Natalia Jiménez

Natalia II
Fue nel mezzo del camin della mia vita cuando yo conocí a Natalia y a su marido John, y fue en una triste oportunidad, la de la enfermedad y muerte en Ginebra de su padre, don Alberto Jiménez Fraud. A don Alberto lo había conocido en Oxford nueve años atrás, en la Semana Santa de 1955. A doña Natalia un poco antes, cuado vino a Cambridge a dar una conferencia titulada “El retrato de un Generalísimo”, es decir, el retrato de don Juan de Austria por El Greco. Supe entonces que el soneto de Juan Ramón Jiménez A una joven Diana, dedicado a Alberto Jiménez Fraud, fue escrito por ella y para ella, y que un día en Madrid, ya después de la guerra, dos jóvenes poetas habían rivalizado en recitárselo de memoria: Luis Rosales y José Antonio Muñoz Rojas.
Natalia hija, Natalita como le llamaban, Natalia II como se firmaba, era una belleza espectacular y confirmaba el que algunos, como Gregorio Prieto, la llamaran “La Flor de Oxford”. Fueron bien tristes aquellos días de la primavera ginebrina, con don Alberto de cuerpo presente velado por Marcela de Juan, madrileña del Celeste Imperio, una de las tantas personas españolas, de dentro y de fuera, que rodeábamos a don Alberto en las Naciones Unidas.
Puede decirse que tanto Natalia como su hermano Manolo heredaron, con la simpatía, los afectos de sus padres, y yo y luego los míos fuimos beneficiarios de ello. Ellos, que perdieron mucho al tener que abandonar España, se llevaron consigo algo que nadie les podía quitar sino con la vida: una manera de ser y de estar, una memoria de lo que habían sido y habían hecho y una fe en lo que otros podríamos en un futuro ser y hacer. Todos, sin pretenderlo, eran ejemplares, y en su ejemplaridad yo los asociaba, a través del abuelo Cossío, al cervantino Caballero del Verde Gabán. Son muchas las cartas que debo de guardar de doña Natalia, excelente corresponsal, y he perdido la cuenta de las veces y los lugares en que hemos convivido: Oxford, Londres, Viena, Ginebra, Madrid, Roma, Sevilla, Málaga, Betanzos…
Otro conocido común, ya desaparecido, exiliado también en Inglaterra, el yerno de Castillejo, Rafael Martínez Nadal, tan simpático como malévolo, decía entre otras lindezas, que Manolo y Natalita eran la negación del espíritu y el estilo de la Institución Libre de Enseñanza. Yo sólo sé decir que en Natalita lo que muchos tomaban por frivolidad era una alegría vital comunicativa que irradiaba felicidad. Natalia era alegre y luminosa, y eso se veía en las distintas casas en que vivió – en Belgravia o en el Barrio de Salamanca – en que los ventanales y los grandes espacios cobraban un plus de luminosidad con los paisajes urbanos de sus óleos y dibujos. Para Natalia una cosa o una persona no era buena o mala, era divertida o no divertida. Nadie que la haya conocido puede hablar mal de ella, aunque para muchos fuera un vendaval. Un vendaval, una ráfaga, una bocanada que ponía en movimiento todo cuanto se le ponía delante o tenía a su alrededor.
El temple de aquella hispanoinglesa que, como ella decía, de no haber sido su marido el segundón sino el mayorazgo, habría enjoyed terribly el haber ido de Lady Stucley por los salones londinenses, se demostró en su manera de hacer frente a los terribles golpes que sufrió, tanto más terribles cuanto que se trataba de una familia muy unida. Primero la muerte de su hermano Manolo, a quien adoraba; después la de su madre, en Galicia; por último la de su marido. Natalia, aparentemente ajena a todo el mundo intelectual de sus padres, demostró con creces que, al recaer sobre ella todo el peso de la tradición familiar, era capaz de estar a la altura de las circunstancias y, a la vez que organizaba y montaba exposiciones de obra propia, preparaba homenajes, promovía reediciones, movilizaba a medio mundo para que los españoles supieran quiénes habían sido don Alberto Jiménez y don Manuel Bartolomé Cossío y los conocieran por sus obras. Natalia estaba tan pronto en Londres como en Málaga o en Betanzos, pues también hubo de hacerse cargo de la finca de los abuelos en San Fiz de Vijoy donde, como en todos los lugares que ella tocaba con su varita mágica, muchos de los que la quisimos hemos pasado días inolvidables.
Por dos hijas mías que la acompañaron en sus últimos momentos sé que tuvo una buena muerte. Mi mujer le mandó decir una misa en San Marcos de Venecia.

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