Mayo del 68

Hace unos días, en el homenaje académico a Juan Ramón Jiménez, los políticos presentes se picaron por mis mal intencionadas alusiones al mayo francés del 68. Desde Asturias abunda en el mismo tema que yo el gran José Ignacio Gracia Noriega en La Nueva España, de Oviedo.

Mayo de 1968
En la primavera francesa, salieron por primera vez los señoritos y los hijos de los señoritos a hacer la revolución





Hace pocas fechas Antonio Masip recordaba, con austera melancolía, el aniversario -cuarenta años ni más ni menos- de aquellas jornadas revolucionarias de Mayo de 1968, también conocidas por «el mayo francés», que conmovieron el mundo durante algo más de diez días. Por una vez, la revolución se desplazaba de su marco otoñal (la Revolución de Octubre de 1917, la de Octubre de 1934), a la primavera, que es la estación que le resulta más adecuada, al menos en el aspecto metafórico. Pues no entiendo por qué motivo se da en considerar a la revolución como un renacimiento, cuando es todo lo contrario: no se trata de resucitar, lo que sería reformismo, sino de destruir, como bien lo había visto Dostoiewski en la más escalofriante profecía de la época moderna, la novela «Demonios», también titulada en España «Los endemoniados» y «Los poseídos». En ella se afirma que la irremediable limitación del socialismo consiste en destruir el orden antiguo sin ser capaz de construir uno nuevo. Pero los nihilistas fueron barridos por los bolcheviques, que eran personas serias, avaras, interesadas y sin escrúpulos, dispuestas a prevalecer por encima de todo. No hay personas más implacables, más ajenas a la piedad, que aquellos revolucionarios repentinamente convertidos en gobernantes, según lamentaba Víctor Serge, un trotskista atrapado por la revolución, cuyo destino natural, naturalmente, fue Siberia y la «medianoche del siglo» (por lo demás, hermosa novela, con cierto aire de Dostoiewski: tanto al de «Las pobres gentes» como al de «La casa de los muertos»). Asentada la revolución con mano de hierro (¿para qué querían el guante de lana burda con que la habían disimulado durante los días indecisos?), el trotskismo, frente al leninismo, tenía un cierto aire romántico (aparte que perder resulta mucho más romántico que ganar), y Trotsky tenía muy buen gusto literario, si lo comparamos con el helado dogmatismo de Lenin y Lunacharski, y aunque le opone objeciones a Gogol por reaccionario, no por ello deja de reconocer que era un buen escritor. Lenin, de haber perdido el tiempo leyendo literatura, hubiera enviado sus libros a la hoguera. La Revolución Francesa la prepararon los ilustrados, los «filósofos», y su único público posible, los aristócratas «snobs», ya que el pueblo llano no leía, pagó en la guillotina su irresponsabilidad. Pero el «progre», da igual la época a la que pertenezca, siempre tuvo un poderoso ramalazo masoquista, muy señaladamente en España, donde los llamados poetas del 50, exquisitos y dandis de un cosmopolitismo provinciano, bien que catalán, vivieron amargados porque perdieron la guerra aquellos que, de haberla ganado, los hubieran mandado fusilar. Aunque también se dieron excepciones muy notables, y entre aquellos revolucionarios del 68, hubo individuos prácticos, que supieron encontrar su hueco en el fascinante aparato del poder. En Mayo de 1968, por primera vez, los señoritos y los hijos de los señoritos salieron a la calle a hacer la revolución. Por ello no es de extrañar que lo que sucedió durante aquellas algaradas no fueran otra cosa que enfrentamientos entre los comunistas «comm'il faut» y diversas «harkas» de trotskistas, maoístas, gentes de extrema izquierda dispuestas a quemar el mundo y en general ácratas inconfesos cuyo principio básico era «prohibido prohibir»: como para proponerlo en una dictadura socialista. No es de extrañar que cuando los señoritos fueron a soliviantar a los obreros de la Renault, éstos, siguiendo la norma del verdadero y auténtico PC (no de la parodia en que lo convirtió Carrillo) los expulsaron con cajas destempladas. Mayo de 1968 fue el arreglo de cuentas no de los estudiantes contra los gendarmes, sino de los nihilistas contra los cancerberos de la revolución que no encontraban motivo para seguir jugando al revolucionario ya que la Unión Soviética y «países satélites» eran el «paraíso del comisario político y del funcionario». Y ¿habrá algo menos revolucionario que un funcionario? De manera que en mayo de 1968 se desentierra y desempolva el nihilismo del siglo XIX, el nihilismo atroz y sin salida de «los poseídos» de Dostoiewski. Lo que certifica que la izquierda radical es la cosa más anticuada que existe sobre el planeta: los nihilistas de 1968 eran herederos directos de los nihilistas rusos del siglo XIX, del mismo modo que Zapatero aplica el programa del partido radical francés de comienzos del siglo XX, con algunos aditamentos de carácter sexual que en aquella época, mucho mejor educada que ésta, no se acostumbraba a hacer públicos. Ahora bien, los nihilistas del siglo XX fueron mucho más cucos que sus predecesores del siglo anterior, ya que no tardaron en establecer un pacto social que les permitió escalar las máximas magistraturas del Estado, y así se dio, por citar sólo un ejemplo evidentísimo, que un muchacho «tan rojísimo», tan pacifista y tan revolucionario como Solana llegara a secretario general de la OTAN, cuya finalidad expresa no era otra que frenar la revolución y mantenerla institucionalizada dentro de sus fronteras. Pero bien sabían quienes le permitieron ocupar este alto cargo que las revoluciones de las que procedía también pretendían frenar la revolución con el snobismo y la frivolidad, y podían ser más rojos que nadie, pero desde luego, no eran comunistas. Don Pío Baroja ya advirtió durante la república que si los socialistas formaban parte de aquellos gobiernos era para dinamitar el sistema desde dentro, una vez que se dieron cuenta de la debilidad del Estado. Lo que no tuvo en cuenta Baroja (y parece mentira) fue la debilidad humana. El espíritu está presto, pero la carne es débil: debilísima si la regalan con las delicias del poder, el coche oficial, los escoltas para presumir y páginas en los periódicos para soltar chorradas. Quedan ya lejos los tiempos en los que el mayor pijoprogre de la literatura universal moderna, Julio Cortázar, se quedaba maravillado viendo los «graffitis» de las fachadas de París como si fuera un aldeano que ve pasar por primera vez el tren. ¡Y cuántos españolitos fueron a reforzar las bizarras vanguardias de los que, tirando adoquines contra los guardias (que a fin de cuentas eran unos «chingados») e ilustrándose en la «jazz session» por la noche, pretendían imponer una vez más el reino del hombre sobre la tierra! Sólo que los que, si no reinaron, cuando menos gobernaron, fueron los señoritos y los hijos de otros señoritos, que hicieron verdaderas carreras políticas corriendo delante de los guardias en París o Grenoble, Madrid o Valencia. Incluso en Oviedo, aunque aquí no conozco a ninguno que haya hecho carrera política después de haber corrido delante de los «grises». En España los herederos del 68 o sus observadores desde lejos crearon una clase política profesional absolutamente cancerígena para el tejido del Estado, que se repartió el presupuesto como si fuera botín de guerra, y el inmenso tinglado del Estado de las autonomías que ha convertido a España, según la atinada descripción de Juan Duyos, en «un conjunto de reinos, con boato de reyezuelos, con pléyade de varones ilustres y cantidades ingentes de funcionarios». Temo que me pase como a aquel filósofo griego que, según Baroja, murió de risa al ver a un burro comiendo una cesta de higos. Algunos me recuerdan aquella ocasión en la que el Papa Clemente y sus obispos fueron de visita al palacio del cardenal Bueno Monreal, arzobispo de Sevilla, y como éste, por tomarles el pelo, elogiara la vistosidad de sus hábitos, éstos le contestaron orgullosamente: «Es que nosotros también somos monseñores». ¿Dónde estuvo usted, amable lector, en Mayo de 1968? Es una pregunta magnífica, que puede dar lugar a desmesuradas fantasías, que certifiquen pasados heroicos. Yo me encontraba haciendo el servicio militar en el cuartel del Milán, actual Facultad de Filosofía y Letras, como soldado raso, por desafecto al régimen. Así que no estaba el horno para bollos. El 1 de mayo de 1968, metieron en el calabozo a Luisma y a Tejón, porque les encontraron propaganda en sus macutos, y a mí de paso, por haberme escapado a una fiesta en mi pueblo. Sólo estuve en el calabozo con ellos unas horas y luego me pasaron al calabozo de los «comunes» en el que estuve quince días, en tanto que Tejón, y sobre todo Luisma, pasaron más de un año encerrados. Durante esos quince días leí por primera vez «La divina comedia», y con esta lectura aprendí más italiano que en un curso en la Universidad, a cargo de Rodrigo Artime, que, con el tiempo, sería consejero de Cultura por el PSOE. ¡Ver para creer! En septiembre de aquel mayo tan florido (de pancartas), los tanques soviéticos abolieron la «primavera de Praga» puesta en marcha por el camarada Dubceck. Las cosas volvieron a su cauce, que no era otro que el del calendario. La primavera termina con el solsticio de verano, y después del verano vino el otoño, y los tanques entraron en Praga como si estuvieran anunciando la caída de la hoja. Entonces nos dimos cuenta de que aquello no tenía solución. Ni las flores de mayo ni la caída de la hoja. Por lo menos en España teníamos la certeza de que las cosas iban a cambiar cuando Franco muriera. ¿Pero quién pensaba a aquellas alturas en la caída del muro de Berlín, cuando todavía muchos intelectuales y señoritos «snobs» brindaban por el feliz acontecimiento de la entrada de los tanques soviéticos por las grandes avenidas de Nueva York?
José Ignacio Gracia Noriega

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