Lances de mesa
Almorcé donde pude; me fui a la fonda a echar una siesta y al caer la tarde me encaminé a la Dehesa de la Villa, a casa de Fernando Quiñones que también me había organizado una cena con “fantasmas del pasado”, es decir, con algunos elementos de su “discipulado” como el escritor Eduardo Tijeras y el músico Castañeda. Fui recibido con grandes fiestas como de costumbre y grandes alabanzas al libro rojo de Mao, coqueluche aquellos días de la joven intelectualidad madrileña. A Nadia no la vi, porque estaba acostada con una fuerte jaqueca. Fernando me mostró una paletilla de Trevélez, que para abrir boca no estaba mal. En la televisión retransmitían un partido desde Sevilla entre la selección española y la de la Unión Soviética que para colmo quedó en tablas o ganaron los soviéticos. Yo esperaba en vano la victoria española y los otros daban cuenta de la paletilla, de la que Fernando me pasaba de vez en cuando una lonchita. Por fin, se acabó el partido, se acabó la paletilla, se esfumaron los fantasmas y en vista de que yo me quedaba con hambre y no lo disimulaba, me propuso Fernando bajar a un bar a tomar café. Yo estaba furioso y dije que no quería tomar café, que lo que yo quería era tomar un taxi. Por fin tomé el taxi y cené un pepito de ternera y una cerveza en un bar de Marqués de Cubas, donde estaba mi pensión.
El que sí me dio la cena fue un gastrónomo profesional y nada menos que en el Jockey, uno de los mejores restaurantes del Madrid de la época. A este sujeto lo había conocido poco antes en Roma a través de su ex cónyuge y los dos vinieron a cenar a nuestra casa trasteverina. Cuando Eugenio Montes me dijo de él que era “el brazo derecho de López Rodó”, yo le dije: “Oiga usted, López Rodó debe de ser el gigante Briareo, porque ya he perdido la cuenta de sus brazos derechos; el último que yo recuerde, Fabián Estapé”. Pues bien, este “brazo derecho” estuvo amenísimo durante toda la cena y contó anécdotas de altos personajes dando a entender que entraba en El Pardo como Pedro por su casa y que todos los planes de desarrollo se los sacaba él de la manga a razón de uno por fin de semana. Cuando la pareja se despidió, caímos en la cuenta de que él lo único que había probado era un sorbito de café. Luego supe consternado que, con aquella pinta de Charlie McCarthy, el muñeco enchisterado del ventrílocuo norteamericano Edgar Bergen, era socio honorario del Cordon Bleu y caballero del Tastevin nada menos. Seguro que aquella noche se fue como moro en Ramadán a su restaurante favorito frente al Palacio Altemps. Al saberme en Madrid, Charlie McCarthy – llamémosle así – se apresuró a corresponder a la invitación romana a la vez que me daba una lección de mundanidad. Los otros comensales eran una joven angelical que bebía las palabras del anfitrión con un candor que aún no sé si era auténtico y una joven pareja, de la que el marido, sin haber estado nunca en Roma, había confeccionado una maqueta de la ciudad en la que no faltaba un detalle. Charlie, mientras saludaba con familiaridad a cuantos llegaban a otras mesas – Pitita Ridruejo, los marqueses de Villaverde y qué sé yo – pidió de aperitivo un cocktail de Champagne. No recuerdo qué pedimos los demás, que no teníamos tanta soltura.Charlie apenas se llevó el cocktail a su boca de alcancía, hizo seña al camarero y le dio a entender que no estaba a su gusto; el camarero se apresuró a cambiárselo por otro; tomó un sorbo, puso cara de circunstancias, tomó un segundo sorbo y llamó al camarero para decirle que tampoco éste era de su agrado y que debía de ser que el champagne aquel – Moët Chandon, Veuve Clicquot o lo que fuera – perdía calidad al venir en botellín, que le trajera una botella entera, cosa que hizo el camarero, que esta vez preparó el cocktail delante de él y con mucha ceremonia. La elección de manjares fue otro número y por fin se decantó por un consommé ruso para empezar y no sé qué otra virguería como entrée mientras hacía una seña a Bartolomé March de que se acercara para susurrarle alguna importante confidencia en el oído.
Aquella misma tarde había estado yo en casa del escultor granadino Eduardo Carretero, casado con Isabel Roldán García, y mientras charlábamos había en el centro de la mesa un cuenco con aceite y pimentón en el que mojábamos un coscorrón de pan. A Eduardo lo había conocido en Chinchón o en Colmenar en una cantera donde compartimos con la cuadrilla de sus ayudantes un suculento perol al aire libre entre bloques de piedra y esculturas a medio hacer. Isabel, una Frieda Kahlo ibérica, era prima de Federico y estaba paralizada de cintura para abajo y las piedras con que trabajaba eran teselas de mosaico. No recuerdo muy bien lo que comimos aquel día al sol de Castilla, entre otras cosas porque todo me lo borra el regusto del aceite aquel de la tarde en que luego me darían la cena en Jockey.
Los placeres sencillos de la vida se disfrutan mejor en buena compañía, y no hacen falta exquisiteces superfluas. Saludos de un lector anónimo, Don Aquilino.
ResponderEliminarMe gustan mucho estos retazos de memorias a vuela pluma, muy al estilo de Pepe Luis Vázquez, ligeras y profundas, valga el contrasentido.
ResponderEliminarSaludos don Aquilino.