Andaluces de tercera
El autor de esta reseña es don Fernando Fernández Gómez, ex director del Museo Arqueológico de Sevilla.
Historia General de Al-Andalus.
Emilio González Ferrín.
Editorial Almuzara. Córdoba, 2006.
Es lo normal que, cuando se hace la recensión de un libro, sea para recomendar su lectura, por el interés o la belleza de su contenido, los datos que aporta, la corrección de su lenguaje, su riqueza terminológica, la profundidad de su pensamiento, o por cualquier otro motivo.
No es el caso, sin embargo, lamentablemente, del libro que hoy hemos querido traer ante ustedes, libro que, debemos confesar, comenzamos a leer sin ningún tipo de prejuicio, guiados exclusivamente por el interés de ver cómo el autor, González Ferrín, había escrito esta primera Historia General de Al-Andalus que llegaba a nuestras manos, y hasta qué punto había sabido integrarla en una Historia General de España.
A González Ferrín, profesor de nuestra Universidad de Sevilla, lo conocíamos personalmente por haber asistido a alguna conferencia suya en el Ateneo de la ciudad, en la que nos había hablado del Corán, y habíamos leído antes una obra suya sobre este mismo tema, “La palabra descendida. Un acercamiento al Corán”, que había merecido el Premio Jovellanos de ensayo. Y tanto una cosa como la otra, la conferencia como el libro, nos hacían pensar que su Historia de Al-Andalus podía tener interés, dado su aparente buen conocimiento del Islam, aspecto en el que sentimos no poder juzgarlo con mayor profundidad.
Sí podemos hacerlo, sin embargo, en relación con la Historia de Al-Andalus que acaba de publicar, la cual nos sentimos obligados a decir que nos ha defraudado profunda, total, absolutamente. Se trata de una historia viciada, en la que se han fijado unos objetivos previos y cuyo contenido se ha ido amoldando luego, cuanto ha sido necesario, para alcanzar esos objetivos predeterminados, sin duda para satisfacer el gusto y las pretensiones de los grupos nacionalistas, tan en boga en nuestros días. Y para satisfacerlos se ve obligado el autor a negar hechos que han sido hasta ahora universalmente aceptados por todos hasta surgir la fiebre de los nacionalismos. Y nos referimos sobre todo a su empeñó por eliminar el concepto de Reconquista, como si al eliminar el concepto desaparecieran también de un plumazo todos los hechos con ella relacionados.
De sobra sabemos que hay grupos a quienes molesta oír la palabra Reconquista y su pretensión de eliminarla de nuestra Historia, la Historia de España. Y la mejor manera de hacerlo, la más radical y sencilla, es eliminar el hecho de la invasión que la precede y la justifica. En el año 711 de nuestra era no hubo, por tanto, invasión de los árabes y bereberes del Norte de África. Fue una llegada pacífica de gentes del otro lado del Estrecho que profesaban la recién nacida religión islámica y que vinieron a ayudar al agonizante Estado visigodo y a su agonizante pueblo, hispanorromano y visigodo, cristiano en su inmensa mayoría y oficialmente católico desde que en el III Concilio de Toledo, el año 589, sus reyes abandonaran el arrianismo.
Los reyes y nobles visigodos, luchando entre sí, viene a decir el autor, se destruyeron recíprocamente y crearon un vacío de poder que fue el que vinieron a llenar los musulmanes, guerreros que en pocos años habían conquistado todo el Norte de África, que en pocos años conquistarán también toda la Península, aunque el autor lo niegue, y que llevarán sus armas hasta cerca de París, donde serán derrotados por el franco Clodoveo, haciéndoles retroceder. Pero todo ello sucedió, a juicio de González Ferrín, pacíficamente. La ocupación de nuestro suelo y la islamización de su pueblo no fue fruto de una invasión, sino que el pueblo cristiano, al contacto con los musulmanes, fue evolucionando de manera natural, gradualmente, hasta islamizarse. Y fruto de esa evolución natural fueron todos los cambios que en pocos años se sucedieron.
No puede hablarse, por tanto, de Reconquista, puesto que no había habido conquista previa, nada había sido conquistado en la Península por los árabes. Imposible reconquista, por tanto, dice, de cuanto no había sido conquistado (p. 359). Hablar de reconquista es crear un mito (p. 108), una quimera (p. 333), un invento (p. 140), una novela (p. 247), una película (p. 182), una mentira (p. 79), una broma macabra (p. 163), ya que la reconquista es un simple símbolo (p. 172), historia trufada (p. 174), una pura recreación cinematográfica, mito en movimiento, narración disléxica (p. 178), algo que resulta no sólo “jocoso” sino “patético” (p. 86).
Todos los historiadores y cronistas que a lo largo de los siglos, desde prácticamente el mismo siglo VIII, nos han hablado, por consiguiente, de Reconquista, nos han mentido. Ha tenido que venir González Ferrín, a principios del siglo XXI, a poner las cosas en su sitio, a hacernos ver y comprender, a demostrar, que el paso de Hispania a Al-Andalus fue producto de una simple evolución natural (p. 99), una especie de “transustanciación” (pp. 84 y 211), precipitada como consecuencia del Concilio de Nicea, que dividió a los cristianos, y, a consecuencia de esa evolución natural, intrínseca (p. 226), Hispania pasó a llamarse Al-Andalus y, como por emanación (p. 250), dejó de hablarse latín para empezar a hablarse árabe, “milagro de la arabización andalusí” (p. 267), y las iglesias, aquí más que de “milagro”, parecería excesivo, se habla de “relevo obligado”, se convirtieron en mezquitas (p. 232).
Hubo, sin embargo, como siempre ha sucedido, algunos descontentos que no admitieron esa evolución, esa emanación, esa transustanciación, ese milagro, ese relevo, y se enfrentaron a los árabes. Son los que llamamos mozárabes, de los cuales unos, “pobres desubicados”, huyeron hacia el Norte de la Península para juntarse a los cristianos; y otros, los que se quedaron, pobres “suicidas”, sufrieron el martirio, decapitados o crucificados, “represión inevitable”, por intentar mantener la fe cristiana (pp. 281, 283).
Los reyes cristianos, en ese proceso de evolución natural, no fueron más que el “norte hostil” (p. 236), “cristianos expansivos y con ínfulas de haber sido siempre cuanto comenzaban a ser” (p. 384), como si no fuera Al-Andalus lo que entonces comenzaba a ser. Y como si lo de antes, lo de Roma y los visigodos, lo de Tartessos y la Bética, lo de Hispania, no tuviera, al parecer, nada que ver con Al-Andalus. La Historia de Andalucía comienza para González Ferrín con Al-Andalus, comienza cuando los árabes vienen a poner paz entre los pueblos indígenas de la Península, pueblos al parecer atrasados, aunque hablaban una lengua indudablemente culta, el latín, que tenían leyes escritas desde hacía más de 500 años, en las que todavía se basa el Derecho, aunque de nada valieran para los recién llegados, pueblos que tenían una religión todavía mal definida, el cristianismo, a la que le crecían, unos por exceso y otros por defecto, los enanos de la herejía, y cuyas masas, según él, se hallaban divididas entre trinitarios y antitrinitarios, lo que había sembrado entre ellas la discordia a partir del Concilio de Nicea, como si esos problemas teológicos fueran capaces de preocupar a las masas hasta el punto de hacerlas enfrentarse entre sí. De nada había valido, en una palabra, la conquista, pues conquista fue y a costa de mucha sangre, de la Península por Roma, ni el secular proceso romanizador, ni las leyes romanas, ni las visigodas, ni lo acordado en los diversos concilios de Toledo conjuntamente por las autoridades civiles y religiosas para la organización del Estado surgido de la desmembración del Imperio romano de Occidente. Aquí solo cuenta lo sucedido a partir de un momento indefinido, pues el año 711 es solo un mito, y mitos son Tarik y Muza, del siglo VIII en que, como por emanación, por transustanciación, comienza el pacífico proceso de arabización de la Península. Y contra ese proceso se levantan los cristianos del Norte.
Habrían sido, por tanto, éstos, los cristianos del Norte, los que habrían ido expulsando de la Península a los árabes, en un afán expansionista que habría de culminar en la “toma nacional-católica de Granada” en 1492 (p. 217), fecha nefasta, que muchos quisieran borrar del calendario, y algunos estarían dispuestos a pedir perdón y, quizá, incluso, hasta a restituir lo reconquistado, utilizando esos re-ismos que tan poco le gustan a Gonzàlez Ferrín.
Así se escribe la Historia para complacer a los nacionalismos. Así se inventa la Historia. De nada valen las fuentes antiguas. De nada valen los Concilios de Toledo, ni los escritos de San Isidoro, a quien se refiere despectivamente González Ferrín como a un renqueante obispo que alaba en exceso la obra del rey Recaredo, el rey que buscó y consiguió la unidad hispana tras las diversas vicisitudes que sufrió la Península a la caída del Imperio romano. Una figura molesta, por tanto, y no en vano, pues Isidoro será uno de los faros que ilumine y guíe a todos los reyes cristianos a lo largo de la Edad Media en la magna empresa de la Reconquista, hasta el punto de exigir Fernando I al rey moro de Sevilla la entrega de su cuerpo, aquí enterrado, para trasladarlo a León, donde todavía se venera, mientras en Sevilla, ciudad de la que fue Obispo y a la que tanto engrandeció, algunos desearían eliminar su efigie del escudo municipal, como si por eliminar su efigie se destruyera su obra.
De nada valen tampoco las crónicas medievales, de nada vale el llamado Anónimo de Córdoba, escrito en 754 por un clérigo toledano, o cordobés, que, posiblemente, había vivido la invasión, la rota del Guadalete, la muerte de D. Rodrigo; de nada vale la Crónica de Alfonso III, ni la de Albelda, ni la Historia de Alfonso X el Sabio. De nada valen tampoco las crónicas árabes que claramente hablan de la “conquista”, como el primero de los cinco libros del Ajbar Machmua, la más antigua fuente de origen árabe, que no solo hace una crónica de la conquista, sino que nos habla de la vinculación personal de Pelayo con los reyes godos de Toledo, algo que no está probado. Pero a González Ferrín le sobran todas las fuentes, como ya parece indicar al principio de su inefable obra cuando, irónicamente, expresa que si copiar a un libro se considera plagio, y está mal visto, copiar a cien es investigación. El, por eso, no se basa en nada. No quiere plagiar ni a uno ni a cien. Le sobra todo. Y lo inventa todo. No quiere copiar. Solo copia a Olagüe. Lo que éste dijo hace medio siglo, recientemente reeditado, ¿por qué será?, Ferrin lo repite, lo explica, lo justifica, lo completa. El ha venido en nuestros días a descubrir la verdad, a poner los puntos sobre las íes, el orden en la anarquía, lo que pudo ser frente a lo que fue, a destruir todos los mitos, a explicar lo inexplicable.
Y lo inexplicable es que en pleno s. VIII los reyes cristianos, sintiéndose continuadores y herederos de los reyes visigodos, se empeñaran en la vasta empresa de expulsar de la Península a los árabes invasores, empresa que había de durar siglos y en la que había de empeñarse todo el pueblo y la nobleza del país, nobleza de la que habían de surgir los titulares de los diversos reinos que en la lucha contra el invasor habían de ir surgiendo. Lucha que había de durar siglos, aunque menos de los que parece, pues ya desde poco después del año 1000, el mismo rey Fernando que pide el cuerpo de San Isidoro, había de comenzar una política de parias, de tributos exigidos a los moros por ocupar una tierra que no les pertenecía, y que los reyes moros pagan como reconocimiento de ese hecho, que González Ferrín curiosamente admite (pp. 403 y 496). Y un par de siglos más tarde, otro rey Fernando, el Santo, el conquistador de Sevilla, al morir, dirá a su hijo Alfonso que le entrega toda España, “la una conquistada, la otra tributada”. Cuando en 1492 se toma, por tanto, Granada, ya hacía casi 500 años que los reyes moros habían comenzado a pagar tributos a los cristianos por ocupar una tierra que tácitamente admitían que no les pertenecía.
Leyendo el libro de González Ferrín hemos recordado a Ortega y Gasset cuando decía que sufría auténticas congojas oyendo hablar de España a los españoles y asistiendo a su infatigable labor de tomar el rábano por las hojas. Apenas hay cosa que sea justamente valorada, decía. Y así, se lamentaba, España se va deshaciendo, deshaciendo. Hoy ya es, continuaba, más que un pueblo, la polvareda que queda cuando por la gran ruta histórica ha pasado galopando un gran pueblo.
Esta Historia General de Al-Andalus de González Ferrín, es un claro ejemplo de esas historias a las que se refería Ortega. Historias a la carta, de las que, en nuestros días, ha hablado García de Cortázar, y se pregunta ¿qué ocurre cuando las historias de las Comunidades Autónomas no respetan el pluralismo cultural y político de la historia de la Península? Ocurre, dice, “que el sistema educativo deja de hacer españoles para hacer catalanes, aragoneses, vascos, andaluces, gallegos, extremeños, etc”. Pero, sin duda, es esto lo que se pretende, y, bajo ese punto de vista, no cabe duda de que el libro de González Ferrín cumple a su manera sus objetivos.
Muy distinta esta Historia de Andalucía de esa otra Historia de Menéndez Pidal, de la que Gregorio Marañón dijera que nunca podríamos pagar a su autor la lección de habernos enseñado a amar a España, no sólo por ser nuestra patria, sino porque España es así como él nos la ha enseñado. Como él nos la enseñó y como en nuestros días nos la han enseñado Sánchez Albornoz y Américo Castro, a pesar de sus diferencias, Julián Marías y Domínguez Ortiz, Vicens Vives y García de Valdeavellano, Salvador de Moxó y Palacio Atard, queridos profesores, José Luis Martín, García Moreno, González Jiménez, Ladero Quesada y tantos otros.
Está claro que estas son las historias que recomendamos leer y no esta pseudohistoria de González Ferrín, de la que nos gustaría saber que envejece sin venderse ni difundirse en los almacenes de la Editorial Almuzara.
Y todo ello sin que pueda interpretarse que reneguemos ni renunciemos al ingrediente árabe de nuestra cultura, que lo tiene, y ahí está, aparente en algunas de nuestras costumbres, y expresado y fijado de manera más clara en muchos de nuestros monumentos y conjuntos arquitectónicos y en numerosas piezas de nuestro tesoro artístico. Ni que dejemos de estar de acuerdo con muchas de las ideas que el autor vierte en su libro acerca de la importancia cultural de Al-Andalus y de la influencia que ejerció en la Europa de su tiempo, principalmente a través de los judíos, que tradujeron al latín los preciados manuscritos árabes con obras de la antigüedad y los llevaron por todo el continente. Y todo ello nos enorgullece, porque nos enriquece.
Pero sin que ello quiera decir tampoco que renunciemos a nuestras propias raíces clásicas, anteriores a todo lo árabe, como las de todos los países de la Europa mediterránea y en los por ella más intensamente influenciados, de todos los cuales decía Ganivet que estaban fundamentados sobre tres pilares básicos: el arte griego, la ley romana y la religión cristiana. Laín Entralgo añadirá un cuarto pilar, el germanismo. Y será el mismo Laín Entralgo quien nos recuerde las palabras de Indalecio Prieto poco antes de julio de 1936: “A medida que la vida pasa por mi…, me siento cada vez más profundamente español. Siento a España dentro de mi corazón y la llevo hasta en el tuétano de mis huesos”.
Emociona, en estos tiempos de “memoria histórica”, oír hablar así de España a uno de los más importantes protagonistas de los tristes acontecimientos de 1936. Y no es el único que así se expresa. Gustavo Bueno nos recuerda en una obra reciente las palabras que otro de aquellos protagonistas, Manuel Azaña, pronunciara pocos días antes del 18 de julio de aquel aciago año en un célebre discurso: “Os permito, tolero, admito, que no os importe la República, pero no que no os importe España. El sentido de la Patria no es un mito”.
Alfonso García Nuño ha recogido, por otra parte, las que fueron, al parecer, últimas palabras que el gran escritor Miguel de Unamuno dirigiera a su amigo Bartolomé Aragón, que le visitaba en su confinamiento domiciliario el último día de diciembre de aquel mismo año, que iba a ser el último de su vida. Cuando Aragón, comentando los dramáticos sucesos que estaban teniendo lugar, le decía a Unamuno que Dios parecía haberle vuelto la espalda a España, el genial pensador vasco le replicó con fuerza: "¡No! ¡Eso no puede ser, Aragón! Dios no puede volverle la espalda a España. España se salvará porque tiene que salvarse". “La voz de Unamuno –escribirá Ortega y Gasset pocos días después- sonaba sin parar por los ámbitos de España. Al cesar para siempre, temo –decía el gran filósofo español- que padezca nuestro país una era de atroz silencio”. Es, quizá, la era que nos está tocando vivir.
Por eso, y para no caer en lo que el propio González Ferrín considera que es el auténtico pecado del historiador, la omisión, hemos querido escribir estas líneas. Yo no quiero guardar silencio. Y en la medida de mis exiguas fuerzas y posibilidades, quiero hacerme oír, al menos para no ser integrado nunca en el grupo de los que se callaron. El tiempo del silencio ha concluido, escribía hace pocos días en nuestra ciudad, en la dedicatoria de un libro que ha llegado a nuestras manos, el Profesor Mayor Zaragoza. Y estamos de acuerdo. Voz de vida, voz debida, es el título del libro.
Por eso, aunque lo normal sea callarse en presencia de un mal libro, e ignorarlo, sin hacerle ninguna recensión, como decíamos al principio, yo no he podido callarme. Porque la lectura del libro de González Ferrín me ha producido una profunda pena, pena por quien lo escribe, pena por quien lo publica y pena, sobre todo, por quienes puedan leerlo sin argumentos para poder rebatirlo. Es, sin duda, una historia oportunista que sería lamentable que algún día viéramos elevada a la simple categoría de libro de lectura recomendada en cualquier ámbito. Porque esta Historia General de Al-Andalus no es, afortunadamente, la Historia General de Andalucía. La Historia de Andalucía es mucho más rica, mucho más larga, mucho más ancha y mucho más profunda. Porque la Historia de Andalucía es sólo una parte de la Historia de España. Y me subleva pensar que algún día González Ferrín pueda, desde su escaño de profesor de la Universidad, suspender a sus alumnos por no saberse esta historia que acaba de escribir. Pero, llegado ese momento, yo pediría a sus alumnos: ¡suspended, por favor, por dignidad!
Fernando Fernández Gómez
Historia General de Al-Andalus.
Emilio González Ferrín.
Editorial Almuzara. Córdoba, 2006.
Es lo normal que, cuando se hace la recensión de un libro, sea para recomendar su lectura, por el interés o la belleza de su contenido, los datos que aporta, la corrección de su lenguaje, su riqueza terminológica, la profundidad de su pensamiento, o por cualquier otro motivo.
No es el caso, sin embargo, lamentablemente, del libro que hoy hemos querido traer ante ustedes, libro que, debemos confesar, comenzamos a leer sin ningún tipo de prejuicio, guiados exclusivamente por el interés de ver cómo el autor, González Ferrín, había escrito esta primera Historia General de Al-Andalus que llegaba a nuestras manos, y hasta qué punto había sabido integrarla en una Historia General de España.
A González Ferrín, profesor de nuestra Universidad de Sevilla, lo conocíamos personalmente por haber asistido a alguna conferencia suya en el Ateneo de la ciudad, en la que nos había hablado del Corán, y habíamos leído antes una obra suya sobre este mismo tema, “La palabra descendida. Un acercamiento al Corán”, que había merecido el Premio Jovellanos de ensayo. Y tanto una cosa como la otra, la conferencia como el libro, nos hacían pensar que su Historia de Al-Andalus podía tener interés, dado su aparente buen conocimiento del Islam, aspecto en el que sentimos no poder juzgarlo con mayor profundidad.
Sí podemos hacerlo, sin embargo, en relación con la Historia de Al-Andalus que acaba de publicar, la cual nos sentimos obligados a decir que nos ha defraudado profunda, total, absolutamente. Se trata de una historia viciada, en la que se han fijado unos objetivos previos y cuyo contenido se ha ido amoldando luego, cuanto ha sido necesario, para alcanzar esos objetivos predeterminados, sin duda para satisfacer el gusto y las pretensiones de los grupos nacionalistas, tan en boga en nuestros días. Y para satisfacerlos se ve obligado el autor a negar hechos que han sido hasta ahora universalmente aceptados por todos hasta surgir la fiebre de los nacionalismos. Y nos referimos sobre todo a su empeñó por eliminar el concepto de Reconquista, como si al eliminar el concepto desaparecieran también de un plumazo todos los hechos con ella relacionados.
De sobra sabemos que hay grupos a quienes molesta oír la palabra Reconquista y su pretensión de eliminarla de nuestra Historia, la Historia de España. Y la mejor manera de hacerlo, la más radical y sencilla, es eliminar el hecho de la invasión que la precede y la justifica. En el año 711 de nuestra era no hubo, por tanto, invasión de los árabes y bereberes del Norte de África. Fue una llegada pacífica de gentes del otro lado del Estrecho que profesaban la recién nacida religión islámica y que vinieron a ayudar al agonizante Estado visigodo y a su agonizante pueblo, hispanorromano y visigodo, cristiano en su inmensa mayoría y oficialmente católico desde que en el III Concilio de Toledo, el año 589, sus reyes abandonaran el arrianismo.
Los reyes y nobles visigodos, luchando entre sí, viene a decir el autor, se destruyeron recíprocamente y crearon un vacío de poder que fue el que vinieron a llenar los musulmanes, guerreros que en pocos años habían conquistado todo el Norte de África, que en pocos años conquistarán también toda la Península, aunque el autor lo niegue, y que llevarán sus armas hasta cerca de París, donde serán derrotados por el franco Clodoveo, haciéndoles retroceder. Pero todo ello sucedió, a juicio de González Ferrín, pacíficamente. La ocupación de nuestro suelo y la islamización de su pueblo no fue fruto de una invasión, sino que el pueblo cristiano, al contacto con los musulmanes, fue evolucionando de manera natural, gradualmente, hasta islamizarse. Y fruto de esa evolución natural fueron todos los cambios que en pocos años se sucedieron.
No puede hablarse, por tanto, de Reconquista, puesto que no había habido conquista previa, nada había sido conquistado en la Península por los árabes. Imposible reconquista, por tanto, dice, de cuanto no había sido conquistado (p. 359). Hablar de reconquista es crear un mito (p. 108), una quimera (p. 333), un invento (p. 140), una novela (p. 247), una película (p. 182), una mentira (p. 79), una broma macabra (p. 163), ya que la reconquista es un simple símbolo (p. 172), historia trufada (p. 174), una pura recreación cinematográfica, mito en movimiento, narración disléxica (p. 178), algo que resulta no sólo “jocoso” sino “patético” (p. 86).
Todos los historiadores y cronistas que a lo largo de los siglos, desde prácticamente el mismo siglo VIII, nos han hablado, por consiguiente, de Reconquista, nos han mentido. Ha tenido que venir González Ferrín, a principios del siglo XXI, a poner las cosas en su sitio, a hacernos ver y comprender, a demostrar, que el paso de Hispania a Al-Andalus fue producto de una simple evolución natural (p. 99), una especie de “transustanciación” (pp. 84 y 211), precipitada como consecuencia del Concilio de Nicea, que dividió a los cristianos, y, a consecuencia de esa evolución natural, intrínseca (p. 226), Hispania pasó a llamarse Al-Andalus y, como por emanación (p. 250), dejó de hablarse latín para empezar a hablarse árabe, “milagro de la arabización andalusí” (p. 267), y las iglesias, aquí más que de “milagro”, parecería excesivo, se habla de “relevo obligado”, se convirtieron en mezquitas (p. 232).
Hubo, sin embargo, como siempre ha sucedido, algunos descontentos que no admitieron esa evolución, esa emanación, esa transustanciación, ese milagro, ese relevo, y se enfrentaron a los árabes. Son los que llamamos mozárabes, de los cuales unos, “pobres desubicados”, huyeron hacia el Norte de la Península para juntarse a los cristianos; y otros, los que se quedaron, pobres “suicidas”, sufrieron el martirio, decapitados o crucificados, “represión inevitable”, por intentar mantener la fe cristiana (pp. 281, 283).
Los reyes cristianos, en ese proceso de evolución natural, no fueron más que el “norte hostil” (p. 236), “cristianos expansivos y con ínfulas de haber sido siempre cuanto comenzaban a ser” (p. 384), como si no fuera Al-Andalus lo que entonces comenzaba a ser. Y como si lo de antes, lo de Roma y los visigodos, lo de Tartessos y la Bética, lo de Hispania, no tuviera, al parecer, nada que ver con Al-Andalus. La Historia de Andalucía comienza para González Ferrín con Al-Andalus, comienza cuando los árabes vienen a poner paz entre los pueblos indígenas de la Península, pueblos al parecer atrasados, aunque hablaban una lengua indudablemente culta, el latín, que tenían leyes escritas desde hacía más de 500 años, en las que todavía se basa el Derecho, aunque de nada valieran para los recién llegados, pueblos que tenían una religión todavía mal definida, el cristianismo, a la que le crecían, unos por exceso y otros por defecto, los enanos de la herejía, y cuyas masas, según él, se hallaban divididas entre trinitarios y antitrinitarios, lo que había sembrado entre ellas la discordia a partir del Concilio de Nicea, como si esos problemas teológicos fueran capaces de preocupar a las masas hasta el punto de hacerlas enfrentarse entre sí. De nada había valido, en una palabra, la conquista, pues conquista fue y a costa de mucha sangre, de la Península por Roma, ni el secular proceso romanizador, ni las leyes romanas, ni las visigodas, ni lo acordado en los diversos concilios de Toledo conjuntamente por las autoridades civiles y religiosas para la organización del Estado surgido de la desmembración del Imperio romano de Occidente. Aquí solo cuenta lo sucedido a partir de un momento indefinido, pues el año 711 es solo un mito, y mitos son Tarik y Muza, del siglo VIII en que, como por emanación, por transustanciación, comienza el pacífico proceso de arabización de la Península. Y contra ese proceso se levantan los cristianos del Norte.
Habrían sido, por tanto, éstos, los cristianos del Norte, los que habrían ido expulsando de la Península a los árabes, en un afán expansionista que habría de culminar en la “toma nacional-católica de Granada” en 1492 (p. 217), fecha nefasta, que muchos quisieran borrar del calendario, y algunos estarían dispuestos a pedir perdón y, quizá, incluso, hasta a restituir lo reconquistado, utilizando esos re-ismos que tan poco le gustan a Gonzàlez Ferrín.
Así se escribe la Historia para complacer a los nacionalismos. Así se inventa la Historia. De nada valen las fuentes antiguas. De nada valen los Concilios de Toledo, ni los escritos de San Isidoro, a quien se refiere despectivamente González Ferrín como a un renqueante obispo que alaba en exceso la obra del rey Recaredo, el rey que buscó y consiguió la unidad hispana tras las diversas vicisitudes que sufrió la Península a la caída del Imperio romano. Una figura molesta, por tanto, y no en vano, pues Isidoro será uno de los faros que ilumine y guíe a todos los reyes cristianos a lo largo de la Edad Media en la magna empresa de la Reconquista, hasta el punto de exigir Fernando I al rey moro de Sevilla la entrega de su cuerpo, aquí enterrado, para trasladarlo a León, donde todavía se venera, mientras en Sevilla, ciudad de la que fue Obispo y a la que tanto engrandeció, algunos desearían eliminar su efigie del escudo municipal, como si por eliminar su efigie se destruyera su obra.
De nada valen tampoco las crónicas medievales, de nada vale el llamado Anónimo de Córdoba, escrito en 754 por un clérigo toledano, o cordobés, que, posiblemente, había vivido la invasión, la rota del Guadalete, la muerte de D. Rodrigo; de nada vale la Crónica de Alfonso III, ni la de Albelda, ni la Historia de Alfonso X el Sabio. De nada valen tampoco las crónicas árabes que claramente hablan de la “conquista”, como el primero de los cinco libros del Ajbar Machmua, la más antigua fuente de origen árabe, que no solo hace una crónica de la conquista, sino que nos habla de la vinculación personal de Pelayo con los reyes godos de Toledo, algo que no está probado. Pero a González Ferrín le sobran todas las fuentes, como ya parece indicar al principio de su inefable obra cuando, irónicamente, expresa que si copiar a un libro se considera plagio, y está mal visto, copiar a cien es investigación. El, por eso, no se basa en nada. No quiere plagiar ni a uno ni a cien. Le sobra todo. Y lo inventa todo. No quiere copiar. Solo copia a Olagüe. Lo que éste dijo hace medio siglo, recientemente reeditado, ¿por qué será?, Ferrin lo repite, lo explica, lo justifica, lo completa. El ha venido en nuestros días a descubrir la verdad, a poner los puntos sobre las íes, el orden en la anarquía, lo que pudo ser frente a lo que fue, a destruir todos los mitos, a explicar lo inexplicable.
Y lo inexplicable es que en pleno s. VIII los reyes cristianos, sintiéndose continuadores y herederos de los reyes visigodos, se empeñaran en la vasta empresa de expulsar de la Península a los árabes invasores, empresa que había de durar siglos y en la que había de empeñarse todo el pueblo y la nobleza del país, nobleza de la que habían de surgir los titulares de los diversos reinos que en la lucha contra el invasor habían de ir surgiendo. Lucha que había de durar siglos, aunque menos de los que parece, pues ya desde poco después del año 1000, el mismo rey Fernando que pide el cuerpo de San Isidoro, había de comenzar una política de parias, de tributos exigidos a los moros por ocupar una tierra que no les pertenecía, y que los reyes moros pagan como reconocimiento de ese hecho, que González Ferrín curiosamente admite (pp. 403 y 496). Y un par de siglos más tarde, otro rey Fernando, el Santo, el conquistador de Sevilla, al morir, dirá a su hijo Alfonso que le entrega toda España, “la una conquistada, la otra tributada”. Cuando en 1492 se toma, por tanto, Granada, ya hacía casi 500 años que los reyes moros habían comenzado a pagar tributos a los cristianos por ocupar una tierra que tácitamente admitían que no les pertenecía.
Leyendo el libro de González Ferrín hemos recordado a Ortega y Gasset cuando decía que sufría auténticas congojas oyendo hablar de España a los españoles y asistiendo a su infatigable labor de tomar el rábano por las hojas. Apenas hay cosa que sea justamente valorada, decía. Y así, se lamentaba, España se va deshaciendo, deshaciendo. Hoy ya es, continuaba, más que un pueblo, la polvareda que queda cuando por la gran ruta histórica ha pasado galopando un gran pueblo.
Esta Historia General de Al-Andalus de González Ferrín, es un claro ejemplo de esas historias a las que se refería Ortega. Historias a la carta, de las que, en nuestros días, ha hablado García de Cortázar, y se pregunta ¿qué ocurre cuando las historias de las Comunidades Autónomas no respetan el pluralismo cultural y político de la historia de la Península? Ocurre, dice, “que el sistema educativo deja de hacer españoles para hacer catalanes, aragoneses, vascos, andaluces, gallegos, extremeños, etc”. Pero, sin duda, es esto lo que se pretende, y, bajo ese punto de vista, no cabe duda de que el libro de González Ferrín cumple a su manera sus objetivos.
Muy distinta esta Historia de Andalucía de esa otra Historia de Menéndez Pidal, de la que Gregorio Marañón dijera que nunca podríamos pagar a su autor la lección de habernos enseñado a amar a España, no sólo por ser nuestra patria, sino porque España es así como él nos la ha enseñado. Como él nos la enseñó y como en nuestros días nos la han enseñado Sánchez Albornoz y Américo Castro, a pesar de sus diferencias, Julián Marías y Domínguez Ortiz, Vicens Vives y García de Valdeavellano, Salvador de Moxó y Palacio Atard, queridos profesores, José Luis Martín, García Moreno, González Jiménez, Ladero Quesada y tantos otros.
Está claro que estas son las historias que recomendamos leer y no esta pseudohistoria de González Ferrín, de la que nos gustaría saber que envejece sin venderse ni difundirse en los almacenes de la Editorial Almuzara.
Y todo ello sin que pueda interpretarse que reneguemos ni renunciemos al ingrediente árabe de nuestra cultura, que lo tiene, y ahí está, aparente en algunas de nuestras costumbres, y expresado y fijado de manera más clara en muchos de nuestros monumentos y conjuntos arquitectónicos y en numerosas piezas de nuestro tesoro artístico. Ni que dejemos de estar de acuerdo con muchas de las ideas que el autor vierte en su libro acerca de la importancia cultural de Al-Andalus y de la influencia que ejerció en la Europa de su tiempo, principalmente a través de los judíos, que tradujeron al latín los preciados manuscritos árabes con obras de la antigüedad y los llevaron por todo el continente. Y todo ello nos enorgullece, porque nos enriquece.
Pero sin que ello quiera decir tampoco que renunciemos a nuestras propias raíces clásicas, anteriores a todo lo árabe, como las de todos los países de la Europa mediterránea y en los por ella más intensamente influenciados, de todos los cuales decía Ganivet que estaban fundamentados sobre tres pilares básicos: el arte griego, la ley romana y la religión cristiana. Laín Entralgo añadirá un cuarto pilar, el germanismo. Y será el mismo Laín Entralgo quien nos recuerde las palabras de Indalecio Prieto poco antes de julio de 1936: “A medida que la vida pasa por mi…, me siento cada vez más profundamente español. Siento a España dentro de mi corazón y la llevo hasta en el tuétano de mis huesos”.
Emociona, en estos tiempos de “memoria histórica”, oír hablar así de España a uno de los más importantes protagonistas de los tristes acontecimientos de 1936. Y no es el único que así se expresa. Gustavo Bueno nos recuerda en una obra reciente las palabras que otro de aquellos protagonistas, Manuel Azaña, pronunciara pocos días antes del 18 de julio de aquel aciago año en un célebre discurso: “Os permito, tolero, admito, que no os importe la República, pero no que no os importe España. El sentido de la Patria no es un mito”.
Alfonso García Nuño ha recogido, por otra parte, las que fueron, al parecer, últimas palabras que el gran escritor Miguel de Unamuno dirigiera a su amigo Bartolomé Aragón, que le visitaba en su confinamiento domiciliario el último día de diciembre de aquel mismo año, que iba a ser el último de su vida. Cuando Aragón, comentando los dramáticos sucesos que estaban teniendo lugar, le decía a Unamuno que Dios parecía haberle vuelto la espalda a España, el genial pensador vasco le replicó con fuerza: "¡No! ¡Eso no puede ser, Aragón! Dios no puede volverle la espalda a España. España se salvará porque tiene que salvarse". “La voz de Unamuno –escribirá Ortega y Gasset pocos días después- sonaba sin parar por los ámbitos de España. Al cesar para siempre, temo –decía el gran filósofo español- que padezca nuestro país una era de atroz silencio”. Es, quizá, la era que nos está tocando vivir.
Por eso, y para no caer en lo que el propio González Ferrín considera que es el auténtico pecado del historiador, la omisión, hemos querido escribir estas líneas. Yo no quiero guardar silencio. Y en la medida de mis exiguas fuerzas y posibilidades, quiero hacerme oír, al menos para no ser integrado nunca en el grupo de los que se callaron. El tiempo del silencio ha concluido, escribía hace pocos días en nuestra ciudad, en la dedicatoria de un libro que ha llegado a nuestras manos, el Profesor Mayor Zaragoza. Y estamos de acuerdo. Voz de vida, voz debida, es el título del libro.
Por eso, aunque lo normal sea callarse en presencia de un mal libro, e ignorarlo, sin hacerle ninguna recensión, como decíamos al principio, yo no he podido callarme. Porque la lectura del libro de González Ferrín me ha producido una profunda pena, pena por quien lo escribe, pena por quien lo publica y pena, sobre todo, por quienes puedan leerlo sin argumentos para poder rebatirlo. Es, sin duda, una historia oportunista que sería lamentable que algún día viéramos elevada a la simple categoría de libro de lectura recomendada en cualquier ámbito. Porque esta Historia General de Al-Andalus no es, afortunadamente, la Historia General de Andalucía. La Historia de Andalucía es mucho más rica, mucho más larga, mucho más ancha y mucho más profunda. Porque la Historia de Andalucía es sólo una parte de la Historia de España. Y me subleva pensar que algún día González Ferrín pueda, desde su escaño de profesor de la Universidad, suspender a sus alumnos por no saberse esta historia que acaba de escribir. Pero, llegado ese momento, yo pediría a sus alumnos: ¡suspended, por favor, por dignidad!
Fernando Fernández Gómez
Hay personas que preveyendo el futuro toman partido por caballo ganador.Son lecciones que nos deja la historia y que se repiten irremediablemente.El futuro de Europa,Vaticano incluido, esta claro y ciego el que no lo quiera ver.
ResponderEliminarEn cierta ocasión según una anécdota conocida en el mundillo literario-filosófico, D. Gustavo Bueno puso coto a un debate sacando una navaja de su bolsillo y declarando que aquella herramienta era "el último argumento materialista". ¿Vale la pena seguir discutiendo ciertas tesis?. ¿No es delito la construcción de una historia desvirtuada?. ¿Por qué se delinque al negar la existencia de campos de exterminio en la Alemania nazi y no al negar realidades, al menos tan evidentes como esas plantas de aniquilación?... Ante algún historiador contemporáneo quisiera acudir al "último argumento racional".
ResponderEliminarEL TIEMPO DEL SILENCIO
ResponderEliminarLeo con sorpresa e inquietud tu reseña de mi libro, Fernando Fernández Gómez, por más que lamento lo poco que lo has entendido. Dicen nuestros amigos comunes que no me preocupe, que el resquemor que trasladas debe responder a uno de tus prontos. Pero yo diría que responde más bien a uno de tus tardes; tarde como la ideología que rezuma por entre tus líneas a la hora de definir España más por cruzazo en la mesa que por voluntad de vida en común, por empezar con Ortega. Tarde como el medievalismo acartonado del que bebes, en tiempos de plena revolución ilustrativa por toda Europa. Tarde como la tristeza otoñal de tus elegías a una España superada por otra mucho más orgullosa que temerosa de serlo.
¿De dónde puedes sacar que mis ideas puedan ser ideario? ¿de dónde puedes haber leído en mí el más leve guiño al nacionalismo? El libro se subtitula “Europa entre Oriente y Occidente” y consiste en la reivindicación del papel que la España medieval tuvo en el Renacimiento. La conexión esencial de una época que sólo es oscura para los que no perciben el natural evolucionismo de los tiempos.
Citas a Mayor Zaragoza y su dedicatoria: “el tiempo del silecio ha concluido” –dices-. Y no pareces saber ni lo que significa; la búsqueda de la verdad que Mayor Zaragoza ha llevado a cabo toda su vida. Una verdad que –lo siento por tus noches en vela- no es única. Tampoco pareces saber a qué se está dedicando este señor ahora, para mayor gloria de sus compatriotas. A tratar de abrir el futuro partiendo de que el pasado no fue tan cerrado como tus ideólogos nos enseñaron. Y vuelvo a lo mismo: ¿cómo puede uno leer mi libro y no sentirse orgulloso de ser español? ¿Cómo puede percibirse que contribuya a “deshacer España” cuando lo estoy paseando por medio mundo y se acercan a través de él a nuestra historia con envidia. Vengo de presentar estas ideas en la Universidad de Nueva York y en el Cervantes de Berlín, y te aseguro que los respectivos públicos comprendieron mucho más el imprescindible papel de España en la definición de Europa.
Pero ahí estoy chocando con tu ideología, porque percibo que eres de los que sienten el germanismo como alternativa innegociable. También de los que creen que el Renacimiento eran las poblaciones de ciudades italianas aprendiendo griego, en tanto similares ciudades andalusíes –según tú- propagaban oscuridad milenarista. Ese germanismo que acomplejó a España –aquel Fernando Savater que al preguntar en Alemania si leían filosofía española, le dijeron: “¿iría usted a ver a un torero alemán?”-. Ese mismo germanismo que ha provocado tanta tortícolis en los historiadores españoles, pese a que nuestra geografía e historia no viciada nos convierta en protagonistas mediterráneos de una idea mucho menos exclusivista de Europa y del mundo.
En el libro que has subrayado sin contexto, de la primera a la última página se eleva un canto –criticado por lo mismo en otros foros- a la necesaria definición de España y el orgullo de ser europeos en más por el hecho de haber bebido de tantas fuentes. Es cierto que no puedes –y cito- “juzgarlo con mayor profundidad” porque no conoces el islam ni el árabe. Pero puedes creerme si te digo que la parte de las fuentes árabes que citas de oído –Ajbar Machmúa- no es más que una traducción tardía de la Anábasis de Jenofonte y la retirada táctica de los Diez Mil, y que el término al-Andalus no viene del Corán sino de Platón y la Atlántida. Porque fue el neoplatonismo alejandrino el que creó el islam que conocemos.
Aquellas narraciones de conquista y estas inspiraciones etimológicas, situadas en los orígenes de la supuesta constitución del emirato de Córdoba, dan fe de la inefable helenización del mundo islámico que llega a nuestras playas. Porque ahí es donde creo que no has comprendido mi libro: el islam árabe es la continuación de la Roma Oriental, no su destrucción –de eso se encargarán los turcos-. Y todas las crónicas que tú citas como cercanas al 711 no hablan de musulmanes, sino de sarracenos. Y los sarracenos aparecen en las crónicas griegas desde el siglo IV –dos siglos antes de nacer Mahoma- porque no son más que los nómadas, los desclasados, los salteadores.
¿En qué momento he podido yo escribir que “los musulmanes entraron amistosamente” –el punto más caótico de tu reseña es que me metas en el saco progre; no has entendido nada; ni a mi libro ni a mí-: nada de musulmanes ni amistad. Sangre y fuego, con tantas otras veces en nuestra Historia. Pero no organizado como invasión. Y vuelvo a tu desconocimiento de lo islámico: si no hubo un Corán por escrito hasta mediados del VIII y por entonces nació el primer gramático árabe en Persia, te aseguro que con las fuentes de que disponemos es imposible plantear que apareciese por la península ibérica de cuarenta años antes un contingente que pudiera llamarse árabe o islámico.
Te propongo que leas a Juan Damasceno y Eulogio de Córdoba –los reeditó Akal hace un par de años-. Ambos están en el “ojo del huracán” –San Juan en la supuesta capital oriental, Damasco, y San Eulogio en la occidental, Córdoba, un siglo después- y en sus páginas sólo se habla de “iconoclastas”, “herejes” y “los escritos de los sarracenos”. Ni una mención a Mahoma o el Corán como tal. Ése es el Mediterráneo en estado puro: vivo, crítico, inusual. El mismo que se pobló de Roma, la que se estudia en Alemania pero no se vivió desde allí. El mundo en el que siguió de un modo natural Hispania hasta convertirse en al-Andalus y el mundo que contrastó por la evolución más allá de los Pirineos hacia otra cosa: el imperio carolingio. La Europa “re-ista” que pretendió heredar a Roma, cuando Roma y su emperador seguían vivos en su capital desde los 300: Constantinopla.
Si no entiendes la orientalización de Europa que viene de la mano de la forja de al-Andalus, jamás entenderás lo que es España y lo que ha aportado.
¿Acaso tú, dedicándote a lo que te dedicas, no conoces las monedas acuñadas en la Hispania de finales del VIII con el lema “non Deus nisi Deus solus” –no hay más que un Dios-?. Eso es pre-islam –y no está en árabe precisamente-, y es lo que iba ocurriendo en todo el Mediterráneo. Claro que la gente no reza tanto y las causas no son nunca religiosas; la religión será la excusa. La religión surgirá para dar ideología a enfrentamientos previos. A luchas de poder.
Por lo demás, tampoco tengo mucho más que decirte. Sólo lamento algunos detalles de formación que son esenciales en mi libro; que no hayas entendido el papel de Isidoro de Sevilla en la forja de al-Andalus –sus obras serán fundamentales para el surgimiento de la historiografía andalusí-, que no comprendas lo que significa que un rey castellano entre sin derramar sangre en el Toledo andalusí y esa capital en funcionamiento se convierta en el corazón de la Europa intelectual. Que no entiendas aquello de Ortega sobre “ocho siglos de Reconquista” proponiendo que se cambie el nombre so pena de no resultar risible a cualquier mente formada.
Y por cierto: son Ortega y Américo Castro las lecturas que inspiraron mi libro. Ellos acuñaron en español el término Historiología animando a cuestionar los mitos en aras de una verdadera comprensión de quiénes somos. En aras de habitar nuestra Historia. La misma Historia que tú quieres que suspendan mis muy motivados alumnos; motivados en el debate limpio, el cuestionamiento de los mitos y la búsqueda de la verdad. Supongo que quieres que suspendan para que esa verdad no se imponga por sí misma, sino por medio de la navaja de Gustavo Bueno, como un lector propone después de tu cortante y afilada reseña.
Lo bueno de las sociedades democraticas es que cada uno pueda expresar sus opiniones libremente con respeto y sin animo de ofender, que nos llevemos diplomaticamente bien entre todos.Porque en la Tierra hay cientos de religiones y esperemos que la humanidad no se enfrente por ellas,porque si no perdemos todos.
ResponderEliminarAdmito las razones para la polémica, sin olvidar lo que la palabra lleva adentro, que decía D. Alfonso Reyes. Touchè en todo caso, dejemos la navaja en el bolsillo, si no podemos abandonarla en casa y a leer a D. Emilio. Aunque dudo del estatuto de cientificidad de la Historia, como si pudiera ofrecerse el teorema del Islam Ibérico, definitivo e indiscutible. Leámos primero a D.Emilio González Ferrín... veremos.
ResponderEliminarHISTORIA Y PALIMSESTO
ResponderEliminarEs cierto; lo cient�fico y la Historia suelen tener problemas de convivencia. Pero eso no tiene por qu� ser malo �a priori�. Puede que le confiera a la Historia una iluminaci�n mundana que acaso falte en los laboratorios. Por eso no entiendo el cabreo aprior�stico de quien lee un libro que no se amolda a su idea previa: la Historia escrita es un permanente palimsesto; una tabla en la que se borra lo anterior y se reescribe. �Se miente? �se traiciona?. Creo que no tanto; cierto es que hay �historiadores oficiales�, pero caducan. Los libros que realmente agitan la Historia hasta que caiga algo comestible en el texto suelen aportar algo que queda para siempre.
La cuesti�n que nos ocupa se adentra en un debate mayor que hoy transcurre por toda Europa �l�ase el pol�mico nuevo premio Jovellanos de este a�o, Rodr�guez Magda ��Al-Andalus inventado�, y el novedoso ensayo franc�s �Aristote au Mont Saint-Michel� de S. Gougenheim. Ambos buscan las ra�ces de Europa desestimando toda aportaci�n oriental. Y lo hacen probablemente porque ambos se basan en una misma asimilaci�n: el islam contempor�neo comparte identidad cultural con el islam cl�sico. La conclusi�n bebe mucho de lo medi�tico y bastante de lo estrat�gico: si el islam es hoy el enemigo, sus fuentes culturales son el origen del mal. Bueno, yo dudo de que el islam sea hoy el enemigo. Pero ese es un discurso demasiado amplio, que en mi opini�n localiza al �enemigo� entre el indigenismo, los anti-sistema, los jur�sicos de la �revoluci�n pendiente� y el islam revolucionario. Un mismo saco con apariencia religiosa en el caso del islam pero que bebe de lo �revolucionario perif�rico anti-metropolitano�. Siempre les digo a mis alumnos que no pierdan una perspectiva interesante: si Arafat, Saddam Husein, el Che y Fidel Castro vest�an igual es porque se deb�an a un mismo p�blico y probablemente hay que buscar paralelismos �horizontales� �hoy, el mundo que nos rodea- y no tantos �verticales� �la Historia y mis tradiciones religiosas entre otras-.
Eso por lo que se refiere a �qui�n es o no mi enemigo�. Por lo que se refiere a qu� comparten el islam revolucionario de hoy y el islam cl�sico �inclu�do al-Andalus-, yo parto de una idea en las ant�podas de la asimilaci�n anterior: no comparten absolutamente nada. Aquel islam medieval estaba fertilizado por lo helen�stico y discurr�a por las calzadas romanas. Este es absurdamente provinciano y nacionalista religioso. Hubo un tiempo �y ya pas� lamentablemente para los musulmanes- en que pertenecer a la Dar al-Islam �islam como cultura mediterr�nea, mucho m�s all� de lo religioso- equival�a a cuanto hoy implica �por ejemplo- �vivir en Occidente�.
Hace tiempo fui a dar una conferencia a Pakist�n y el rector de la Universidad de Lahore me recibi� diciendo: ��Ah!, Sevilla; �qu� grandes cosas hicimos en al-Andalus�. Yo le pregunt� que quienes. �los pakistan�es?. Es evidente que este tipo asum�a que la pertenencia a una religi�n equivale a heredar todos los logros de quienes la profesaron en el pasado. Es algo absurdo, ca�tico y contempor�neo.
Y la relaci�n con lo andalus� si �no habitamos nuestra Historia�, ya vendr� alguien a �okuparla �as� con �k-; como tanto okupa isl�mico revolucionario plantea hoy d�a. De ah� la cr�tica a infantiles percepciones de la Historia en t�rminos de conquista y reconquista. Nosotros y ellos inamovibles.
Es decir: si all� por los 1350 se prohibi� el averroismo �pensamiento del cordob�s Averroes- en la Universidad de Par�s por �librepensamiento�, eso quiere decir que se le estaba leyendo. Y si se le estaba leyendo en Par�s es porque lo andalus� apuntaba culturalmente hacia el norte, porque el hecho es que a Averroes por aquella �poca no lo le�a nadie al sur de al-Andalus. Le�da as� la historia, mi tierra me convierte en heredero de Averroes, por m�s que su lengua fuera entonces diferente y su religi�n tambi�n �su coet�neo Maim�nides, jud�o, fue condenado en las sinagogas francesas por lo mismo; por heterodoxo entre los jud�os. Y hoy lo veneran todos los jud�os del mundo-. Ambos eran hijos de su tiempo andalus� y parte de las glorias de mi pasado.
Es decir, y al margen de lo cient�fico/hist�rico: a m� me hace sentirme orgulloso de ser espa�ol asumir lo que se vivi� y escribi� en mi tierra. Y me r�o de la papanata contempor�nea que pretenda expropiarme ese legado por razones de simetr�a religiosa.
Perd�n por extenderme tanto. Deformaci�n profesional, supongo �creo que la sana pol�mica es el alma de la Universidad-. Por si a alguien le interesa, mi �ltimo libro no es comercial sino un encargo de regalo y creo que puedo facilitar copias gratis en PDF. Se llama �Rumbo al Renacimiento� y es una historia de transmisiones cient�ficas y el papel de Al-Andalus en la forja de Europa. Lo que �insisto-, como espa�ol me hace sentirme �europeo en m�s�.
Por cierto �que ha pasado con los acentos en este blog? El texto ha quedado mutilado.
ResponderEliminarPues nada: no consigo que salga el texto sin esos cuadrados donde debería haer acentos, comillas o eñes. Por si alguien quiere contrastar, se publicó originalmente en mi blog -observatoriomediterrneo.blogspot.com- (así, sin la -á- de Mediterráneo)
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