Duelo en Nueva Granada

Jueves 07 de marzo de 2013

Publicado en edición impresa




El mito que limpiará los errores de Chávez



Por Loris Zanatta
Para LA NACION



Cuando Gabriel García Márquez se encontró con Hugo Chávez por primera vez, se preguntó si sería un salvador o un caudillo cualquiera destinado a convertirse en déspota. Ahora que está muerto, hay quienes lloran la pérdida del salvador y quienes recuerdan con rabia al déspota. Entre los primeros, destaca la izquierda latinoamericana, huérfana de un líder de envergadura, pero enriquecida por un mito más. No toda la izquierda, en realidad: no la izquierda reformista, que después de un largo camino llegó a reconocer que el Estado de Derecho es el mejor resguardo para la libertad y las razones de todos, especialmente de los más débiles; sí, en cambio, destaca la izquierda populista, o nacional, que tiene una idea mágica, casi religiosa, y ve en ella la vertiente que separa el infierno del paraíso, la salvación de la condena, la verdad del error.



El mito de Chávez tiene la ventaja de todos los mitos: la pureza, la limpieza, la perfección, la coherencia con el ideal. No importa que el mito se corresponda con la realidad: anda por su camino, cumple funciones que ninguna mancha corrompe. Y el mito de Chávez será sin duda más perfecto que su gobierno muy imperfecto. Porque digámoslo: Chávez fue un campeón en ganar elecciones, en seducir pueblos, en contar historias. Pero como gobernante se alista entre los malos y aun pésimos. Y no tanto por su descarado autoritarismo, por su gozo en manejar el poder de forma arbitraria sino mucho más por el derroche grosero de recursos, por la falta de previsión, por el desprecio de la institucionalidad, por la ineficiencia crónica de su administración. El mito vendrá a sanear todo eso, dejando su figura sin sombras.



Este tipo de liderazgos, sin embargo, no dejan de ser trampas para la izquierda populista. A través de ellos, piensa esa izquierda, puede esquivar el "triste" destino de la izquierda reformista. Vale decir, el destino de constitucionalizarse, de aceptar límites legales y políticos, ideológicos y morales. Al hacerlo, la izquierda reformista piensa en reformar, mejorar, gobernar. Y acepta la hipótesis legítima de perder. No es éste el destino que el mito de Chávez, tan evocativo del mito de Evita, le depara a la izquierda populista. Ese mito, en efecto, tiene como horizonte la resurrección, la revolución. El líder populista no reforma: refunda. Es el salvador. ¿Y cómo va a perder el poder el salvador? ¿Cómo lo va a compartir, a limitar?



Así es que, cuando el mito toma el poder, como le ocurrió a Chávez por largos años, su mística de salvación lo lleva a monopolizar el poder. En nombre de su pueblo -o sea, de la mayoría- y de la revolución. Es precisamente entonces cuando surge la paradoja, entre cómica y dramática, con la que choca la izquierda populista. Al rechazar el espíritu -y a menudo la letra- del constitucionalismo liberal, y al hacerse dueña de todo el poder, deja de ser tal, es decir, deja de ser izquierda.



Hablar de derecha y de izquierda, en efecto, tiene sentido -y mucho- dentro de un sistema pluralista, donde las fuerzas compiten sobre temas que definen esas identidades históricas: distribución de la riqueza, derechos civiles, políticas públicas, impuestos e inversiones. Etcétera. Pero donde la izquierda populista lo absorbe todo, como ocurrió con el experimento de Chávez, le toca jugar todos los roles al mismo tiempo: ser gobierno y oposición, fuerza de orden y de revolución, de estabilidad y de movimiento. Es entonces cuando pierde sentido la división entre izquierda y derecha, y la dinámica que se impone es la que divide quién tiene todo el poder y quién está del todo excluido. De forma muy primaria, muy primitiva.



Al final del recorrido de la izquierda populista enquistada en el poder, nos encontramos con los conocidos y maniqueos opuestos: pueblo-antipueblo, nación-antinación, amigos-enemigos. Y en el medio un desierto institucional, un cementerio donde el primer muerto es la confianza de los ciudadanos en una institución en la que todos puedan confiar gracias a su neutralidad y a su prestigio. Así le pasó a Chávez, y antes que a él a muchos otros: en sus casos, el salvador se transformó en déspota con la excusa de salvar. No había oposición entre los dos caminos imaginados por García Márquez.



© LA NACION.

Por la sensibilidad del tema, esta nota está cerrada a comentarios.

(Me abstengo, pues, de comentarios y me limitaré a algunas ilustraciones de un pintor de la zona afín al ilustre difunto que gloria haya)






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