El Cristo del Milagro y la religiosidad popular
Los salteños toman muy en serio el sacramento de la Penitencia, a juzgar por las colas que a media mañana se forman ante los confesonarios de la Catedral. En la catedral se venera una imagen tenida por milagrosa, pues desempeñó un papel importante en el terremoto del 13 de septiembre de 1692. Esa imagen – el Cristo del Milagro – llevaba ya un siglo en Salta, a donde la envió el Obispo de Tucumán, fray Francisco de Victoria, en 1592. El dominico fray Francisco de Victoria, que no hay que confundir con su cuasi contemporáneo y cuasi homónimo Vitoria, el teólogo de Salamanca y jurista de Indias, estuvo presente el 16 de abril de 1582 en la fundación de la ciudad por Hernando de Lerma. Lerma y Victoria acabarían chocando y el obispo tuvo que volver a España, desde donde mandó dos imágenes: una Virgen del Rosario con destino a Córdoba y un Crucificado con destino a Salta. La nave que las llevaba a Lima debió de naufragar y los dos cajones en que iban las imágenes fueron hallados flotando frente al puerto del Callao. De Lima bajaron a lomos de mulas por la antigua Ruta del Inca; el Cristo se quedó en Salta y la Virgen del Rosario siguió hasta Córdoba. El 16 de abril de 2009 hubo desfile militar frente al palacio de la Legislatura en la plaza de Güemes y por la tarde vinieron de Buenos Aires muchos embajadores europeos, es de suponer que el de España entre ellos, a conmemorar la fecha y poner coronas de flores en la estatua del fundador.
El enfrentamiento entre el poder civil y el eclesiástico ya está en los años de la Conquista y la Evangelización y, curiosamente, ambos poderes se funden en cierto modo en las guerras de Independencia, a juzgar por los símbolos patrios vinculados a ciertas imágenes y entronizados en ciertos templos (en la iglesia matriz de Colonia del Sacramento la imagen de Nuestra Señora está acompañada de la bandera nacional y de una alusión a la gesta de los Treinta y Tres Orientales, y en la catedral de Buenos Aires dos centinelas de uniforme napoleónico dan guardia permanente al mausoleo del Libertador San Martín). El nacional-catolicismo no es como puede verse privativo de la madre patria. Es más, la vigencia que perdió en ésta a raíz de las piruetas del II Concilio Vaticano, se mantiene en los antiguos territorios virreinales. Ahora bien, esta apropiación o asimilación por el Estado de lo religioso, con que las repúblicas ultramarinas, empezando por las Trece Colonias del norte, se legitiman ungiéndose como los monarcas del Antiguo Régimen, es una cosa y otra la religiosidad popular, con la que por cierto trataron de legitimarse y confundirse las revoluciones del siglo XX (Teología de la Liberación). La religiosidad popular es, como la arquitectura religiosa y civil y la lengua española, lo mejor que España dejó de su paso por tan vasto Continente, algo que emociona a todo español bien nacido y le infunde consuelo y esperanza.
En una gran ciudad como Buenos Aires, cosmopolita y con menos indios y mestizos que muchas ciudades europeas o norteamericanas, la religiosidad está bastante diluida, por más que, en la misa vespertina del sábado, la iglesia del Pilar en la Recoleta estuviera llena a rebosar de puro criollo. También eran criollos en su mayoría los penitentes de Salta, muchos de los cuales podían ser muy bien oriundos de Siria o del Líbano, países donde el catolicismo siempre tuvo tanta fuerza o más que el Islam. De los inmigrantes que en el primer tercio del siglo XX llegaron a Salta, los únicos que se quedaron fueron los sirios y libaneses, cuyo suntuoso Centro frente al mercado de la ciudad da una idea de su prosperidad. De todos modos, yo creo que la religiosidad en la América española está en razón directa a la densidad de población indígena. Este fenómeno ya hace muchos años que lo pude observar en Méjico y no me cuesta trabajo creer que sea extensivo a otras repúblicas hispánicas.
Los salteños toman muy en serio el sacramento de la Penitencia, a juzgar por las colas que a media mañana se forman ante los confesonarios de la Catedral. En la catedral se venera una imagen tenida por milagrosa, pues desempeñó un papel importante en el terremoto del 13 de septiembre de 1692. Esa imagen – el Cristo del Milagro – llevaba ya un siglo en Salta, a donde la envió el Obispo de Tucumán, fray Francisco de Victoria, en 1592. El dominico fray Francisco de Victoria, que no hay que confundir con su cuasi contemporáneo y cuasi homónimo Vitoria, el teólogo de Salamanca y jurista de Indias, estuvo presente el 16 de abril de 1582 en la fundación de la ciudad por Hernando de Lerma. Lerma y Victoria acabarían chocando y el obispo tuvo que volver a España, desde donde mandó dos imágenes: una Virgen del Rosario con destino a Córdoba y un Crucificado con destino a Salta. La nave que las llevaba a Lima debió de naufragar y los dos cajones en que iban las imágenes fueron hallados flotando frente al puerto del Callao. De Lima bajaron a lomos de mulas por la antigua Ruta del Inca; el Cristo se quedó en Salta y la Virgen del Rosario siguió hasta Córdoba. El 16 de abril de 2009 hubo desfile militar frente al palacio de la Legislatura en la plaza de Güemes y por la tarde vinieron de Buenos Aires muchos embajadores europeos, es de suponer que el de España entre ellos, a conmemorar la fecha y poner coronas de flores en la estatua del fundador.
El enfrentamiento entre el poder civil y el eclesiástico ya está en los años de la Conquista y la Evangelización y, curiosamente, ambos poderes se funden en cierto modo en las guerras de Independencia, a juzgar por los símbolos patrios vinculados a ciertas imágenes y entronizados en ciertos templos (en la iglesia matriz de Colonia del Sacramento la imagen de Nuestra Señora está acompañada de la bandera nacional y de una alusión a la gesta de los Treinta y Tres Orientales, y en la catedral de Buenos Aires dos centinelas de uniforme napoleónico dan guardia permanente al mausoleo del Libertador San Martín). El nacional-catolicismo no es como puede verse privativo de la madre patria. Es más, la vigencia que perdió en ésta a raíz de las piruetas del II Concilio Vaticano, se mantiene en los antiguos territorios virreinales. Ahora bien, esta apropiación o asimilación por el Estado de lo religioso, con que las repúblicas ultramarinas, empezando por las Trece Colonias del norte, se legitiman ungiéndose como los monarcas del Antiguo Régimen, es una cosa y otra la religiosidad popular, con la que por cierto trataron de legitimarse y confundirse las revoluciones del siglo XX (Teología de la Liberación). La religiosidad popular es, como la arquitectura religiosa y civil y la lengua española, lo mejor que España dejó de su paso por tan vasto Continente, algo que emociona a todo español bien nacido y le infunde consuelo y esperanza.
En una gran ciudad como Buenos Aires, cosmopolita y con menos indios y mestizos que muchas ciudades europeas o norteamericanas, la religiosidad está bastante diluida, por más que, en la misa vespertina del sábado, la iglesia del Pilar en la Recoleta estuviera llena a rebosar de puro criollo. También eran criollos en su mayoría los penitentes de Salta, muchos de los cuales podían ser muy bien oriundos de Siria o del Líbano, países donde el catolicismo siempre tuvo tanta fuerza o más que el Islam. De los inmigrantes que en el primer tercio del siglo XX llegaron a Salta, los únicos que se quedaron fueron los sirios y libaneses, cuyo suntuoso Centro frente al mercado de la ciudad da una idea de su prosperidad. De todos modos, yo creo que la religiosidad en la América española está en razón directa a la densidad de población indígena. Este fenómeno ya hace muchos años que lo pude observar en Méjico y no me cuesta trabajo creer que sea extensivo a otras repúblicas hispánicas.
Muy acertada observación en tiempos de laicismo y lideres planetarios a uno y otro lado del charco.
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