Presentación bonaerense
En uno de los autillos de fe que se me infligieron cuando salió la primera edición de Crónicas extravagantes, un locutor de radio me apostrofaba indignado: “¡Es que ahí dice usted que el franquismo “llevó a España a la victoria militar, a la paz, al desarrollo y a la prosperidad y el cadáver de su jefe no fue ultrajado en la plaza pública, sino enterrado con los máximos honores!” “¿Y qué, no es verdad?”, dije yo. Y él, muy poco en su papel de “moderador”: “¡Sí, pero es que eso no se puede decir!” A otras personas bien intencionadas que trataban de exculparme diciendo que no se me había entendido lo que yo había querido decir, yo me apresuraba a aclararles que no, que se me había entendido perfectamente. Algo parecido me había pasado años atrás con el prólogo que le puse a mi traducción de Os Lusiadas de Camoens, que levantó ampollas en Portugal entre los que entendieron rectamente lo que yo había tratado de decir.
Precisamente la persona que, por así decir, levantó la liebre en un diario de provincias, hizo tan bien su trabajo, captó con tanta precisión el contenido del libro, destacando lo más llamativo y, según él, escandaloso, que su crónica, en principio una denuncia en toda regla, mereció el honor de que Gonzalo Fernández de la Mora, que entre sus muchos méritos tenía el de haber sido ministro de Obras Públicas de uno de los gobiernos de Franco, la reprodujera tal cual en su revista Razón Española como reseña del libro.
Yo creo que la mejor manera de hacer frente al terrorismo cultural es volviéndole del revés los argumentos al adversario. La polémica es una esgrima dialéctica y el que sale perdiendo es el que de entrada se pone a la defensiva. A mí el adversario me impone respeto cuando sostiene sus posiciones con gallardía, un respeto que estoy muy lejos de sentir por los afines que tratan de salir del paso disimulando las suyas. Este poco respeto se debe a la actitud vergonzante con la que estos presuntos afines míos se oponen a la ofensiva ideológica de sus contrarios. Mientras éstos asumen su historia en su totalidad y se identifican con ella, los otros, es decir, lo que llamo la derecha vergonzante, no es que renieguen de la suya, sino que sus más valiosos portavoces dan la impresión de estar orgullosos de tener el mismo pasado que sus enemigos de hoy. Cuando un fanático cambia de campo no por ello deja de ser fanático. Si eso pasa con los fanáticos, qué no pasará con los invertebrados.
El terrorismo cultural e ideológico que padecemos se puso en marcha en los años 30 bajo la enseña del antifascismo. Como quiera que el fascismo no se reducía a las potencias del Eje, sino que se extendía a todo cuanto no simpatizara con la Revolución soviética, al sobrevenir la Guerra Fría, ese terrorismo cultural se vio obligado a retranquearse tras ese baluarte del “antifascismo” que fue el Telón de Acero. De hecho, el Muro de Berlín, como muy bien deben de saber los aficionados a la filatelia, se llamó oficialmente “Muro Antifascista”. Ese terrorismo se recrudeció y puso al día al socaire de la metástasis marxista-leninista del Tercer Mundo en las revueltas del 68, metástasis por cierto que no dejó de infiltrar los grandes núcleos del poder “fascista” de Occidente, a saber, la religión, la enseñanza, las fuerzas armadas, la banca, el gran capital, los medios de difusión, el mundo del espectáculo, todos los resortes en fin de la sociedad según el plan ideado por Antonio Gramsci. Una vez todos esos resortes, o la mayor parte de ellos, en manos de los hijos del 68, había que seguir manteniendo viva la tensión política conjurando los fantasmas del pasado con una historiografía retrospectiva cuya última expresión en nuestra patria sería la llamada “ley de la memoria histórica”.
Esa ley sería la culminación de un proceso de demonización del “régimen anterior” iniciado por los que exigían la “ruptura” y al que se sumarían progresivamente los que sólo pedían la “reforma”. En las primeras Cortes democráticas, uno de los más virulentos partidarios de la “ruptura” se encaró con uno de los más circunspectos abogados de la “reforma” llamándole “fascista”, y éste, que había hecho carrera en el régimen anterior con la versión española de ese italianismo, se puso a la defensiva alegando que había sido más o menos un “demócrata reprimido”. De todo hubo en aquellas Cortes, y como no me duelen prendas, lo más sensato a mi juicio se lo tuve que oír al camarada Carrillo cuando dijo que no se trataba de darle la vuelta a la tortilla, sino de que hubiera tortilla para todos.
El caso es que fueron los “demócratas reprimidos” los que se llevaron el gato al agua, pero al mismo tiempo que los rupturistas se domesticaban, ellos hacían suyas muchas iniciativas de los otros para no verse arrojados a las tinieblas exteriores de la “extrema derecha”, único extremismo inadmisible en un sistema en el que por definición “cabía todo” por extremista y aberrante que fuese, republicanismo y separatismo inclusive.
La finalidad última de esta operación no era otra que la de hacer lo que no lograron los vencedores de la II Guerra Mundial, a saber, incluir la España de Franco entre los vencidos y hacerle pagar las consecuencias, que en el mejor de los casos habrían sido unos bochornosos ajustes de cuentas como en Italia y en Francia y en el peor, medio siglo de comunismo totalitario, como en la Europa del este. La Guerra Fría nos salvó, pero con Guerra Fría y todo, la historiografía del marxismo y compañeros de viaje siguió autoerigiéndose en “Tribunal de la Historia” hasta que la Historia de verdad, harta de verse suplantada, echó abajo el Muro de Berlín y el marxismo-leninismo al cubo de la basura.
En un mundo en el que nada era sagrado, pasó a serlo en cambio lo que menos se lo merecía, que era todo el repertorio de lugares comunes y de pedanterías ideológicas con que los demócratas de todos los pelajes veneraban las gloriosas tradiciones revolucionarias de la Edad Contemporánea.
Debo decir que yo también pasé mi escarlatina, pero puede decirse que fue un caso leve y para mediados de los 60 ya estaba en vías de franca curación. Mi acercamiento a la lengua y a la literatura rusas fue decisivo, como puede verse por los poemas de mi viaje a la Unión Soviética en 1964 y mi versión del Réquiem de Ana Ajmátova en 1967, de suerte que cuando estalló el mayo del 68, ya estaba yo resueltamente en contra. Lo escrito desde entonces responde a una línea que he procurado que fuera lo menos sinuosa posible, aun sabiendo el precio que había que pagar. En 1971, con motivo de la salida en Barcelona de La rueda de fuego, me hizo en La Vanguardia Española el periodista Del Arco una de sus célebres entrevistas con caricatura y la última pregunta fue: ¿En qué color está usted? Yo me acordé de algo al respecto que Jiménez Fraud, el que fuera director de la Residencia de Estudiantes, dijo sobre la camisa de su suegro, don Manuel Bartolomé Cossío, y dije: En el blanco, que está hecho de todos los colores. Y Del Arco, que se reservaba siempre la última palabra, replicó: Veo su porvenir negro…
De recordarme ese pronóstico se encargarían los que montaron un escándalo a escala nacional cuando estas Crónicas extravagantes aparecieron con el sello editorial de la Universidad de Sevilla. Alguna vez que otra, de palabra y por escrito, he evocado aquel suceso, pero siempre he procurado evitar dar nombres. Hace años, en 1983, tuve que presentar a Miguel Delibes en Sevilla y aproveché la ocasión para decir lo que pensaba de la Internacional Socialista y del Estado de las Autonomías. El escándalo fue monumental. Veinte años más tarde, al concluir yo una intervención en un homenaje a la revista ultraísta Grecia, en la que el joven Borges por cierto hizo sus primeras armas literarias, se me acercó un señor del público para decirme que él era uno de los energúmenos aquellos que me abuchearon entonces y que venía a pedirme perdón y a decirme que tenía toda la razón en cuanto dije.
El carácter extravagante de estas Crónicas es lo que las hace rebasar con mucho el perímetro de la piel de toro española. Aunque algunas de ellas estén fechadas en España, todas versan sobre los diversos continentes del planeta por los que he viajado casi siempre en alas de mi profesión de traductor en organismos internacionales. En esa profesión conviví con naturales de países hispanoamericanos a los que siempre tuve por compatriotas y con los que siempre me entendí a las mil maravillas. De ellos aprendí mucho y a través de ellos tuve a veces la sensación de haber vivido en sus países de origen. Con todo, de los únicos países de habla española de que me ocupo en estas crónicas son Méjico y Cuba, los únicos que hasta la fecha había pisado, por no hablar de Filipinas, donde la tradición hispánica es un recuerdo más bien simbólico. Eso no quiere decir que en otros lugares de mi obra no haya tenido yo presente la historia y la tradición de las repúblicas americanas, bien a través de personajes de novela o de ecos poéticos de su folklore literario. Yo soy de los que creen todavía en la unidad de la lengua española y en la igual validez de lo que en ella se escriba, con independencia de la región o de la provincia en que se haga. Una de las pocas iniciativas felices de la actual Monarquía española fue la creación del premio Cervantes destinado indistintamente a escritores de ambas orillas de ese Mare nostrum que es el Atlántico. Precisamente uno de los que con más justicia ganaron ese premio, el mejicano Octavio Paz, decía allá por los años 60 del pasado siglo que la literatura hispánica tenía cuatro grandes capitales que eran Madrid, Barcelona, México y Buenos Aires. Eran los años del desembarco en la península de los grandes narradores hispanoamericanos y de la radicación de algunos de ellos en aquel emporio cultural, amén de editorial, que era Barcelona. La renovación literaria que supuso ese desembarco está fuera de toda ponderación, pero sería injusto olvidarse de toda la labor previa que desde dos décadas atrás venía realizando el Instituto de Cultura Hispánica en Madrid. Conste que yo hablo desde fuera, desde un punto de vista “extravagante”, ya que por imperativo de mi profesión, esos años los pasé mayormente en el extranjero, pero también en el extranjero convivía con americanos de lengua española y nunca dejé de estar familiarizado con su respectiva manera de hablarla, desde mis días universitarios en Sevilla y la Escuela de Estudios Hispanoamericanos o la Universidad Hispanoamericana de La Rábida hasta Cambridge o Dallas, donde no faltó algún jurista argentino que me iniciara en el culto de Borges. Cuando se es joven se es muy audaz y entre mis audacias de aquellos tiempos están la de haber cantado flamenco en Cambridge y la de haberme ganado unos dólares en Dallas enseñando a unas personas pudientes los rudimentos del tango argentino…o de la lengua italiana, que sólo conocía de oídas.
Siempre tuve el berretín, como dice el tango, no ya de figurar, sino de asomarme al Cono Sur del hemisferio americano y antes de poderlo hacer físicamente, lo intenté por la vía literaria. Chilenos son algunos de los protagonistas de mi última novela publicada hasta la fecha y en otra anterior hay intercalado un paso de comedia en el que dos personajes cantan y bailan un tango de intención política. Otro simpático colega porteño, con el tiempo también premio Cervantes, me incitó a componer un poema titulado Un duque en Buenos Aires por el que con remoquetes harto transparentes desfilan algunas glorias porteñas que alcancé a tratar o simplemente a conocer en el curso de mis “extravagancias”.

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