Los dos mundos del Nuevo Mundo
Una tarde de domingo de 1951 estaba yo con un compañero de la Milicia Naval Universitaria sentado en la terraza de un café en la plaza de San Juan de Dios de Cádiz, posiblemente la del “Novelty”. Era nuestra primera salida del cuartel y la primera vez que pisaba las calles de la ciudad, a la que habíamos llegado en tranvía desde San Fernando. Se nos acercó un niño y, dirigiéndose a mí, me preguntó si quería que me recitara una poesía. Le dije que cuál. Y él me contestó:
- El Piyayo, de José Carlos de Luna o Cádiz de Juan Pedro Domecq.
- Pues dime eso de Cádiz.
El chiquillo me recitó de carretilla una especie de décima que me encantó y de la que se me quedaron los dos versos finales: Cádiz, cadencia porteña/ ritmo de bandoneón. Han pasado muchos años y han sido vanas mis pesquisas por rastrear esa composición. Y es una pena, porque tal vez los versos que olvidé expliquen el sentido de los que recuerdo. Es casi un lugar común comparar a Cádiz con La Habana, así que lo que a mí me sorprendió, y eso que no tenía más que veinte años, fue que el jerezano bodeguero y ganadero, al cantar a Cádiz, pensara en cambio en Buenos Aires.
De recordarme este lejano episodio se ocuparían muchos años después un par de niños que se me acercaron junto a la verja de la iglesia de Humahuaca, población indígena de la provincia de Jujuy, al noroeste argentino.
- ¿Quiere que le recite un poema? – dijo el más pequeño.
- Venga.
No sé qué me emocionó más, si el poema o la manera de decirlo. Empezó el pequeño y en los últimos versos lo ayudó el más grande.
- ¿Y quién es el autor?
- Fortunato Ramos – dijo el más pequeño.
Le di una moneda a cada uno y el grande le dio la mano al chico como felicitándolo.
Fortunato Ramos es por así decir el poeta de la comarca. Es o fue un maestro nacional que se pasó la vida en aquellas escuelitas de alta montaña y toda su obra versa sobre la condición, la vida, el paisaje y las costumbres del indígena. Su mundo está tan lejos de Buenos Aires como de Cádiz y en cambio dista muy poco del de Yucatán o Nuevo Méjico o de cualquier otro lugar de la América ingenua que tiene sangre indígena, / que aún reza a Jesucristo y aún habla en español.
Los inditos que me recitaron los versos del maestrescuela es muy posible que recibieran en escuelas como la de Fortunato un tipo de educación parecido a la que los niños españoles recibían hace más de medio siglo. Este tipo de educación ya pasó a la historia en las urbes civilizadas, donde pibes de su edad con fácil acceso al “paco”, o desecho de cocaína, forman bandas que no tienen escrúpulos, al amparo de una legislación permisiva, en asaltar a mano armada a los que tengan la desgracia de que el camión se les averíe en el “conurbano”. Lo dicho del “conurbano” de Buenos Aires vale para ciertos barrios de Sevilla para no ir más lejos. No quiero seguir con las comparaciones, porque la madre patria iba a salir perdiendo. A Jesucristo no es que se le rece mucho y hablar buen español no está demasiado bien visto. ¡Si el Poeta de la Raza levantara la cabeza!

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