Los heraldos rojos


Los heraldos rojos

Una de las aparentes paradojas de nuestra historia contemporánea es la identificación con la Cultura con mayúscula de la II República española, un régimen que se estrenó quemando iglesias y conventos, a ciencia y paciencia no sólo de las autoridades constituyentes o constituidas sino de una prestigiosa intelectualidad. Algo de eso tenía yo en mi mente cuando, en un acto público, aludía a los sarcasmos con que los ateneístas se burlaban de la “política hidráulica” preconizada por don Joaquín Costa diciendo que alguno de ellos, como el culto Sr. Azaña, prefería una “política ígnea”.

Es innegable el esfuerzo de las Misiones Pedagógicas; lo que no está tan claro es su eficacia, a juzgar por sus resultados, y es que todo intento de educación popular fracasa cuando se dirige a la masa y sólo acierta en individuos aislados. Estos individuos son aquellos contados mortales que están deseosos de aprender, y el que está deseoso de aprender, aprende aunque sean pésimos sus maestros. Es innegable también la altura de las figuras literarias y artísticas del momento, figuras que la República había heredado de la difunta Monarquía y cuyos más jóvenes representantes, la llamada Generación del 27, habían alcanzado su plenitud bajo la Dictadura de Primo de Rivera. El hecho es que la República vivió culturalmente de las rentas monárquicas. Al romperse el país con la guerra civil, el bando que por inercia y conveniencia siguió llamándose republicano y conservando algunos de sus símbolos, pasó también por el bando de la intelectualidad, también llamada Intelligentsia y en esa condición concitó la adhesión de la clerecía intelectual del universo mundo, llamada al orden poco antes por Julien Benda. Quiero creer que a algunos de los colaboradores de Hora de España no les agradara mucho la orgía destructora de las masas rojas, pero no tenían los pobres más remedio que hacer la vista gorda aunque sólo fuera por prudencia. Otros había que esa orgía no sólo la aplaudían, sino la alentaban.Ya en mayo de 1931, aparecía en París un manifiesto firmado por Benjamín Péret, René Char, Yves Tanguy, Aragon, Georges Sadoul, Georges Malkine, André Breton, René Crevel, André Thirion, Paul Éluard, Pierre Unik, Maxime Alexandre……… “y diez firmas de camaradas extranjeros”, entre los cuales figuraba algún que otro artista español afincado en Francia. Ese manifiesto se titulaba ¡Fuego! y empezaba así:

A partir del 10 de mayo de 1931, en Madrid, Córdoba, Sevilla, Bilbao, Alicante (…), etc., la muchedumbre ha incendiado las iglesias, los conventos, las universidades religiosas, ha destruido las estatuas, los cuadros que dichos edificios contenían, ha devastado los despachos de los periódicos católicos, ha expulsado bajo un abucheo a los sacerdotes, a los monjes, a las monjas que atraviesan apresuradamente las fronteras (…) Oponiendo a todas las hogueras que antaño preparó el clero de España la gran claridad materialista de las iglesias incendiadas, las masas sabrán encontrar en los tesoros de esas iglesias el oro necesario para armarse, luchar y transformar la revolución burguesa en revolución proletaria.

Cinco años más tarde, en agosto de 1936, uno de estos pirómanos, Benjamin Péret, le escribía desde Barcelona a otro de ellos, André Breton:

Si vieras Barcelona tal como está en la actualidad, salpicada de barricadas, decoradas de iglesias incendiadas de las que tan sólo quedan cuatro muros, estarías como yo exultante (…) Al llegar al primer pueblo se oye un ruido de truenos. Se trata de una iglesia que los obreros, no contentos con haberla incendiado, derriban con una rabia y una alegría que da gusto ver (…) Iglesias incendiadas o despojadas de sus campanas, es lo único que se ve en Cataluña (…) y que me ha parecido un paseo mágico (…)

El propio Orwell en su Homenaje a Cataluña se convence de que la revolución va en serio cuando ve en Barcelona la cantidad de iglesias en ruinas.

Debo estos datos a José Jiménez Lozano, con lo que no hago más que ampliar un comentario suyo en Los cuadernos de Rembrandt[1], extracto de sus diarios de los años que siguen a Advenimiento, otro extracto impagable aparecido anteriormente con el mismo sello editorial. Jiménez Lozano a su vez se apoya en un comentario de Enrique Andrés Ruiz sobre el carácter destructivo de las vanguardias artísticas del pasado siglo, anuncio y programa de las destrucciones de otra índole que acabarían abatiéndose sobre el mundo moderno. Precisamente ahora que se habla de la posible beatificación de Gaudí en coincidencia con la anunciada visita del Papa a la Sagrada Familia de Barcelona, bueno será exhumar la mención que de su paisano hacía Dalí en su Vida secreta:

La carne resucitó en el desentierro de los amantes de Teruel…El miliciano de la FAI llegaba al café del brazo de la momia de una monja del siglo XII, que acababa de desenterrar… Un viejo amigo del arquitecto Gaudí pretende haber visto el desenterrado cuerpo de este arquitecto genial, arrastrado por las calles de Barcelona con una cuerda que los chiquillos habían atado a su cuerpo… En Vic los soldados jugaban al fútbol con la cabeza del obispo… De todas partes subía en la martirizada España un olor de incienso, de casullas, de quemada grasa de curas y de carne espiritual descuartizada, que se mezclaba con el olor a pelo goteante del sudor de la promiscuidad de esa otra carne, concupiscente y tan paroxísticamente descuartizada, de las multitudes que fornicaban entre sí y con la muerte. Y todo esto ascendía hacia el cielo con el olor mismo del éxtasis del orgasmo de la revolución.

Dalí colaboró con Buñuel en aquella película “de culto”, como ahora se dice, que fue L’âge d’or ante la que han experimentado esa suerte de éxtasis numerosas generaciones de sadomasoquistas de cinemateca. El propio Buñuel, ante las atrocidades reales en que desembocarían los ensueños vanguardistas, confesaría que “ya no era posible el escándalo”; George Grosz reconoció su parte de culpa – y de sus camaradas de la Neue Sachlichkeit - en las abominaciones que se cernieron sobre Alemania; Henry Miller en sus últimos años en Big Sur hablaba como una mezcla de San Agustín y San Francisco de Asís, pero el mal estaba ya hecho y las minorías abyectas animadas del espíritu inmundo del 68 se erigirían en especie protegida primero y dominante después en un Occidente dejado de la mano de Dios.


[1] Los cuadernos de Rembrandt. Pre-textos. Valencia, 2010

Comentarios

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  2. Magnífico y estremecedor artículo. Es la dura verdad, que casi da miedo decir a muchos, pero que está ahí, en la historia, y se impondrá con el tiempo. "Pues amarga la verdad,/quiero echarla de la boca/, pues al alma su hiel toca / y esconderla es necedad".

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