Piedra y destino de Isabel Roldán


Uno de los mitos de nuestro tiempo es Federico García Lorca. Bien saben los que me leen y entienden que para mí el mito tiene una alta acepción poética y espiritual. Lo malo de un mito es que degenere en tópico, y tal cosa acaece cuando se apodera de él la opinión pública y quienes la manipulan. Lo que pasa hoy con García Lorca pasó años atrás con José Antonio y no siempre fue fácil descubrir la verdad de los mitos bajo la hojarasca de los tópicos. Estos mitos nuestros tienen su origen en la tragedia, una tragedia que, sobre todo en el caso de Lorca, que es el que hoy nos interesa, proyecta su sombra y su fisonomía sobre todo lo que con él guarda alguna relación. Al morir Conchita en accidente de automóvil, me comentaba Romero Murube el sino trágico de esa familia, un sino que, aunque fuera de refilón, tocó a Isabel Roldán García, prima del poeta.

Isabel, que tenía los pómulos, los ojos y la boca del primo, era como aquella princesa de fábula que de un ensalmo quedó petrificada de cintura para abajo. Esa fue la parte que le tocó del sino trágico de la familia, un sino y una condición de los que ella sacó la materia de su arte. Isabel Roldán vivió, piedra y carne, entre las piedras que tallaba su marido, el escultor Eduardo Carretero. Yo la he visto así en Chinchón, entre bloques amarillentos de piedra de Colmenar, disponiendo un perol para el escultor y los canteros.

La media Isabel de carne era palpitante y aguda, como una madre de tragedia griega o de drama rural. La media Isabel de piedra sideraba con los ojos el paisaje; lo convertía en piedra. Así, tesela a tesela, fue creando un mundo de mosaico; fue pasando al mosaico la geografía rural de España, desde Sos del Rey Católico, barco de piedra bajo un cielo de ceniza, hasta Benamejí y su derrumbadero sobre el Genil. Su arte estuvo en combinar sus piedrecitas de suerte que las fachadas de cal y los tejados rojizos y los baluartes de arenisca y los campanarios de ladrillo estuvieran figurados con los materiales mismos que sirvieron para su edificación. Esto no era difícil, para ella se entiende, como no lo era reproducir en teselas fallas geológicas, crestas, tajos y carreteras adoquinadas, pero es que Isabel no se quedaba ahí, en la pura materia mineral, sino que atinaba con sus piedrecitas en los matices de un celaje, en la fronda cambiante de un olivar, en un lindero de almendros, en un claroscuro de cipreses.

La Fundación de los Nobles Oficios y las Bellas Artes de Chinchón editó en marzo de 1991 un Catálogo de los mosaicos de Isabel Roldán, precedido de bellas prosas firmadas por José Hierro, José Luis Fernández del Amo, Luis Rosales, Caballero Bonald y Manuel Alvar. José Hierro, que no hay que olvidar fue uno de los críticos de arte más rigurosos y certeros de lo que resulta cómodo despachar con el apelativo de generación de la berza o del páramo cultural, da una auténtica lección magistral sobre el arte del mosaico y su traducción por Isabel a la técnica del impresionismo. No se puede decir más en menos. Fernández del Amo y Rosales evocan, ante sus escenas de piedra, la voz y la guitarra de Isabel. Caballero Bonald rastrea los lugares de procedencia de las teselas y compone un bello mosaico de palabras preciosas. Alvar ve en ella la conjunción de Andalucía y Castilla, de lo morisco y lo cristiano en que Rávena y Granada se encuentran y se reconocen. Todos ellos supieron de su amistad; todos hablan de su arte con gran conocimiento de causa. En ellos está la memoria viva de Isabel; en todos su obra viva y en sus álamos de piedra nos parece oír aquella canción que en Granada, cuando Lorcas y Rosales eran jóvenes y nadie podía imaginar bodas de sangre, cantaba la prima Isabel acompañándose a la guitarra: A los álamos altos / los mueve el viento / y a los enamorados / el pensamiento,/ ¡ay, vida mía! / el pensamiento.

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