Martes doloroso


                         Texto leído en la Real Academia Sevillana de Buenas Letras el martes 14 de enero de 2013  en una sesión doblemente necrológica, pues aparte de que el autor homenajeado ya no esté entre nosotros, nos llegaba la noticia del fallecimiento de nuestro antiguo Director el Excmo. Sr. D. Eduardo Ybarra Hidalgo, que en aquellos momentos yacía en la capilla ardiente del Hospital de la Caridad, de la que fue hermano.   
       
                         La obra selecta y redonda de Francisco Pleguezuelo

No hace mucho, en una Universidad norteamericana, al hacer la historia de mis primeros pasos literarios, alguien que me oía se creyó en el caso de compadecerme por las terribles dificultades que había tenido que superar en un medio tan hostil como era la España de mi adolescencia y mi juventud.  La verdad es que ya no sé cómo decir que de aquella España de mi juventud y mi adolescencia no tengo malos recuerdos después de todo, y si hago esta salvedad de “después de todo”, es porque los malos recuerdos que pueda tener y que tengo, no se deben a “aquella España”, sino a mi condición humana, ni mejor ni peor que la del común de los mortales. . Es  más; si volviera a nacer y me dieran a escoger época, escogería la que me tocó en suerte con sus luces y sus sombras, sobre todo dada mi propensión a recrearme en el lado luminoso de las cosas. Y una de las cosas más luminosas de mi juventud fue precisamente el conocimiento de lo que vamos a llamar el grupo fundador de la revista Platero.
(Cádiz, marzo 1952. Fernando Quiñones, A. D., Antonio Gala, Francisco Pleguezuelo)
 
Y ese conocimiento, que ya venía anunciándose desde los cuadernillos mecanografiados de Alcaraván y El Parnaso, tomó cuerpo, se hizo personal gracias al servicio militar en la Milicia Naval Universitaria en la que conseguí ingresar gracias a otro poeta gaditano, Jerónimo Martel, sobrino del entonces capitán de navío y jefe de la MNU don Eduardo Gener, piedra angular de otra revista, Madrigal, de Puerto Real. Don Eduardo era poeta él mismo y dibujante de gusto, ilustrador por cierto del librito sobre el sevillano barrio de Santa Cruz de José María Pemán.  Una mañana que desayunaba en el Hotel Atlántico con un profesor salmantino y su señora, nos llegaron unos toques de corneta del vecino fuerte de Santa Catalina y el profesor comentó que aquello le recordaba  su juventud en el servicio militar, si bien se apresuró a puntualizar que el servicio militar había sido una pérdida de tiempo que le había impedido hacer otras cosas.  Yo le repliqué que gracias al servicio militar precisamente había yo podido conocer Cádiz, Canarias y Galicia, cosa que entonces no estaba al alcance de mi economía familiar, y sobre todo el mar que rodea a la Península. Huelga decir que mi primera salida de la Escuela de Suboficiales, hasta hacía poco Escuela Naval, fue a Cádiz a encontrarme con. Julio Mariscal en la terraza del Novelty  y a la sede de Platero en la gestoría de Paquito Pro, el hermano de Serafín Pro, en la calle Fernán Caballero. Creo que fui de la mano de Paco Pleguezuelo a quien ya me habían presentado en Sevilla, en el patio de Maese Rodrigo de la Universidad, y allí fue mi primer encuentro con Fernando Quiñones, que irrumpió como un golpe de mar y me alzó en vilo de buenas a primeras.  Fueron ellos los que me presentaron a Pemán al encontrarnos con él por la calle Benjumeda. Pemán venía siguiendo con simpatía a los jóvenes poetas gaditanos ya en las hojas mecanografiadas de El Parnaso, y en la primera época de Platero, ya con el burrito de Pepe Pleguezuelo en la portada, llegó a saludarlos en verso:
        Sí, muchachos de Cádiz, con esa letra humilde, 
       mecánica y borrosa
       que es como un hablar bajo detrás de un jazminero…

 Pemán, que era mucho en la España de entonces, en Cádiz lo era todo, y por su acogida cabe deducir la dispensada por el resto de las personalidades de la cultura gaditana del momento, a las que hay que añadir el Delegado Provincial de Educación Popular José María García Cernuda, y el Gobernador Civil y Jefe Provincial del Movimiento Carlos Rodríguez de Valcárcel, deslumbrados por el talento precoz de Fernando Quiñones y sus ocurrencias de enfant terrible.  Por cierto, Quiñones, factótum y mano derecha del camarada García Cernuda en el periódico La Voz del Sur, fue quien me publicó en sus páginas, en aquel verano de 1951, la décima  a la plaza de toros del Puerto de Santa María que muchos años más tarde pondrían en el callejón de dicha plaza con la fecha equivocada. No muy distintas serían las circunstancias que propiciaron la fundación de la revista sevillana Aljibe en el otoño de aquel mismo año de 1951 ni la acogida de la ciudad a sus nuevos poetas.

    Puede que me haya excedido en la evocación de aquellos años iniciales, de los que ya quedamos pocos testigos, pero como son años de los que se habla a mocosuena y se dan interpretaciones torcidas, los pocos que conservamos la memoria sin contaminar tenemos el deber de contar las cosas como fueron y de dejar con las témporas al aire a los zoilos del “páramo cultural” y a las vestales de la “memoria histórica”.

     De los cuatro fundadores de Platero fue Quiñones el único que hizo carrera en la literatura o que haría de la literatura el eje de su vida. Serafín Pro y Felipe Sordo dejaron prácticamente de escribir al trasladarse a Madrid. Pleguezuelo fue otra cosa. Tuvo, apoyado unas veces y arrastrado otras, por su extraordinario hermano Antonio, que convertirse en lo que entonces se decía “un hombre de provecho”, pero no por ello dejó de escribir, y de vez en cuando aparecía su firma en la prensa sevillana. Su gran reconocimiento le llegó dos años antes de su muerte, y fue la concesión por el diario ABC de Sevilla del Premio “Joaquín Romero Murube”, acto al que tuve el privilegio de asistir, y conmigo la crema y el pachulí, que diría el P. Coloma, de la sociedad sevillana. El artículo premiado era un homenaje a la Giralda, un diálogo entre el Giraldillo y su reproducción a propósito del rigodón de ambas figuras en aquellos años de restauraciones.  En realidad se trataba de un cuento fantástico doblado de apólogo moral, género en el que cabía encasillar los trabajos de su primer y único libro hasta entonces, el aparecido dos años atrás en la Fundación El Monte con el título de El olor de la seba.  No deja de ser curioso que de los cuatro prolíficos fundadores de Platero sólo Quiñones lo siguiera siendo. Dos de ellos publicaron un solo libro por cabeza: Felipe Sordo Lamadrid, que recogió sus versos bajo el título Canción elemental, aparecido con el sello de Alcaraván en 1963 en Jerez y con el patrocinio del Excmo. Ayuntamiento de Arcos de la Frontera. El otro fue Francisco Pleguezuelo, muchos años más tarde, con el libro antedicho, fechado en 2006.  Sin embargo, entre los asiduos seguidores de Platero y entre sus propios fundadores e impulsores, quien gozaba de mayor prestigio intelectual era Serafín Pro Hesles, cuyas prosas nos entusiasmaban y cuyas lecturas, vastas y selectas a un tiempo, nos infundían un respeto imponente. El caso es que, al emigrar a la capital con Felipe Sordo, de la mano ambos de Fernando Quiñones, no volvió Serafín que yo sepa a publicar ni una línea y puede decirse que toda su vida literaria en la capital se redujo a visitar a Baroja el día de los Inocentes, en que éste cumplía años, y llevarle un rosco de Reyes.  Paco Pleguezuelo, que siempre mantuvo la devoción por Serafín, me comentaba que era un pozo de sabiduría literaria y que el mejor día produciría algo sensacional.  Yo le repliqué que estaba equivocado; que a fuerza de ahondar el pozo, a Serafín se le había olvidado cómo se saca el agua, y añadí algo que López Estrada me contó de Muñoz Rojas, en el sentido de que la escritura es un afán diario y que no hay que dejar pasar un día sin su línea, aunque sólo sea una breve nota bibliográfica.  Yo creo que Paco Pleguezuelo tomó buena nota, y eso explica todo lo que dejó escrito y que, gracias a esta selección tan bien hecha, se hace un hueco de lujo en la posteridad. 

    Y es que en este caso, más que de OBRA COMPLETA, habría que hablar de “Obra selecta”, ya que por ejemplo quedan fuera sus traducciones de Eliot o de Eluard, muestra de las lenguas que Pleguezuelo conocía y manejaba. Pero es que aparte de esas lenguas cultas, la que manejaba y conocía prodigiosamente era la propia, la lengua castellana en su variedad andaluza.  Alguna vez he dicho que mi interés, o mi preocupación, por la propiedad del lenguaje, vienen de haber estudiado Derecho y de haber servido en la Marina.  A Pleguezuelo le pasó otro tanto, y resultó un alumno más aprovechado, pues no sólo estudió la carrera de Leyes, sino que la practicó por un tiempo, y en cuanto al lenguaje marinero, no se limitó a los meses de servicio militar, que él hizo además en el Ejército de Tierra, sino que fue el resultado de una manera de vivir y de amar la mar de Cádiz.  Hay en efecto relatos de Pleguezuelo que son verdaderas lecciones de cosas en lo que al lenguaje de los hombres de mar se refiere, tanto en las piezas de los aparejos, como en los chirimbolos de la embarcación, en el conocimiento de las mareas y de los vientos, en la enumeración de las especies de los caladeros, y la observación de los efectos de la luz tanto en el mar como en el caserío de la costa. La descripción por ejemplo que hace de Sanlúcar de Barrameda, de sus distintas playas, de su avifauna, de su variopinta población, de su laberíntico callejero, del revoltijo de palacios, iglesias, bodegas, tabernas, miradores, ya sería de por sí una obra de arte, si además no se metiera en una de esas casas de buen aspecto, nos la describiera por dentro con el mismo gusto con el que sus dueños la amueblaron y a continuación en el alma y los sentimientos de las tres personas que la habitan. Me refiero al relato titulado Ana, donde todo lo que pasa es tan bello y tan angustioso que no sabe el lector si aquella historia va a tener un desenlace trágico o convencional, para llevarse la sorpresa que el desenlace no es lo uno ni lo otro.  Ejemplos como éste abundan en este tesoro de libro, de cuyas páginas tanto se aprende y tanta envidia nos infunde en los que más o menos somos del oficio. Pero hay otra cosa en el lenguaje literario de Pleguezuelo que no se puede pasar por alto. En una época en que se ha llegado a confundir la libertad de expresión con la suciedad de expresión, la prosa de Pleguezuelo es un modelo de limpieza, precisamente porque es un modelo de propiedad.  Pleguezuelo es un hombre de su tiempo del que da un honrado testimonio, que llama las cosas por su nombre y no oculta sus filias y sus fobias, pero que no las utiliza como armas arrojadizas y que incluso aquello que no pueda gustar a tal o cual lector, lo dice con educación. 

    Muchas son las ideas que sugiere este libro tan rico, tan vario, tan entretenido, tan discreto en el sentido cervantino del término, obra redonda más que “obra completa”.  Si me pusiera a glosar sistemáticamente cada una de sus secciones no acabaría en una semana. Yo conocí a Paco Pleguezuelo a los pocos días de haberse recibido en la sede de Aljibe el número de Platero en el que él publicaba una prosa poética dedicada a un vaciado en yeso de las manos de Chopin, que Gala por cierto comentó con sus pérfidas ingeniosidades. Al presentárselo a él, exclamó: “¡Ah, tú eres el autor de ese poema a las manos de Chopin que tanto celebramos!”  En aquellos días se citó con él en un bar de la Campana y hablaron de todo. Al día siguiente en la Facultad me daba Antonio cuenta de la entrevista y de la excelente impresión que le había causado aquel chico que, sin embargo, no tenía nada que hacer en la literatura. Bien es verdad que por aquellos años, ya en Madrid, Antonio se inventó el marbete de “la generación frustrada”, que por supuesto encabezaba  él y en la que entrábamos todos sus amigos y coetáneos del sur con inclusión destacada de Quiñones y su “discipulado”.  La única crítica  inapelable es la del tiempo, y ya quisieran muchos de los que han vivido y viven de las letras, haberlas cultivado con el decoro y el buen hacer de alguien que nunca pensó vivir de ellas, por más que ellas le hicieran tan grata la vida como ahora él nos la hace a sus lectores.

    En los últimos tiempos, es decir, desde que se operó de la garganta, Paco y yo nos comunicábamos principalmente por escrito. En Venecia estaba yo - ¡lo que son las cosas! – cuando tuve noticia de la muerte de Quiñones y acto seguido escribí dos cartas: una a Nadia en Cádiz y otra a Pleguezuelo en Sevilla. La última vez que nos vimos fue en la cena de la concesión del premio “Romero Murube” en la sede cartujana de ABC.  Por cierto, que mientras hacía antesala en una especie de tienda de campaña con otros amigos y conocidos, llegó el entonces presidente Chaves y nos saludó uno por uno. Al llegar mi turno y estrechar su mano, me quedé como bloqueado sin saber qué decir y no se me ocurrió otra cosa que exclamar, bien alto y claro: “¡Arriba España!”

   

   

   

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