Angel Maestro en la Costa de la Muerte
Cuando estaba a punto de salir la revista Razón Española, su fundador, Gonzalo
Fernández de la Mora, me dio cita en su
primitiva sede en la calle Génova, y hube de hacer antesala porque tenía otra
visita. Era un hombre joven y algo corpulento y Gonzalo me lo presentó como
especialista en Gramsci, autor que figuraba también como asunto de estudio entre
las propuestas de colaboración que yo traía, en unas fechas en que volvía a
Roma con frecuencia y tenía cierta amistad con el filósofo Augusto Del
Noce. Aquel encuentro sería fructífero
para mí y Angel llegaría a ser, con Juan Luis Calleja, uno de mis grandes
valedores en la revista. Por pura buena
estrella he tenido amigos excelentes, por no decir ejemplares, en mi ya larga
vida, y los dos nombres que acabo de citar figuran entre ellos, y es que
además, al haberlos conocido a una edad en la que ya sabe uno por dónde va y no
da palos de ciego, es una suerte dar con personas con las que la sintonía es
absoluta y dura lo que a unos u otros nos quede de vida.
Por
mucho que un hombre se empeñe en mantener su verticalidad, hay veces que no
tiene más remedio que apoyarse en otros para no perderla, y en mi caso el
hombro de Angel ha sido fundamental. No ha habido libro mío que saliera que no
fuera él de los primeros, si no el primero, en reseñar en alguno de los medios
en que colaboraba; gracias a él he escrito más de un artículo y dado más de una conferencia, cuando
por ejemplo estaba al frente de las actividades culturales en la aseguradora
Winterthur; me incorporó a los ágapes del Hotel Velázquez y estoy seguro de que
de él partió la idea del inmerecido
honor de que se me nombrara vocal de la Fundación Francisco Franco. Fue lo que en otros tiempos se llamaba
“kremlinólogo”, afición que mantuvo aun después de la caída del muro, y que por
supuesto abarcaba también al otro gran Imperio comunista, y conocía el
organigrama de su burocracia como si se hubiera pasado media vida en la Ciudad
Prohibida. Otro de sus grandes y
extensos conocimientos eran los ferrocarriles, en los que se había recorrido además toda la
Península y tan pronto recibía una postal suya del Valle de Arán como de la
Costa de la Muerte, dos de los parajes españoles de su predilección. Una vez incluso me mandó un himno de los
ferroviarios que había compuesto un empleado de la RENFE para que se lo
retocara un poco y desde luego hice lo que pude con él.
Nuestras
conversaciones telefónicas eran muy frecuentes y en ellas comentábamos todo
aquello que nos impresionaba en lo que leíamos o escuchábamos en la que él,
valleinclanescamente, llamó "La Corte de los Milagros", y ante lo que
reaccionábamos como si nos leyéramos mutuamente el pensamiento. Su última
llamada fue el martes 30 de septiembre, horas antes - ¡quién lo iba a
sospechar! – de que se durmiera para no volverse a despertar. Quién sabe si su
último sueño fue con el Pirineo aragonés o con el mar de Galicia y que en él la
Costa de la Muerte haya sido el umbral de la vida eterna.
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