La deuda y los complejos

3. La deuda y los complejos
Ya en 1829, los países de lo que aún no se llamaba “América Latina” estaban entrampados hasta las cejas. Al concluir las guerras napoleónicas, los banqueros que las habían financiado no tuvieron más remedio que bajar los altos tipos de interés de los empréstitos de guerra. La ocasión de volverlos a subir no se hizo esperar, y se la dieron los nuevos países americanos que se sacudían el yugo de las Coronas ibéricas. Los banqueros de la City - Rothschild, Baring, Barclay, Goldschmidt - financiaron las guerras de independencia y en tales términos que los que dependían políticamente de Lisboa o de Madrid pasaron a depender económicamente de la City de Londres. Cuáles no serían los intereses que para pagarlos hubo que contraer nuevos empréstitos y el primero que se prestó fue Rothschild, que se adelantó a Baring en respaldar un nuevo empréstito brasileño. La operación, cifrada en 800 000 libras esterlinas, se llevó a cabo en la City en 1829. (Para más detalles, véase The first Latin American debt crisis, de Frank Griffith Dawson. Yale University Press). Eso explica, entre otras cosas, que muchos países - si no todos - tuvieran desde su nacimiento en su Presupuesto respectivo una partida titulada “Deuda inglesa”.
No sé en cuántos casos esa “deuda inglesa” llegó a amortizarse, si es que se amortizó en alguno. Lo que sé es que esa deuda, si aún subsiste, no tuvo más remedio que subsumirse en el astronómico endeudamiento contraído en el decenio de 1970, por el que “América Latina” realizaba la hazaña de alinearse con el llamado Tercer Mundo.
¿Infundió ese endeudamiento en “América Latina” un complejo tercermundista? Dicho de otro modo: ¿Hasta qué punto el peso de la deuda externa coadyuvó al repliegue cultural de esos países hacia su prehistoria? Porque el alineamiento económico de esas repúblicas con el Tercer Mundo parecía ir acompañado de un intento de alineamiento cultural. Y ese intento, sublimación de un complejo de inferioridad, tuvo su manifestación más llamativa en la hostilidad de ciertos sectores a la conmemoración del V Centenario del Descubrimiento.
Lo peor de un complejo de inferioridad es que sea gratuito, y el de Hispanoamérica frente a Europa y Estados Unidos ciertamente lo es, aunque no lo sea en lo político y en lo económico. Hispanoamérica no tiene nada que ver cultural y socialmente con el Tercer Mundo a menos que renuncie a cinco siglos de historia y se reduzca a unas épocas en las que no puede aspirar ya a otra cosa que a ser una curiosidad antropológica y etnográfica. Este retroceso cultural no es privativo de Hispanoamérica, sino que ésta lo comparte con la mayoría de los países europeos, empezando por la madre patria, donde hay minorías retrógradas para todos los gustos. De donde sí que es privativa esa tendencia, vamos a llamarla tercermundista, es del mundo culturalmente desarrollado; el Tercer Mundo, el pobre, tiene bastante con tratar de sobrevivir. En Europa y en Estados Unidos existen minorías con vocación tercermundista que no se diferenciarían en nada de los indios del Amazonas o de los bosquimanos de Australia si se decidieran a prescindir del automóvil, la nevera, el tocadiscos y el cheque mensual. Otras minorías hay también, menos extremosas, que ponen igual empeño en sustituir la historia por el folklore. Y si esto lo hacen incluso muchos españoles, ¿por qué no lo han de hacer los criollos, que al fin y al cabo no son más que españoles pasados por agua? Un criollo típico es el rioplatense, y del argentino se dice por vía de chiste que es un español que se cree inglés y resulta que es italiano. El caso es que el criollo, argentino o no, ha concebido su historia y su identidad como rechazo y negación de su identidad y su historia verdaderas, que son las de España y su empresa ultramarina.
Tanto es así, que en tiempos de la “deuda inglesa”, el criollo recibía una formación europea al ciento por ciento. En Uruguay, para no ir más lejos, ese país que Foxá definía como “los Estados Pontificios de la Masonería”, los aspirantes a abogados o funcionarios, que eran todos los uruguayos, estudiaban a fondo la Historia, el pensamiento y las instituciones de una Europa de la que España quedaba excluída. La admiración por los grandes países europeos llegaba al extremo de que al nacer un niño se le imponía con frecuencia como nombre el apellido de cualquiera de los grandes hombres del Viejo Continente, y así más de un ciudadano de la República Oriental iba por la vida llamándose Nelson Pérez, Tirpitz Rodríguez, Bismarck Fernández o Churchilito Gómez. Todo eso pasó, creo, a la historia, y ahora en cambio, en estos tiempos de “deuda externa”, me figuro que al uruguayo se le enseña a identificarse con un continente sin bautizar y con unas culturas, como la incaica o la azteca, con las que tiene tanto que ver como el egipcio actual con el Egipto de los faraones.
Entre ambas deudas, la inglesa y la externa, por las que cabe caracterizar las orientaciones culturales aludidas; entre ambas deudas, repito, existe un hueco que es justamente el que intentó cubrir el que fuera Instituto de Cultura Hispánica. La madre patria quiso hacer realidad muchos años de retórica estéril y, si lo logró o no, que lo digan muchos criollos insignes, empezando por Vargas Llosa y Onetti, que gracias a ese Instituto pusieron pie en el Continente donde levantó el vuelo el ángel de su fama. Ese Instituto no les negó a los americanos lo que creyeran ser; sólo vino a recordarles que nada de lo que creían ser significaba nada si olvidaban lo más importante que eran.
Entre la prehistoria y la utopía, América tiene una realidad, y esa realidad es la lengua que se habla y la tradición espiritual a la que se pertenece. Los Estados Unidos son potentes y grandes porque nunca han dejado de tenerlo presente. Si al sur del Río Grande se hubiera hecho igual, otro gallo le cantaría a la América española. Lo que estas naciones son, en lo bueno y en lo malo, a España se lo deben, y esa deuda, que es una deuda con la cultura, con la propia cultura, es mucho más importante que la deuda económica que tienen con la civilización o, si se prefiere, con la Modernidad.
Esa deuda es además recíproca, porque el peso que España pueda tener en Europa y en el mundo no lo tiene por su cuarteada piel de toro, sino por la realidad de medio Continente que habla su lengua y conserva sus monumentos civiles y religiosos. España no puede renunciar a América porque es renunciar a lo mejor de ella misma, y América no hace más que renegar de sí misma cuando reniega de España. Decir español hoy en el mundo es decir muy poco, como lo es decir mejicano o decir chileno o decir paraguayo. En 1492 entró el Nuevo Mundo en la Historia de España y España en una Historia digna de ese nombre. Antes de esa fecha la Historia de España es la triste crónica de una península invadida y fragmentada. Antes de esa fecha, América no es historia, sino antropología, y no hay que olvidar que los primeros antropólogos del Continente se llamaron fray Diego de Landa y fray Bernardino de Sahagún. Hoy, en el mundo, un chileno que dice que es mapuche no es más que una curiosidad antropológica, como un español que diga que sólo habla vascuence es una curiosidad lingüística. La única manera que peninsulares y ultramarinos tenemos de ir por el mundo y por la vida como algo más que curiosidades, es como miembros de una de las realidades históricas más innegables de hoy y que, pese a quien pese, se llama y se seguirá llamando la Hispanidad. De lo contrario, seremos en todo caso objetos de estudio; nunca sujetos de la Historia.

(Del libro inédito La era argentina)

Comentarios

  1. Pero ahora vivimos la decadencia del imperio vigente como antes lo fue del imperio hispano.Quizas cada imperio paga al final el mal que ha realizado para beneficiarse a costa de otros.¿Quien pensó que ibsa a caer Roma con la fuerza que tenía?

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