Jovellanos en Sevilla
Jovellanos en Sevilla
Son ya tantas las veces que he ido a Gijón invitado por el Ateneo Jovellanos que no puedo acordarme de cuál fue la primera, que es cuando conocí a José Luis Martínez. Es de justicia decir que mi desembarco en Asturias fue en Oviedo, en la Tribuna Ciudadana que dirigía Juan Benito, y que el muñidor fue el entonces cronista oficial de Llanes José Ignacio Gracia Noriega. Desde entonces puede decirse que fui un asiduo visitante de Asturias y, quitando una vez que fui a Llanes como jardinero consorte y otra que vine de Betanzos a comer con Gracia Noriega en Casa Consuelo, a dos pasos por cierto de Puerto de Vega, donde Jovellanos rindió viaje para siempre, mi destino más frecuente fue Gijón y mi anfitrión José Luis Martínez.
José Luis Martínez pertenece a la rara especie de los lectores de amena literatura, para lo cual no hay que estudiar ninguna carrera específica. Los estudios de José Luis fueron de Comercio, pero tuvo la suerte o el instinto de entrar a trabajar en una librería ovetense sita en la calle Uría, la Librería Colón, una librería de aquellas de la época del “páramo cultural” en las que los ingenios locales alternaban con los nacionales en animadas tertulias. Los asturianos Angel González y Paco Ignacio Taibo, entre otros, conversaban con el gallego Torrente Ballester y con el vasco Celaya, por no citar más que unos nombres, nombres significativos, pues todos ellos tenían vara alta en el dichoso “páramo”. A tres de ellos los traté en la España de entonces y de los tres, ya difuntos, guardo un grato recuerdo personal y con alguno, como Torrente, tengo motivos de agradecimiento. Además, en años en que pasaba más tiempo fuera de España, coincidí en Lisboa con Torrente y en Roma con Celaya. A Taibo en cambio lo conocí en Méjico, en un almuerzo en el que su gentil esposa me dio a probar un queso curado al calor de los volcanes. La cocinera, indígena por supuesto, se esmeró aquel día. Eran vísperas de elecciones y los comensales, progresistas todos, más uno de los hijos, que parecía algo trotskista, comentaban que mientras ellos votaban a los candidatos de izquierda, la cocinera en cambio votaba al PAN, el partido de las derechas. Yo traté de sacarlos de su perplejidad y de tranquilizar su conciencia diciendo que en la vida no se está a la derecha ni a la izquierda, sino arriba o abajo.
Con esa iniciación entre libros, nada más natural para José Luis Martínez que en los viajes a los que lo obligaba su profesión de personaje de Arthur Miller, su olfato lo guiara a las tertulias literarias de los cafés y las librerías de la piel de toro, empezando por la cornisa cantábrica y extendiéndose a toda la península. Editor, patrono de instituciones importantes, enlace entre Ateneos, creador de premios, patrocinador de concursos, José Luis Martínez ha sido protagonista de tantas iniciativas culturales y artísticas que justifican con creces la lluvia de medallas de oro y de plata no sólo de España y de Portugal, sino de la América española y del propio Vaticano. Andalucía no podía quedarse atrás, y le rendiría homenaje con la Fiambrera de Plata del Ateneo de Córdoba, pero sería el Centro Asturiano de Madrid el que pusiera la guinda con su Manzana de Oro, robada desde luego por Hércules del Jardín de las Hespérides.
Hoy viene a Sevilla a hablarles a sus paisanos in Urbe de otro paisano ilustre que con Sevilla tuvo mucho que ver, don Gaspar Melchor de Jovellanos. Sevilla fue su primer destino profesional. Contaba veinticuatro años y traía el nombramiento de alcalde de cuadra, o sea de alcalde de la Sala del Crimen. El clima sevillano debió de hacerle gravosa la peluca con que entonces se tocaban los magistrados de la Real Audiencia y prescindió de ella, menos vistosa que su frondosa cabellera. Este episodio me hace pensar en un contemporáneo suyo, Jacobo Casanova, a quien su abuela, al mandarlo a Padua, le encasquetó una peluca rubia que se daba bocados con su tez morena y de la que no tardaron en desembarazarlo. Esta circunstancia no deja de tener su significado, pues la peluca era un estorbo para todo aquel que, como los personajes citados, acabara aireando su cabeza con las ideas de la Ilustración. Así lo entendió el conde de Aranda, que desde entonces suprimió la peluca en el atuendo de los magistrados. En Sevilla dio también sus primeros pasos Jovellanos como dramaturgo, al leer su comedia El delincuente honrado en la tertulia del Asistente Olavide en los Reales Alcázares.
Muchos años después, en 1808, volvía Jovellanos a Sevilla en circunstancias dramáticas, como individuo de la Junta Central, al trasladarse ésta desde Aranjuez ante el avance de las tropas invasoras. Al comienzo de los sucesos, convalecía en Jadraque de las penalidades de aquellos años, cuando recibió un correo de Murat nombrándolo ministro del rey José en unión de sus amigos Azanza, Urquijo, Cabarrús y Mazarredo. Una carta de Azanza le contaba los sucesos de Bayona y le daba cuenta del buen talante con que Carlos y Fernando habían cedido la corona a Napoleón para que éste la pusiera en las sienes de su hermano. Por mucho que simpatizara con los proyectos y las ideas de sus ilustrados amigos, en cuya defensa se había dejado la salud y la libertad, se negó en redondo a aceptar el ofrecimiento, alegando que “aun cuando la defensa de la patria fuese tan desesperada como ellos se pensaban, sería siempre la causa del honor y la lealtad, y a la que a todo trance debía de preciarse de seguir un buen español”. Ya a raíz de la batalla de Bailén había escrito: “Yo no sigo un partido, sigo la santa y justa causa de mi patria”. Es en Sevilla donde empieza a redactar sus cartas a Lord Holland en las que, con su Memoria de defensa de la Junta Central, se explaya sobre la “desenfrenada libertad de imprimir”, causa de los desmanes de la Revolución Francesa; sobre la “opinión pública”, de la que no tenía mejor opinión que Feijóo de la “voz del pueblo”, así como sobre los proyectos constitucionales que se debaten en Cádiz, donde espera el momento de emprender su azaroso viaje por mar a Galicia y Asturias. Partidario de un parlamento bicameral a la inglesa y a la americana, pero también de que la representación sea por estamentos, teme que “la manía democrática del sistema unicameral” haga que sólo se convoque a esa abstracción igualitaria que llamamos “pueblo”, con lo que la Constitución declinaría hacia la democracia, “cosa que no sólo todo buen español, sino todo hombre de bien, debe mirar con horror.”
Ya se sabe que en Cádiz, al promulgarse La Pepa, acabarían prevaleciendo los que Jovellanos llamaba “fogosos políticos, deslumbrados por su mismo celo…que destruyen para edificar de nuevo” imbuidos de “las ideas de Juan Jacobo y de Mably, y aun [de] las de Locke, Harrington y Sidney”. También muchos años más tarde, en 1978, de los siete sabios que, como diría Quevedo, engendraron a escote a La Nicolasa, el único que pareció acordarse de Jovellanos fue don Manuel Fraga, que llegaría a sugerir una Constitución a la inglesa, no escrita, y consistente en la adaptación a los nuevos tiempos de las aun vigentes Leyes Fundamentales. ¿Qué habría dicho Jovellanos si se entera de que con el tiempo, algo tan permanente como la Patria, supeditada a un sistema político transitorio por naturaleza (lo que él por cierto llamaba “superchería democrática”) iba a ser definida como un “concepto discutido y discutible”?
En fin, no sé si se me habré excedido en hablar de Jovellanos, pero confieso que todo lo que de él se diga siempre sabrá a poco, y ya que nuestra clase política lo ignora, pues nada hay que moleste tanto a la partitocracia como el patriotismo, quiero dar de antemano las gracias a José Luis Martínez por haberlo escogido como asunto de su conferencia de la que todos, estoy seguro, vamos a aprender mucho y bueno sobre un español tan grande como don Gaspar del que muchos de ustedes están orgullosos de ser paisanos y otros como yo de ser compatriotas.
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