"La era argentina" en la Gran Peña

 Texto leído a continuación de la brillante intervención de Miguel Ayuso en el curso de la accidentada presentación que, pese a todos los imponderables surgidos a última hora, pudo llevarse a cabo, como estaba previsto, en el desapacible anochecer del jueves 28 de noviembre en la "Gran Peña" . Es posible que alguien de la editorial grabara el parlamento de Ayuso, que me gustaría reproducir tan pronto como se me facilite.
                                 
Uno de los mitos que más me impresionaron siempre fue el de Laocoonte, al que ya hice referencia en un libro anterior que consistía, en palabras del editor, en una “revisión crítica de la cultura contemporánea”. Han transcurrido tres decenios y puede decirse que ese subtítulo, que me figuro que se le ocurrió a mi querido y añorado Carlos Pujol, es aplicable a toda una serie de libros iniciada con uno cuyo título, La idiotez de la inteligencia, da una idea de por dónde irían los tiros.  Más de una vez he citado al vienés Grillparzer, bien que de segunda mano, pues la cita la tomé de un libro del poeta arcense Julio Mariscal, otro amigo ya fallecido, y viene a decir: “Si mi tiempo me contradice, lo dejo pasar tranquilamente. Yo vengo de otro tiempo y espero ir a otro.”   Esa máxima, por así decir, se equilibra con el célebre verso de Eliot que condensa las tres dimensiones del tiempo.  Quiero decir con esto que no lamento en absoluto la época que me ha tocado vivir, que no ha sido parca en cataclismos y vicisitudes y en la que, por muchos pasos en falso y muchos palos de ciego que yo haya dado, no puedo decir que me haya ido mal. Yo sólo tengo motivos de agradecimiento y además tengo muy presente el proverbio alemán que aconseja imitar al reloj de sol y contar sólo las horas luminosas.  Esta actitud me ha servido para no dejarme condicionar por un tiempo que me contradice y vivir el presente con la añoranza del pasado y la ilusión del porvenir.  Decía Hölderlin que el hombre habita poéticamente y a la vez se preguntaba que para qué poetas en tiempo de miseria; creo que esa aparente contradicción de Hölderlin explica muy bien el tiempo con el que Grillparzer decía vivir en contradicción.  Esa vividura contradictoria suele irritar tanto a los poderes públicos como a eso que llaman la “opinión pública”, tanto como irritó a los dioses del Olimpo la impertinencia de Laocoonte al decirle a los troyanos que desconfiasen del caballo de madera. 
     Según un crítico literario, que me favorece con su inteligencia, entre yo y mi obra literaria se interpone mi “cruzada antiliberal”, consistente en los “ataques a la democracia liberal que, desde hace veinte años” (vamos a echarle el doble y largo),  prodigo en mis artículos “-y no sólo en ellos-”. Hace muchos años aprendí en Ortega, creo que en La meditación de los castillos, que una cosa es el liberalismo y otra la democracia y luego vino Tocqueville a confirmarme que libertad e igualdad no son conceptos complementarios, sino antagónicos. Por eso, en mi caso, más que de cruzada antiliberal, procede hablar de cruzada antidemocrática. Mis escasas simpatías por la democracia se las tengo que achacar - oh, paradoja - a dos maestros que se jugaron el pellejo en su lucha por ella: Antonio Machado y Jorge Orwell. “De cada diez cabezas - dijo el uno - nueve embisten y una piensa”. “Dos patas, malo - hizo decir el otro a sus pecuarios personajes - Cuatro patas, bueno.” Y además: “Todos los animales son iguales, pero unos son más iguales que otros”. En el dicho de Machado aflora la formación krausista que recibió. Para los krausistas, de quien nadie dirá que no eran liberales, la democracia era muy buena si el sufragio se reducía a que votara uno de cada diez ciudadanos, de ser preferible si ese uno estaba educado en la Institución Libre de Enseñanza. Bromas aparte, la única democracia que aceptaban aquellos ilustres varones era la democracia orgánica, cuyo invento les pertenece. El siglo a que pertenecieron ellos se desarrolló bajo el signo del liberalismo, y ese siglo me parece a mí un siglo lamentable punteado además de guerras civiles y de dictaduras liberales. Ese siglo me infunde a mí gran escepticismo en el liberalismo político, hasta el punto de darle la razón al Lenin que decía o pensaba que la libertad está muy bien, pero según para qué y para quién. Ya sabemos por otra parte cuál fue el uso que Lenin hizo de la libertad.
    Al derrumbarse el  baluarte que defendía esa idea leninista de la libertad, se alzó sobre sus escombros, triunfante, la democracia liberal, esa democracia que a mí siempre me pareció preferible a la de Lenin, pero que no he dejado de combatir y criticar desde el 68 hasta la fecha. Y es que la democracia que demolió el Muro de Berlín y permitió a Fukuyama proclamar “el fin de la Historia” era una democracia viciada por lo que siempre llamé “el espíritu inmundo del 68”. Los estragos de ese espíritu en la vida política y social de Occidente fueron los que me indujeron, cuando aún había Muro de Berlín, a hablar del “suicidio de la Modernidad”. Cuando a Carl Schmitt lo acusaron de ser el “enterrador de la República de Weimar”, él contestó que nunca la habría enterrado si otros no la hubieran matado antes. Fukuyama volvería sobre su diagnóstico optimista para decir que lo único que puede evitar ese suicidio es una recuperación de un sentido de la jerarquía social y de un sentimiento religioso, cifrado para él en la “ética protestante”. Lo de la “ética protestante” vale para las naciones que abrazaron la Reforma en su día, por lo que me figuro que en las de la Contrarreforma habría que hablar de “moral católica”, pero lo de la jerarquía vale para todas. Es más, la naturaleza en general se basa en tres principios - jerarquía, territorialidad y parentesco-  que son los antónimos de  libertad, igualdad y fraternidad, y tampoco concuerdan demasiado con estas tres gracias los principios en que, según Dumézil, se asientan las sociedades indoeuropeas en particular, a saber: fuerza, fecundidad y soberanía. La libertad es un medio, no un fin; los derechos han de equilibrarse con los deberes; y no cabe mayor insensatez que la “neutralidad ética” de la sociedad secularizada o permisiva, cuyo lema podría ser el del personaje aquel de Dostoyevski, que por cierto no era ni protestante ni católico: “Si no hay Dios, todo está permitido.”


Precisamente fue a propósito de Dostoyevski, de los Demonios de Dostoyevski cuando aludí por vez primera a Laocoonte y al Caballo de Madera, como la vez primera que cité al Valle-Inclán de La pipa de kif  fue a propósito de lo que escribí en caliente sobre el Mayo Francés.  Puede que tanto Dostoyevski como Valle acertaran por casualidad, pero lo cierto es que su clarividencia no tuvo nada que envidiar a la del que en vano anunció lo que encerraba el Caballo de Madera. Por eso, si tuviera que resumir en pocas palabras La era argentina, lo haría con un verso de la Eneida: Timeo Dánaos et dona ferentes.

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