Mi "cruzada antiliberal"

  • 27 jun. 2014
  • ABC (Sevilla)
  • AQUILINO DUQUE Premio Nacional de Literatura

MI CRUZADA ANTILIBERAL

La libertad es un medio, no un fin; los derechos han de equilibrarse con los deberes; y no cabe mayor insensatez que la «neutralidad ética» de la sociedad secularizada o permisiva

 

SEGÚN un crítico literario, que me favorece con su inteligencia, entre yo y mi obra literaria se interpone mi «cruzada antiliberal», consistente en los «ataques a la democracia liberal que, desde hace veinte años», prodigo en mis artículos — «y no sólo en ellos»—. Hace muchos años aprendí en Ortega, creo que en La meditación de los castillos, que una cosa es el liberalismo y otra la democracia y luego vino Tocqueville a confirmarme que libertad e igualdad no son conceptos complementarios, sino antagónicos. Por eso, en mi caso, más que de cruzada antiliberal, procede hablar de cruzada antidemocrática. Mis escasas simpatías por la democracia se las tengo que achacar —oh, paradoja— a dos maestros que se jugaron el pellejo en su lucha por ella: Antonio Machado y Jorge Orwell. «De cada diez cabezas —dijo el uno— nueve embisten y una piensa». «Dos patas, malo —hizo decir el otro a sus pecuarios personajes—. Cuatro patas, bueno.» Y además: «Todos los animales son iguales, pero unos son más iguales que otros». En el dicho de Machado aflora la formación krausista que recibió. Para los krausistas, de quien nadie dirá que no eran liberales, la democracia era muy buena si el sufragio se reducía a que votara uno de cada diez ciudadanos, de ser preferible si ese uno estaba educado en la Institución Libre de Enseñanza. Bromas aparte, la única democracia que aceptaban aquellos ilustres varones era la democracia orgánica, cuyo invento les pertenece. El siglo a que pertenecieron ellos se desarrolló bajo el signo del liberalismo, y ese siglo me parece a mí un siglo lamentable punteado además de guerras civiles y de dictaduras liberales. Ese siglo me infunde a mí gran escepticismo en el liberalismo político, hasta el punto de darle la razón al Lenin que decía o pensaba que la libertad está muy bien, pero según para qué y para quién. Ya sabemos por otra parte cuál fue el uso que Lenin hizo de la libertad.
Al derrumbarse el baluarte que defendía esa idea leninista de la libertad, se alzó sobre sus escombros, triunfante, la democracia liberal, esa democracia que a mí siempre me pareció preferible a la de Lenin, pero que no he dejado de combatir y criticar desde el 68 hasta la fecha. Y es que la democracia que demolió el Muro de Berlín y permitió a Fukuyama proclamar «el fin de la Historia» era una democracia viciada por lo que siempre llamé «el espíritu inmundo del 68». Los estragos de ese espíritu en la vida política y social de Occidente fueron los que me indujeron, cuando aún había Muro de Berlín, a hablar del «suicidio de la Modernidad». Cuando a Carl Schmitt lo acusaron de ser el «enterrador de la República de Weimar», él contestó que nunca la habría enterrado si otros no la hubieran matado antes. Luego volvería Fukuyama sobre su diagnóstico optimista para decir que lo único que puede evitar ese suicidio es una recuperación de un sentido de la jerarquía social y de un sentimiento religioso, cifrado para él en la «ética protestante». Lo de la «ética protestante» vale para las naciones que abrazaron la Reforma en su día, por lo que me figuro que en las de la Contrarreforma habría que hablar de «moral católica», pero lo de la jerarquía vale para todas. Es más, la naturaleza en general se basa en tres principios — jerarquía, territorialidad y parentesco— que son los antónimos de libertad, igualdad y fraternidad, y tampoco concuerdan demasiado con estas tres gracias los principios en que, según Dumézil, se asientan las sociedades indoeuropeas en particular, a saber: fuerza, fecundidad y soberanía. La libertad es un medio, no un fin; los derechos han de equilibrarse con los deberes; y no cabe mayor insensatez que la «neutralidad ética» de la sociedad secularizada o permisiva, cuyo lema podría ser el del personaje aquel de Dostoyevski, que por cierto no era ni protestante ni católico: «Si no hay Dios, todo está permitido.»



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