Una vida entre cristales
Cuando murió Lasso de la Vega estaba yo en Madrid, y en la necrología urgente que redacté para Insula venía a decir que “el marqués de Villanova murió como vivió, en un fanal de vidrio”. Lasso de la Vega sufrió un infarto cuando franqueaba la puerta de cristales giratoria del antiguo Ateneo sevillano de la que, como le contaba Romero Murube por carta a José Luis Cano, “costó Dios y ayuda sacarlo”. En realidad, más que en un fanal de vidrio, en lo que Lasso había vivido era en una galería de espejos, y así tituló uno de los libros suyos más pregonados y misteriosos, tan misterioso que incluso se dudaba de su existencia, hasta que el pintor Xavier Valls le facilitó a Juan Manuel Bonet una de las copias caligrafiadas que el marqués había repartido entre sus amigos. Otra de esas copias era la que verosímilmente Joaquín Romero Murube le mostró a Joaquín Caro Romero cuando éste preparaba la Antología para Adonais.
Los versos de Lasso que yo llegué a conocer en vida de él fueron en libros que él mismo me prestó y que le devolví religiosamente en la última etapa de su vida. Sobre la vida y milagros de don Rafael se ha fantaseado a placer, empezando por José Luis Cano en su primera versión de la Antología de poetas andaluces contemporáneos. En esa Antología, que fue la primera noticia que tuve de él, trazaba José Luis una semblanza muy amena pero que el interesado rechazaría de plano como totalmente falsa. Decir que los años en que le tocó vivir a Lasso fueron difíciles es decir muy poco, y lo asombroso es cómo pudo aguantar el tipo en aquella Europa en llamas. González-Ruano se lo encuentra en Roma después del 36, como rejuvenecido tras su boda con una compositora judía, con dientes “recién adquiridos” y vestido con elegancia. Eugenio Montale, que lo frecuentó durante años en Florencia, lo encontraba pintoresco y lo evocó en un poema humorístico. También coincidió con él en Florencia María Zambrano, pero eso no debió de ser antes de 1950. Cansinos Asséns, que lo trata bastante mal, da una idea de cuáles eran sus medios de vida al exponer la protección que le dispensaban amigos pudientes como el chileno Joaquín Edwards Bello o el malagueño Alejandro MacKinlay. González-Ruano menciona que llevó “una bohemia atroz de más de veinte años durmiendo donde podía, comiendo dos o tres veces al mes, pero muy estirado y muy cosmopolita escribiendo poesías en francés y siempre con una sortija de oro, que jamás vendió, con el escudo de los Lasso de la Vega y una corona de marqués de la que salía un cisne: el cisne heráldico de la casa de Cisneros, según él decía.” Para mí fue más que nada un personaje de novela y como tal lo aproveché en uno que reunía rasgos suyos y del marqués de Cuevas, director de un famoso ballet de los años 40 y 50. También he referido anécdotas pintorescas de escenas presenciadas por mí u oídas a Romero Murube, como cuando un día en uno de los patios de la Universidad recién trasladada a la Fábrica de Tabacos, le preguntó a una atractiva jovencita que trataba de escribir versos: “¿Conoce usted mi poesía, señorita?” Y ella salió del paso contestándole: “Sí, de referencias”. En los tiempos gloriosos de Mediodía estaban los poetas del grupo en una taberna de la Macarena y al poner el montañés las cañas sobre el mostrador, exclamó Alejandro Collantes de Terán: “¡Ya está esto como la candelería de un paso de palio!” Rafael Porlán tenía unas tías en Jaén según las cuales las almas subían al Cielo en racimos, como cuelgas de chacina. “¿Qué van ustedes a querer de tapa?”, preguntó el montañés. Rafael Lasso, muy atildado y más bien famélico, apuntó muy discreto señalando a los jamones que colgaban del techo: “A mí no me importaría probar unas lonchitas de esas almas a punto de emprender el vuelo”. Una mañana que fui a ver a Joaquín al Alcázar, estaba Lasso en un sillón del despacho hojeando el periódico, que pronto dejó a un lado. “No le has hecho hoy mucho caso al periódico”. “Es que ya lo leí antes en la barbería”. “¿Y para qué vas tú a la barbería?” “A que me afeiten la cabeza”. “Pues habrá que verte cuando te la enjabonen, que estarás como esos marmolillos de los parques, todo coronado de rizos blancos”. De pronto se oyeron unos estertores; yo me volví y vi a Lasso que roncaba traspuesto en el sillón. Al ver mi cara de sorpresa, Joaquín sonrió y me dijo: “Es mi cadáver predilecto. Todos los días se me muere un poco para irme acostumbrando”. “¿Eh, qué, qué pasa?”, despertaba el difunto con un sobresalto, y Joaquín proseguía sin inmutarse. “Me tiene encargado que cuando se muera del todo, le ponga en el gramófono la Quinta de Beethoven.” “La Quinta no, la Pastoral”, rectificó el falso moribundo.
Lo pintoresco y lo anecdótico de este aristócrata tronado que iba de gran señor por la vida de bohemia puede oscurecer la única verdad que se disimulaba en una vida de apariencias y, como dicen los franceses, “castillos en España”. Esa verdad era la de la poesía. Y esa poesía no tenía nada de “castillo en España”, de castillo de naipes, sino que llegó a ser la galería de cristal en la que transcurrió su vida imaginaria sin roce apenas con los horrores de la vida real. Tal vez sea la suya una de las mejores definiciones del creacionismo, uno de los ismos en los que intervino, y sobre el que tanta prosa divagatoria se prodigó en su momento, y es cuando dice que la misión de la poesía no es describir ni reproducir la realidad, sino crearla a partir de elementos reales, inventarla con imágenes, y que eso y no otra cosa es lo que Platón proclama cuando en el Phaidon dice por boca de Sócrates que el verdadero poeta no ha de hacer discursos en verso, sino crear ficciones, construir mitos. El mito que Lasso se construyó fue esa galería encristalada, pero antes de instalarse en ella, Lasso de la Vega había merodeado por todas las vanguardias y creado múltiples ficciones, arreglándoselas para resultar siempre ameno cuando no deslumbrante. Lasso llegó a la poesía cuando el Modernismo se iba y tentaba aún “con sus fúnebres ramos” de agonía, y transitó con pie firme entre nocturnas fantasmagorías, madrugadas de arrabal, salones amarillos, hastíos dominicales. En todos sus asuntos rindió tributo a la gran poesía de la época centrada en París, llegando incluso a escribir en la lengua de Apollinaire, y se preguntó cuál de todas sus vidas había sido la cierta. Ya puede imaginarse la respuesta que le dieron los espejos de que se rodeó. Su imagen repetida en una puerta giratoria fue lo último que vio antes de morir, su imagen repetida en un cristal hecho añicos.

Comentarios

  1. Un saludo ya desde México, querido Aquilino. Gracias por el piropo de poeta cristero. Ojalá, ojalá... Por lo menos cronista cristero.

    un abrazo

    Alfredo

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  2. Suerte el haber tratado a Lasso y a Joaquín, y como si tal cosa...

    Me ha gustado tanto esta evocación que no me ha quedado más remedio que dejarlo aquí por escrito.

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