, y el diario parisino Le Monde fue como de costumbre el que mayor hospitalidad brindó a la una y a la otra. Los sufrimientos y las persecuciones de que pudiera ser objeto este señor no eran en efecto nada en comparación con los que se atribuían sus detractores. El sistema de los dos pesos y las dos medidas, confirmado por la jurisprudencia del Tribunal Russell, se imponía rotundamente, así que mucho liberal de ancha manga izquierda alegó que el miedo pasado por él en su país pesaba tanto o más que el riesgo corrido por Solyenitsin en el suyo. (Efectivamente, una señorita frente a un ratón pasa mucho más miedo que un torero frente a un toro).
Tampoco la televisión dejaba de contribuir a esa formación democrática acelerada del país, cuando he aquí que en un popular programa apareció, como un ánima del Purgatorio, el ruso Alejandro Solyenitsin que, hablando por fin de libertad, desbarató en media hora la paciente labor de los que llevaban meses hablando de democracia. Cuando la materia creía haber tapado todos los huecos, llegó este espíritu y se coló de rondón por el más peligroso de ellos. La indignación y el rechinar de dientes eran de prever y las reacciones no fueron como para asombrar a nadie. Un reaccionario hubo o, si se prefiere, un reaccionante, que se pasó de la raya y fueron sus propios congéneres quienes se encargaron de refutarlo en términos pocos caritativos. Lo dicho por este sujeto fue tan grueso y le acarreó tantas ofensas, que lo único que ya podría soportar es la caridad. No se la neguemos.
Lo que no es cosa de pasar por alto es alguna de aquellas poco caritativas refutaciones. Una hubo, estupenda, de un talentoso joven de lúdica inteligencia de ardilla, que daba una lección de agilidad circense al elefantino rival. Un número de circo varía mucho según el artista que lo ejecute. Así, mientras el artista pesado pedía para Solyenitsin el castigo clásico de los buenos tiempos del leninismo-stalinismo, o sea el campo de concentración, el artista ágil, escandalizado por tan arcaico proceder, se mostraba partidario del método revisionista del leninismo-breznevismo de declarar loco al reo. O sea, que si uno quería educar a Solyenitsin, el otro sólo aspiraba a curarlo. Evidentemente merece el manicomio un señor que se atreve a hablar de los campos de concentración no catalogados aún en los registros del progresismo. Pero lo más estupendo de todo era que, en una acrobacia mental imposible, la ardilla equiparase a Solyenitsin, reo de haber hablado de esos campos, con el Sartre que en 1950 no quiso hablar de ellos.
En su interesante e inútil libro Persona non grata, recoge el chileno Jorge Edwards una opinión del difunto Neruda sobre Solyenitsin: “Es un gran escritor, pero un gran majadero” venía a decir nuestro laureado vate ultramarino, para explicar a continuación que la majadería del ruso consistía en su empeño en provocar a las autoridades de su país. La reacción de éstas era comprensible y, si era de deplorar, no era por los sinsabores que acarreara a Solyenitsin en su santa tierra, sino por la embarazosa situación en que ponía a Neruda y otros amigos de la Unión Soviética en eso que llaman el mundo libre y que sería más exacto llamar la zona del dólar.
Esto ocurría cuando Solyenitsin vivía aún en la dacha de Rostropóvich y Neruda se columpiaba entre la UNESCO y la Isla Negra.
Poco tiempo después estaba Neruda de cuerpo presente en una de sus casas, saqueada por el populacho, y las autoridades soviéticas tenían el rasgo magnánimo y humanitario de tenderle a Solyenitsin el puente de plata de un Iliuschin. Sic transit gloria mundi. Lo que Neruda se haya encontrado en el otro barrio habrá que buscarlo en la escatología de su Tercera residencia; lo primero que Solyenitsin se encontró al salir del paraíso del proletariado fue la hospitalidad oficial de Heinrich Böll. No se sabe bien de qué hablaron el alemán y el ruso. Lo que se sabe es que aquél le dijo a éste que ya iría dándose cuenta de los defectos de Occidente.
No tuvo que esperar mucho Solyenitsin para ello; de abrirle los ojos, en el supuesto de que no los trajera ya bien abiertos, se encargaron los intelectuales de izquierdas con una unanimidad ejemplar. El cotarro occidental añadía a sus espectáculos habituales el edificante número de recibir al escritor expulso, primero con un embarazoso silencio, luego con un abucheo fenomenal. Los mismos que encuentran perfectamente natural que unos cobren el Nobel en coronas suecas y el Lenin en dólares para comprarse casas en los países en los que no ha sido abolida aún la propiedad privada, se rasgaban los blue jeans porque Solyenitsin acudía a Estocolmo a recoger el premio que no había podido cobrar en su país en rublos no convertibles. Conformistas de toda laya, vividores del exilio, masoquistas de cinemateca, exhibicionistas de parque municipal, acusaban ahora a Solyenitsin de provocador del liberalizante Gobierno de su país, de explotador del destierro, de masoquista de sus evocaciones, de piedra de escándalo en suma en el charco de ranas que llaman “la corriente de la Historia”. Fallido el tímido intento de recuperarlo como socialista desestalinizado o como cristiano postconciliar, hecho sin gran convicción por el propio Böll, hubo que rendirse a la evidencia y vomitar sobre él toda suerte de abominaciones. La izquierda “civilizada” sumaba su voz lapidante a la de la izquierda cerril, y el diario parisino Le Monde fue como de costumbre el que mayor hospitalidad brindó a la una y a la otra. Los sufrimientos y las persecuciones de que pudiera ser objeto este señor no eran en efecto nada en comparación con los que se atribuían sus detractores. El sistema de los dos pesos y las dos medidas, confirmado por la jurisprudencia del Tribunal Russell, se imponía rotundamente, así que mucho liberal de ancha manga izquierda alegó que el miedo pasado por él en su país pesaba tanto o más que el riesgo corrido por Solyenitsin en el suyo. (Efectivamente, una señorita frente a un ratón pasa mucho más miedo que un torero frente a un toro).
Todo esto es alarmante porque indica privación de memoria histórica. «El objetivo mayor y acaso principal —escribe Maximov en un reciente y silenciado llamamiento, refiriéndose a los objetivos de la ideología totalitaria por excelencia —es el de privar al hombre de memoria histórica, de raíces morales, de fundamentos y tradiciones seculares; obligarlo a olvidar su origen divino. Un hombre sin memoria histórica es dócil material para los experimentos sociales más alocados», Y refiriéndose a uno de esos experimentos para desmemoriados, dice Maximov más adelante: «En los últimos años, en ambientes cristianos bastante amplios incluso, se examina seriamente la cuestión de 1a colaboración con con el diablo. Altos prelados y hombres políticos eminentes discuten çon profunda seriedad sobre el diálogo entre cristianismo y marxismo. Han olvidado (puede que nunca lo hayan recordado) que hace casi dos mil años, en el desierto al pie de Jerusalén, ya había tenido lugar semejante diálogo. Fueron hechas tres proposiciones sociales y fueron dadas tres respuestas espirituales. Un verdadero cristiano no tiene nadaque añadir a las palabras eternas de su Salvador».
(Este comentario, incluido en el libro arriba indicado, fue publicado a raíz del suceso en Ya o en Informaciones. Era el segundo de los que dediqué al escritor ruso; el primero, incluido también en el libro, a propósito de unas declaraciones que hizo en Le Monde. Los intelectuales aludidos eran Benet, Savater y Laín. Este último por lo menos tuvo la dignidad de "recargarse" la conciencia poco antes de morir ante el lamentable espectáculo de este régimen balcanizante y antiespañol).
Nunca me había interesado por la figura de Stalin hasta que comienza a producirse, con la caída de la URSS, un fenómeno curioso: elementos rabiosamente antiestalinianos que, tras asomarse a Occidente y (peor aún) comprobar el nocivo efecto de Occidente sobre su descuajaringado país (toda la etapa de la Perestroika y, sobre todo, del beodo yeltsinato), acaban revisando sus posturas y planteando extrañas síntesis nacional/comunistas por considerar la etapa soviética mal menor en relación con el sida neoliberal inoculado por el converso Boris y su cuadra de políticos más ciegamente norteamericanizados. Los dos nombres que he seguido con más interés (aparte del atipiquísimo comunista Antonio Fernández Ortiz -estaliniano y residente en Moscú y refractario por completo al giro "democratico di sinistra" que llevó a la mayor parte de los rojeras a instalarse en la postmodernidad más arribista y yuppie-) son el de Alexandr Duguin y, aún más, por su mayor edad, cabeza fría y decepción completa de las miserias occidentales (que conoció mucho más a fondo que Duguin), Alexandr Zinoviev.
ResponderEliminarEl tocayo Solzhenitsin, por cierto, fue el pionero en decepcionarse de Occidente cuando planteó aquello de "en la URSS se me prohibía expresarme, en Occidente puedo expresarme pero no me hacen ni repajolero caso", y esta decepción creciente, que le llevaría a reivindicar arcaicas posturas neozaristas de una supina incorrección política (logrando nuevos anatemas de la progresía como aquel inefable diagnóstico de "psiquiatrizable" que le endilgó el ominoso Haro Tecglen desde su columna en EL PAIS), no llegaría a las posturas de Duguin o de Zinoviev o del comunista atipiquísimo, pero lo mismo les andaban cerca.
Al final, siempre se vuelve al viejo refrán tan grato al caudillo de Puerta de Hierro (Perón, para los profanos), "OTROS VENDRAN QUE...".
Stalin tendría sus defectos (y gordos) pero, en relación con el mundo que ha hecho posible la elección repetida de ZP sobre unos cuantos cientos de cadáveres y sobre un concejal de su propio partido (en la segunda vez), sin reacciones furibundas y mayoritarias, doy mayor prioridad nociva a ese mundo emasculador de ZP que al frontalmente machacador del padrecito georgiano. Como siempre encontraré más peligroso al virus del SIDA que a un elefante cabreado cargando de frente.
No deberíamos convertirnos en rehenes de dilemas que, indiscutibles en su momento, tal vez hoy no lo sean tanto frente a otros nuevos y más inocuos en apariencia.
Me encantaría una precisión sobre ese "recargo de conciencia" de Laín.
ResponderEliminarSe trata de una larga entrevista publicada en ABC en la que mostraba su desencanto ante el "Estado de las Autonomías" y en unas declaraciones que no tengo a mano en la que afirmaba que su obra más importante era "Los valores humanos del nacionalsndicalismo". Creo que esta noticia la tengo a través de Agapito Maestre.
ResponderEliminarEste final "recargado" recuerda al de Sabino Arana (final orwellianamente borrado por sus ¿seguidores? -no sé porqué me ha venido a la memoria la novela MISERY de Stephen King, de lo mejorcito de este prolífico stajanovista de los best-sellers, y uno de los más atinados retratos de esa particular ralea de los ¿seguidores? dispuestos a enmendar la plana a sus ídolos cuando éstos se salen del estereotipo-).
ResponderEliminarGracias, don Aquilino. Pena que no la vamos a ver en una posible antología.
ResponderEliminar