Lances de mesa

Allá por 1970 pasé unos días en Madrid para presentar un libro. Fue un viaje memorable, entre otras cosas por un par de lances de mesa, llamémosles así, que me pasmaron bastante. Bien es verdad que llevaba algún tiempo alejado de los hábitos españoles y puede que eso contribuyera a mi perplejidad. Al día siguiente de la presentación, que fue multitudinaria y en el Hotel Suecia, llamé a uno de los asistentes, Dionisio Ridruejo, con quien apenas había podido hablar en el acto. Me citó a comer al día siguiente en su casa diciéndome: “Vente mañana sobre la una y así tenemos tiempo de charlar antes”. A la una o un poquito antes, según mi mala costumbre, del día convenido, llamaba yo a la puerta del piso de la calle Ibiza. Salió Dionisio a abrirme y me hizo pasar, según costumbre, a su despacho. El piso de Dionisio era un “piso tranvía”, como decía Fernando Quiñones, es decir, un corredor largo en forma de L al que se abrían las habitaciones, la primera de las cuales a mano derecha según se entraba era el estudio de Dionisio donde detrás de una gran mesa de ministro atestada de libros y papeles se sentaba él. Siempre hablábamos de lo divino y lo humano y siempre me daba una lección magistral. Aquella vez el tema creo que fue el sentido del tiempo en Juan Benet, autor que yo le confesé duro de pelar. Lo cierto es que hablando hablando debió de perder la noción del tiempo, porque la puerta de cristales se abrió y volvió a cerrarse y yo empezaba a tener apetito, pero Dionisio, que apenas hizo una seña de espera con la mano, seguía con su tema. La puerta volvió a abrirse y a cerrarse, y esta vez Dionisio, mirando su reloj, me dijo: “Bueno. No es que yo te quiera echar, pero mi mujer piensa que ya es hora de que se coma en esta casa…” No sé si dije algo así como: “Perdona, es que…”, porque él cuando me acompañaba a la puerta, me dijo: “Si quieres, vamos a comer por ahí…” “No, no; de ningún modo. Ya te esperan. No faltaría más”. En realidad, era yo el que se sentía culpable, porque cualquiera que a Dionisio lo conociera a fondo, lo último que le podía echar en cara era la descortesía. En cambio su capacidad de despiste no se limitaba ni mucho menos a la
política.



Almorcé donde pude; me fui a la fonda a echar una siesta y al caer la tarde me encaminé a la Dehesa de la Villa, a casa de Fernando Quiñones que también me había organizado una cena con “fantasmas del pasado”, es decir, con algunos elementos de su “discipulado” como el escritor Eduardo Tijeras y el músico Castañeda. Fui recibido con grandes fiestas como de costumbre y grandes alabanzas al libro rojo de Mao, coqueluche aquellos días de la joven intelectualidad madrileña. A Nadia no la vi, porque estaba acostada con una fuerte jaqueca. Fernando me mostró una paletilla de Trevélez, que para abrir boca no estaba mal. En la televisión retransmitían un partido desde Sevilla entre la selección española y la de la Unión Soviética que para colmo quedó en tablas o ganaron los soviéticos. Yo esperaba en vano la victoria española y los otros daban cuenta de la paletilla, de la que Fernando me pasaba de vez en cuando una lonchita. Por fin, se acabó el partido, se acabó la paletilla, se esfumaron los fantasmas y en vista de que yo me quedaba con hambre y no lo disimulaba, me propuso Fernando bajar a un bar a tomar café. Yo estaba furioso y dije que no quería tomar café, que lo que yo quería era tomar un taxi. Por fin tomé el taxi y cené un pepito de ternera y una cerveza en un bar de Marqués de Cubas, donde estaba mi pensión.




El que sí me dio la cena fue un gastrónomo profesional y nada menos que en el Jockey, uno de los mejores restaurantes del Madrid de la época. A este sujeto lo había conocido poco antes en Roma a través de su ex cónyuge y los dos vinieron a cenar a nuestra casa trasteverina. Cuando Eugenio Montes me dijo de él que era “el brazo derecho de López Rodó”, yo le dije: “Oiga usted, López Rodó debe de ser el gigante Briareo, porque ya he perdido la cuenta de sus brazos derechos; el último que yo recuerde, Fabián Estapé”. Pues bien, este “brazo derecho” estuvo amenísimo durante toda la cena y contó anécdotas de altos personajes dando a entender que entraba en El Pardo como Pedro por su casa y que todos los planes de desarrollo se los sacaba él de la manga a razón de uno por fin de semana. Cuando la pareja se despidió, caímos en la cuenta de que él lo único que había probado era un sorbito de café. Luego supe consternado que, con aquella pinta de Charlie McCarthy, el muñeco enchisterado del ventrílocuo norteamericano Edgar Bergen, era socio honorario del Cordon Bleu y caballero del Tastevin nada menos. Seguro que aquella noche se fue como moro en Ramadán a su restaurante favorito frente al Palacio Altemps. Al saberme en Madrid, Charlie McCarthy – llamémosle así – se apresuró a corresponder a la invitación romana a la vez que me daba una lección de mundanidad. Los otros comensales eran una joven angelical que bebía las palabras del anfitrión con un candor que aún no sé si era auténtico y una joven pareja, de la que el marido, sin haber estado nunca en Roma, había confeccionado una maqueta de la ciudad en la que no faltaba un detalle. Charlie, mientras saludaba con familiaridad a cuantos llegaban a otras mesas – Pitita Ridruejo, los marqueses de Villaverde y qué sé yo – pidió de aperitivo un cocktail de Champagne. No recuerdo qué pedimos los demás, que no teníamos tanta soltura.Charlie apenas se llevó el cocktail a su boca de alcancía, hizo seña al camarero y le dio a entender que no estaba a su gusto; el camarero se apresuró a cambiárselo por otro; tomó un sorbo, puso cara de circunstancias, tomó un segundo sorbo y llamó al camarero para decirle que tampoco éste era de su agrado y que debía de ser que el champagne aquel – Moët Chandon, Veuve Clicquot o lo que fuera – perdía calidad al venir en botellín, que le trajera una botella entera, cosa que hizo el camarero, que esta vez preparó el cocktail delante de él y con mucha ceremonia. La elección de manjares fue otro número y por fin se decantó por un consommé ruso para empezar y no sé qué otra virguería como entrée mientras hacía una seña a Bartolomé March de que se acercara para susurrarle alguna importante confidencia en el oído.






Aquella misma tarde había estado yo en casa del escultor granadino Eduardo Carretero, casado con Isabel Roldán García, y mientras charlábamos había en el centro de la mesa un cuenco con aceite y pimentón en el que mojábamos un coscorrón de pan. A Eduardo lo había conocido en Chinchón o en Colmenar en una cantera donde compartimos con la cuadrilla de sus ayudantes un suculento perol al aire libre entre bloques de piedra y esculturas a medio hacer. Isabel, una Frieda Kahlo ibérica, era prima de Federico y estaba paralizada de cintura para abajo y las piedras con que trabajaba eran teselas de mosaico. No recuerdo muy bien lo que comimos aquel día al sol de Castilla, entre otras cosas porque todo me lo borra el regusto del aceite aquel de la tarde en que luego me darían la cena en Jockey.






(Eduardo Carretero, viudo de Isabelita, falleció hace poco en Chinchón a la edad de 91 años. Dios lo tenga a su vera).





Comentarios

  1. Los placeres sencillos de la vida se disfrutan mejor en buena compañía, y no hacen falta exquisiteces superfluas. Saludos de un lector anónimo, Don Aquilino.

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  2. Me gustan mucho estos retazos de memorias a vuela pluma, muy al estilo de Pepe Luis Vázquez, ligeras y profundas, valga el contrasentido.

    Saludos don Aquilino.

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