El Cossío del Greco
EL COSSÍO DEL GRECO
«El caso de Cossío es paradigmático y viene a pasar con él lo que pasa con Menéndez Pelayo, del que no quieren saber nada los que más le deben. Por la misma regla de tres cabría afirmar que El Greco es un invento de Góngora, Paravicino o Francisco Pacheco
EN este IV centenario de la muerte del Greco se ha llegado a decir en letra impresa que «El Greco es un pintor que se inventa en 1908 por parte de Cossío». Bien es verdad que poco más arriba podía leerse que «por extraño que parezca, nunca ha habido una exposición sobre El Greco en Toledo». Como yo soy de los que no diferencian entre lo vivido y lo soñado, es posible que solo haya soñado un viaje en auto de Madrid a Sevilla al regreso de Roma en la primavera de 1982 pasando por Toledo, con el fin de ver la gran exposición titulada El Toledo del Greco, que tuvo como sedes la iglesia de San Pedro Mártir y el Hospital Tavera y de la que fue comisario Alfonso E. Pérez Sánchez. En cuanto a la «invención del Greco», hay más de un precursor de Cossío, como los de la generación del 98 que aprendieron de los románticos franceses a mirar a Castilla. Cierto es que también a los del 98 se les vienen reprochando «los males de la patria» cuando no hicieron más que diagnosticarlos. De los institucionistas se ha dicho de todo de un lado y de otro por haber tratado al menos de ponerles remedio. A ellos desde luego se debe mucho de lo bueno que por la patria hayan hecho inconfesablemente sus propios adversarios declarados. El caso de Cossío es paradigmático y viene a pasar con él lo que pasa con Menéndez Pelayo, del que no quieren saber nada los que más le deben. Por la misma regla de tres cabría afirmar que El Greco es un invento de Góngora, Paravicino o Francisco Pacheco. A esa clase de «invenciones» las llamaría Cioran «ejercicios de admiración» y en ellas es inevitable que sobre lo admirado destiña la personalidad del admirador.JAVIER CARBAJO
La exposición toledana de 1982, conmemorativa del cincuentenario del hermanamiento de la ciudad imperial con Toledo de Ohio, fue simultánea con la celebrada en el Museo del Prado, cuyo comisario fue Pita Andrade, y su Catálogo común recogía aportaciones de ambos comisarios, así como de Richard L. Kagan y Jonathan Brown por la parte ultramarina, y hay que señalar que ya entonces se quiso revisar a fondo «algunas de las ideas tópicas que se habían ido arrastrando desde comienzos de siglo (la de El Greco “místico” o intérprete del “ser” español, la de su identificación con Toledo propiciada por el carácter “oriental” de esta, etc.) para plantear la idea de un artista eminentemente intelectual, de formación e ideas exclusivamente italianas, intérprete de las ideas de la Contrarreforma y en cuya evolución los “recuerdos bizantinos” de su juventud no habrían jugado ningún papel». Por esa razón, no se incluyó en dicha exposición doble nada de su época cretense ni de sus comienzos venecianos como pudieran ser La Dormición de la Virgen o el Tríptico de Módena. Para Brown y Kagan, «El Greco habría vivido en Toledo refugiado más que identificado con la ciudad, y habría logrado sus encargos principales gracias a la protección de un círculo reducido de eruditos y humanistas que debido a su formación intelectual estaban en disposición de comprender su pintura y los intereses intelectuales y estéticos sobre los que se fundaba. Este círculo de amigos habría sido representante de una religiosidad racionalista, alejada del misticismo y defensora de los presupuestos de la Contrarreforma. El Greco habría participado de sus intereses y de los de la Iglesia oficial, en cuanto que gran parte de sus imágenes constituyen una neta traducción de la ideología contrarreformista, pero en él los intereses estéticos habrían primado siempre sobre los religiosos».
Todo eso es cierto, pero no se me alcanza la contraposición ni la
incompatibilidad entre la «ideología contrarreformista» y la mística de
la andariega y descalza Teresa de Jesús o de la de Fray Luis de Granada,
tan favorecida en Trento. Algo expeditivo se me antoja eso de despachar
por «ideas tópicas» de hace un siglo todo aquello que choca con los
tópicos ideológicos del nuestro. Yo comprendo que en esta hora decadente
no suene bien afirmar, como hizo Antonio Machado al comparar a Cossío
con el Spínola de Las lanzas, que en ambos se manifestaba «el triunfo
cortés, sin sombra de jactancia; algo muy español y específicamente
castellano»; o aseverar, como hizo García Morente, también al elogiar a
Cossío, que «el retrato del Greco, conocido bajo el nombre de
El caballero de la mano al pecho, nos proporcionaría quizá un elocuente
símbolo de la humanidad española». O proclamar, como escribía Américo
Castro que «Cossío fue al Greco por el afán de encontrar fecundas y
ampliadas perspectivas a lo español. No solo ha dicho al mundo en su
libro único y total lo que fue el pintor… sino que al descubrirlo
levantó el velo de muchos rincones del alma misteriosa de esa Castilla
–que es España– que tanto amó y que en tanta medida ha contribuido a
crear. Eso de “hacer patria” se dice cada día y de cualquiera… Pero él
sí que la hizo, forjando, con el material que Dios dejó, los conceptos
exactos, que es como unos pocos hombres colaboran con la vida divina…».
Ya dije más arriba que con Cossío viene a pasar como con Menéndez Pelayo, prueba de que la amnesia o la envidia no son cosa de hoy ni de ayer ni de derechas ni de izquierdas, sino de toda la vida y de toda la piel de toro. Por eso quisiera poner juntos sus nombres al pie de estos comentarios, pero no con palabras mías, sino con las de una carta que en noviembre de 1907 recibía doña Carmen, la esposa de Cossío, de un familiar y que su hija doña Natalia transcribe en la Introducción que puso a la reedición barcelonesa de 1972: Acebal encontró a Menéndez Pelayo con el libro en la mano y le hizo los más vehementes elogios; que era pena que cada mil años no saliese un libro como éste; que haría época; que era una perfección; que estaba maravillosamente escrito, etcétera.
Y a los perdonavidas que Dios los perdone.
Ya dije más arriba que con Cossío viene a pasar como con Menéndez Pelayo, prueba de que la amnesia o la envidia no son cosa de hoy ni de ayer ni de derechas ni de izquierdas, sino de toda la vida y de toda la piel de toro. Por eso quisiera poner juntos sus nombres al pie de estos comentarios, pero no con palabras mías, sino con las de una carta que en noviembre de 1907 recibía doña Carmen, la esposa de Cossío, de un familiar y que su hija doña Natalia transcribe en la Introducción que puso a la reedición barcelonesa de 1972: Acebal encontró a Menéndez Pelayo con el libro en la mano y le hizo los más vehementes elogios; que era pena que cada mil años no saliese un libro como éste; que haría época; que era una perfección; que estaba maravillosamente escrito, etcétera.
Y a los perdonavidas que Dios los perdone.
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