El lado bueno de los jesuitas
INFANCIAS DE TRASGUERRA
(Escribe el coronel de Artillería retirado don Jesús Flores Thies)
Voy a contar de forma personal, y por lo tanto intransferible, mis particulares relaciones con la derecha llamada social y rica de la inmediata postguerra.
Ya en Madrid (1941), ingresamos
en el colegio de los jesuitas de Areneros gracias a las recomendaciones de
nuestros protectores jesuitas malagueños, y allí me tocó hacer 1º, 2º y 3º de
Bachillerato. Ya tenía una edad que me permitía observar mejor el entorno, y el
que me tocaba era el del mundo llamado, de forma suave y algo cursi, de la
“clase acomodada”, es decir, la “derecha rica”. Mundo de apellidos como Ruíz
Gallardón, Gómez Acebo y hasta el de nuestro Medalla Militar de la lXª
Promoción Ortiz de Zárate. Y allí pude comprobar, sin que me afectara apenas al
trato con mis compañeros, cómo soportábamos unos y otros las escaseces de los
primeros años 40.
Con los años, y rememorando aquellos tiempos, he comprobado que para estos privilegiados hubo también penurias, pero menos… Una de las preguntas más habituales al regreso de las vacaciones de verano era: “¿dónde has veraneado?”, porque en aquellos duros años 40, estas familias “acomodadas” seguían sus costumbres anteriores a la guerra. Que se hacía, por cierto, en el Norte, en Deva, San Sebastián, Santander o Zarauz, por citar
algunos de los lugares habituales. El Sur, no es que estuviera inédito, pero carecía entonces de importancia, llamemos, social.
En Areneros se simpatizaba poco con Falange, pese a que mucho falangista moriría para que los jesuitas pudieran volver a ser legales en España y reabrir colegios y noviciados. Tampoco en Málaga, donde hubo algún desencuentro con el gobernador civil Arrese, ingeniero (¿o arquitecto?) promotor de las primeras viviendas protegidas que ya se construían en el año 1938, con España aun en guerra. Las simpatías iban con la Monarquía, pero en Madrid observé que era más bien con la Monarquía Carlista, caso realmente sorprendente del que fui testigo, nadie me lo contó.
Una de las diferencias entre nosotros, los chavales, era el vestuario, especialmente en días festivos en los que hubiera algún acto, ceremonia o fiesta (durante la semana apenas se notaba). Pero lo que me marcó fue un símbolo, algo así como una clara muestra de la diferencia de clases: la tortilla francesa.
En mi casa, apenas si veíamos un huevo más que el de madera de la caja de la costura. Estaban racionados (el de la costura por supuesto que no…), y por eso, sólo de tarde en tarde nos correspondían en la cartilla. Por eso, el bocadillo que nos preparaba mi abuela Paz para el medio día, solía ser uno más bien pequeño y de carne de membrillo. Esta vez sí que miraba con cierta envidia los bocadillos de mis privilegiados compañeros, que en bastantes casos eran de tortilla francesa. ¿Cómo conseguían los huevos? Como han transcurrido desde entonces muchos años, ya pasó la hora de preguntárselo, pero han quedado para mi como el símbolo de nuestra diferencia, más que la calidad del vestuario. Porque esa clase pudiente de la que hablamos al principio de este rollo filosófico barato pasó, como era lógico, muchas menos penurias que el resto de los mortales. Algunos podrán escribir ahora exageraciones y mentiras, pero a los que convivimos con ellos en aquella época no nos pueden tomar el pelo.
Contra la idea de que para mi fue una mala época la pasada con los jesuitas he de decir que conservo de ellos otros recuerdos más amables. El paso por los colegios de jesuitas deja un rastro imborrable. Es una pena que en estos colegios se prefiriera que el alumno poco estudioso y conflictivo se marchara con viento fresco en vez de tratar, con la ayuda del “Padre Espiritual” que todos teníamos, de reformar al conflictivo. Eso pasó con Antonio Ortiz de Zárate, mi compañero de pupitre, excelente dibujante ya en aquellos años, al que se le invitó a hacer sus travesuras en otra parte. Pero también nos tocó a nosotros porque habiendo dejado mi hermano tres asignaturas para septiembre, mediante un hábil trato con la tía Manola, si abandonaba el colegio, se le aprobaban en septiembre las asignaturas pendientes. Y nos fuimos los dos a otro colegio, en este caso, una academia privada dirigida por el hermano de un jesuita, que nos desasnó con más fortuna. Para ingresar dos años después en el Colegio de Huérfanos de Carabanchel Bajo, que la vida era difícil y en el “Pinfanato” muchos de nuestros gastos estaban cubiertos por el Patronato.
FIN DE LA PRIMERA PARTE DE “LOS MISERABLES”
(Escribe el coronel de Artillería retirado don Jesús Flores Thies)
Voy a contar de forma personal, y por lo tanto intransferible, mis particulares relaciones con la derecha llamada social y rica de la inmediata postguerra.
Entre 1938 y 1941 estudié en los
Jesuitas del Palo de Málaga, lugar privilegiado para las clases pudientes de la
zona, que enviaban sus hijos a aquel internado. Porque era un internado que se
había reabierto a las pocas semanas de la liberación de Málaga por el ejército
nacional. Gracias a la intervención de algún jesuita amigo (el Padre
Arredondo…) pudimos estudiar mi hermano y yo en condiciones económicas
soportables, conservando un recuerdo excelente de aquella “Segunda División”
que se estrenó entonces, es decir, la zona ajardinada dedicada a la Primera
Enseñanza. Y en régimen de media pensión.
Con los años, y rememorando aquellos tiempos, he comprobado que para estos privilegiados hubo también penurias, pero menos… Una de las preguntas más habituales al regreso de las vacaciones de verano era: “¿dónde has veraneado?”, porque en aquellos duros años 40, estas familias “acomodadas” seguían sus costumbres anteriores a la guerra. Que se hacía, por cierto, en el Norte, en Deva, San Sebastián, Santander o Zarauz, por citar
algunos de los lugares habituales. El Sur, no es que estuviera inédito, pero carecía entonces de importancia, llamemos, social.
En Areneros se simpatizaba poco con Falange, pese a que mucho falangista moriría para que los jesuitas pudieran volver a ser legales en España y reabrir colegios y noviciados. Tampoco en Málaga, donde hubo algún desencuentro con el gobernador civil Arrese, ingeniero (¿o arquitecto?) promotor de las primeras viviendas protegidas que ya se construían en el año 1938, con España aun en guerra. Las simpatías iban con la Monarquía, pero en Madrid observé que era más bien con la Monarquía Carlista, caso realmente sorprendente del que fui testigo, nadie me lo contó.
Una de las diferencias entre nosotros, los chavales, era el vestuario, especialmente en días festivos en los que hubiera algún acto, ceremonia o fiesta (durante la semana apenas se notaba). Pero lo que me marcó fue un símbolo, algo así como una clara muestra de la diferencia de clases: la tortilla francesa.
En mi casa, apenas si veíamos un huevo más que el de madera de la caja de la costura. Estaban racionados (el de la costura por supuesto que no…), y por eso, sólo de tarde en tarde nos correspondían en la cartilla. Por eso, el bocadillo que nos preparaba mi abuela Paz para el medio día, solía ser uno más bien pequeño y de carne de membrillo. Esta vez sí que miraba con cierta envidia los bocadillos de mis privilegiados compañeros, que en bastantes casos eran de tortilla francesa. ¿Cómo conseguían los huevos? Como han transcurrido desde entonces muchos años, ya pasó la hora de preguntárselo, pero han quedado para mi como el símbolo de nuestra diferencia, más que la calidad del vestuario. Porque esa clase pudiente de la que hablamos al principio de este rollo filosófico barato pasó, como era lógico, muchas menos penurias que el resto de los mortales. Algunos podrán escribir ahora exageraciones y mentiras, pero a los que convivimos con ellos en aquella época no nos pueden tomar el pelo.
Contra la idea de que para mi fue una mala época la pasada con los jesuitas he de decir que conservo de ellos otros recuerdos más amables. El paso por los colegios de jesuitas deja un rastro imborrable. Es una pena que en estos colegios se prefiriera que el alumno poco estudioso y conflictivo se marchara con viento fresco en vez de tratar, con la ayuda del “Padre Espiritual” que todos teníamos, de reformar al conflictivo. Eso pasó con Antonio Ortiz de Zárate, mi compañero de pupitre, excelente dibujante ya en aquellos años, al que se le invitó a hacer sus travesuras en otra parte. Pero también nos tocó a nosotros porque habiendo dejado mi hermano tres asignaturas para septiembre, mediante un hábil trato con la tía Manola, si abandonaba el colegio, se le aprobaban en septiembre las asignaturas pendientes. Y nos fuimos los dos a otro colegio, en este caso, una academia privada dirigida por el hermano de un jesuita, que nos desasnó con más fortuna. Para ingresar dos años después en el Colegio de Huérfanos de Carabanchel Bajo, que la vida era difícil y en el “Pinfanato” muchos de nuestros gastos estaban cubiertos por el Patronato.
FIN DE LA PRIMERA PARTE DE “LOS MISERABLES”
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