En el aniversario de un crimen de Estado
12. Sáinz Rodríguez, Celia y Simone Weil
El diario ABC conmemoró el quincuagésimo aniversario del asesinato de Calvo Sotelo con una tercera de don Pedro Sáinz Rodríguez en la que éste confesó ser el autor del comunicado leído por el conde de Vallellano ante la Diputación Permanente de las Cortes, significando que su grupo político no podía seguir sancionando con su presencia la legitimidad de un régimen que, con aquel crimen de Estado, se había puesto al margen de la ley. Esa fechoría fue la gota que colmó el vaso y, como es archisabido, fue lo que decidió al entonces comandante general de Las Palmas a unirse a una rebelión ante cuyos laboriosos preparativos venía mostrando grandes reticencias.
Pasado medio año de la efeméride, moría don Pedro el conspirador, y casi al mismo tiempo se publicaba Celia en la revolución, de Elena Fortún, cuyo manuscrito poseía una nuera de la autora, que vivía en Estados Unidos. La referencia que dio ABC, más propia del ABC incautado por los asesinos de Calvo Sotelo que del ABC propiamente dicho, me impulsó a escribir un artículo en el que unía el recuerdo de Sáinz Rodríguez y el de mis lecturas infantiles de los cuentos de Celia. Puede que la memoria me jugara una mala pasada al recordar a Celia haciendo de las suyas en el Auxilio Social de la Sección Femenina, pero lo cierto es que aquellos cuentos yo los había leído en aquella prensa infantil con la que Fray Justo Pérez de Urbel practicaba, en mi caso con éxito, la formación del espíritu nacional. Mi artículo lo titulaba Cuchifritín y Sáinz Rodríguez porque el cuento que recordaba y que recuerdo era un relato en el que Cuchifritín merendaba en casa de unas niñas inglesas y, para divertirlas, entre él y Celia improvisaron una corrida de toros; no sé qué otras monerías haría Cuchifritín que las inglesitas se reían de él diciendo Silly boy! Cuchifritín quiso saber qué significaban esas palabras y Celia le dijo: “Te han llamado silly boy que quiere decir “niño tonto””. Cuchifritín al despedirse les dijo a las inglesitas: “¡Y qué “silly boyas” sois vosotras!”
No sé si la Censura actual pondría a este texto las tachas de xenófobo y machista; lo que sí sé es que cuando quise leer Celia y la revolución para confirmar mis aprensiones o rectificar mis prejuicios, la obra, última de la serie en la bonita edición en cartonné hecha por Aguilar, resultó absolutamente inencontrable.
En tiempos de la otra Censura, editó Pérez de Ayala sus Obras completas con la conspicua ausencia de A.M.D.G. Hoy, que oficialmente no hay Censura, pierde su tiempo quien busque el último número de los libros de Celia. Yo, lo más que he conseguido, es que me digan en la editorial que no piensan reeditarlo. Ya me daba por vencido cuando un par de personas, que la adquirieron y leyeron en su día, pusieron sus ejemplares a mi disposición, de suerte que por fin he podido satisfacer mi malsana curiosidad y explicarme cómo es que ha desaparecido de la circulación.
He dicho más de una vez que uno de los testimonios más puros de la guerra civil española es el Homenaje a Cataluña de Jorge Orwell. Es la guerra vista por un ingenuo - ingenuo significa etimológicamente “hombre nacido libre” - que además se jugó la vida en ella, pero que vivió para contarla y abrir los ojos y darse cuenta de qué clase de pájaros eran sus compañeros de viaje. Celia en la revolución es esa misma guerra contada por una niña, o mejor dicho por una adolescente que hsta el 18 de julio vivía en el mejor de los mundos. La trama es muy sencilla. Celia está con sus dos hermanitas veraneando en Segovia, en casa de su abuelo. A Cuchifritín lo han mandado a Inglaterra, es de suponer con una familia amiga para que aproveche las vacaciones aprendiendo inglés. Al producirse la sublevación de “la guarnición de África”, el abuelo, viejo republicano, monta en cólera y entrega “al pueblo” las armas de su panoplia. Triunfa en Segovia “la revolución”, que es como Celia y los suyos, republicanos burgueses, llaman al Alzamiento, y al pobre abuelo lo fusilan. Una criada fiel, Valeriana, coge a Celia y a las niñitas y, a lomos de un borriquillo, sale por la noche de Segovia y sin más dificulatades llegan a El Escorial, donde se suben a un camión que las deja en Madrid, donde esperan reunirse con el padre, la tía Julia y el primo Gerardo. El padre ha cogido un fusil y se ha ido a la Sierra a defender a la República. Su hermana, la tía Julia, se los lleva a todos a un hotelito que tienen en Chamartín, donde estarán más seguros que en el centro. Ya a Celia le choca que la tuteen y no le digan “señorita”, pero aprecia en la gente una “digna seriedad” ante los acontecimientos. El padre ingresa en el Hospital Militar con un balazo en un pulmón y van a verlo y él les habla con entusiasmo del próximo triunfo de la República; en una visita tiene Celia ocasión de presenciar el asalto del Hospital por “el pueblo” y el asesinato del general López Ochoa, cuya cabeza pasea luego en triunfo una mujerzuela. Al primo Gerardo, que es por lo visto de Falange, se lo llevan de la casa y, cuando la tía Julia lo descubre en el depósito de cadáveres, se pone fuera de sí y también acaba desapareciendo. Celia recoge a una amiga y a sus viejas tías que vivían en Argüelles y les han bombardeado la casa. Entran y salen otros refugiados, más o menos sórdidos o pintorescos, y Celia se lleva a sus hermanitas a una guardería que llevan Laura de los Ríos e Isabelita García Lorca, a cuyo hermano han fusilado en Granada -porque “en el otro lado también fusilan” -, y las ayuda con los niños. Cuando la guardería se convierte en cuartel, Celia manda a las niñas a Valencia con la fiel Valeriana. Al cabo de cierto tiempo, la carestía y los bombardeos impulsan a Celia a reunirse con sus hermanitas, mientras el padre, restablecido, vuelve al frente. No las encuentra ni en Valencia ni en Barcelona, donde también sufrebombardeos y penurias, pero averigua que han logrado pasar a Francia. En Valencia se encuentra, vestido de miliciano, a un chico a quien había conocido el verano anterior en Santander, y este chico la ayuda en todo lo que puede y le dice que por qué no se apunta al Partido Comunista; Celia lee la cartilla y no le gusta y dice que aquello no es para ella. Hay entre ellos una buena amistad rayana en amor inconfeso y él, al despedirse, le besa una mano. Celia vuelve a Madrid y allí se entera de que Jorge ha caído en el Ebro. La situación con el hambre y bajo las bombas es espantosa y la guerra está perdida. Celia vuelve a Valencia y se da cuenta de que casi todas las personas que la han ayudado y acompañado de un modo u otro esperan a Franco como agua de mayo. Un antiguo jardinero de la casa de Chamartín, capitán del Ejército rojo, le consigue pasaje en un barco francés y, por la conversación de su asistente que la lleva en auto al Grao, comprende que también ellos se han pasado al enemigo. El padre de Celia está ya fuera de España. Celia se ve completamente sola, pero exclama: “¡No estoy sola! ¡Estoy en las manos de Dios!”
Que Elena Fortún no se molestara en poner en limpio el borrador de este relato, concluido el 13 de julio de 1943 (siete años, día por día, del asesinato de Calvo Sotelo), no tiene nada de particular. No estaba entonces ciertamente en España el horno para bollos. Que ahora haya dificultad en encontrar la obra es lo que no deja de ser extraño por lo menos. Cuando yo publiqué El mono azul, le dije a quien me quisiera oir que mi libro era parcial, pero no tendencioso. Eso es exactamente lo que le pasa a Celia en la revolución. La Fortún era tan partidaria de la España republicana como yo de la España nacional; lo que pasa es que cuenta lo que vio y vivió, no sólo los bombardeos de la aviación, sino la manera que “el buen pueblo” tenía de reaccionar a esos bombardeos o simplemente a derrotas como la de Talavera: unas escenas y unos episodios espeluznantes que concordaban punto por punto con otros testimonios más tendenciosos como pudieron ser los de Foxá o Fernández Flórez.
Otro testimonio en ese sentido lo debemos a otra mujer, Simone Weil, que fue a España creyendo que aquella guerra era una guerra de “pobres” contra “ricos” para encontrarse con una realidad que le puso los pelos de punta. Y esa realidad era la de los métodos con que los anarquistas imponían sus utopías a campesinos aragoneses e industriales catalanes, y las expediciones punitivas con que los heroicos milicianos se desquitaban de sus continuos descalabros, como el del fallido desembarco en Mallorca. Su carta a Bernanos, después de leer el libro que Bernanos dedicó a la represión nacional en esa isla, deberían habérsela leído los descerebrados que, “para cerrar heridas”, quisieron premiar con la nacionalidad española a los supervivientes de las tristemente célebres Brigadas Internacionales.
Tendenciosidad de la que participa -por mucho que se diga- el magnífico escritor que es Chaves Nogales.
ResponderEliminarY la Fortún quasi-inédita bien vale una reedición, claro está.
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Chaves tenía algunos gatos en la barriga.
ResponderEliminarEmocionante entrada y aún más, por esa mención tan certera a mi santa favorita , tan olvidada hoy o, lo más, manipulada por las burocracias/mandarinatos de la "solidaridad" y la cooperancia.
ResponderEliminar¿No era este el trabajo de Winston Smith?
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