Presentación malagueña
Un autor que no se vende
Llega un momento en la vida en que más que
nunca se hace realidad ese principio castrense de que la veteranía es un grado,
un grado que en la vida civil se llama longevidad, y de lo que algunos presumen
incluso. Hace unos días, en un acto literario o una feria del libro, me abordó
un señor desconocido para comunicarme muy ufano haber averiguado que Antonio
Gala había nacido en 1926. A Antonio Gala me tocó presentarlo en la tertulia
hispanoamericana de Rafael Montesinos en el Instituto de Cultura Hispánica con
ocasión de una lectura de su primer libro de poemas, Enemigo íntimo, “accésit” del Premio Adonais, y lo primero que hice
fue resaltar la juventud progresiva del poeta, ya que cumplía años al revés,
como los antiguos egipcios en sus confesiones, que empezaban por enumerar los
pecados que no habían cometido. Antonio se había plantado en los veinticuatro
años, en los que se mantuvo la tira de años, hasta que los años, que no pasan
en balde, le obligarían por lo visto a revisar al alza su longevidad. Yo soy más modesto que mi ilustre coetáneo y,
aunque no tanto como él, puedo presumir de haber sobrevivido a cuatro regímenes
políticos, a saber: Monarquía (tres meses), segunda República (cinco años),
Estado Nacional (treinta y nueve años) y segunda Restauración (ya cuarentena
pasada). Debo confesar que el entusiasmo
por este último régimen me duró los dos años escasos transcurridos entre la
proclamación del Príncipe de España como Rey y la promulgación de la
Constitución, cuyos vicios ocultos saltaban a la vista.
Dicho esto, debo decir también que si hay
alguien que no deba quejarse de cómo le han ido las cosas, ése soy yo, por la sencilla
razón de que la felicidad es para mí lo que buenamente esté a mi alcance y
porque, como ya he dicho de una parte importante de mi vida, he tenido la
suerte de combinar lo útil con lo deleitoso.
Eso no quiere decir que me haya parecido bien cuanto se hacía y decía a
mi alrededor, pero raras veces me ha faltado un periódico, una radio, una
televisión, una institución o una editorial en los que desfogarme por escrito y
de palabra, o un amigo más o menos bien situado que me echara una mano. Uno de ellos, metido a librero, quiso decorar
su local con fotografías de autores contemporáneos acompañadas de una frase
autógrafa que los definiera. La mía fue:
“Un autor que no se vende”, que tuvo un efecto fulminante, y es que la librería
no se llegó a abrir. Ese pensamiento lo
había desarrollado antes en el Pregón de una Feria del Libro en Sevilla, donde
dije que la esencia de una feria es la compraventa y el trueque y que en ella
sólo vende el que se vende, pero quien me lo inspiró en realidad fue mi querido
amigo el nunca asaz ponderado editor don José Manuel Lara. Lara llegó a
publicarme dos libros, a pesar de advertirme: “Este libro no se va a vendé”. En
el primer caso acertó y, en el segundo, se salió con la suya haciéndome una de
sus faenas características, que en mi caso fue una auténtica judiada.
El hecho es que mi obra venía siendo lo que
Fernández Flórez diría “una isla en el mar rojo”, hasta que, como no hay mal
que cien años dure, empecé a darme cuenta de que estaba menos solo de lo que
creía y me había leído más gente de lo que yo pensaba. La gran revelación que fue para mí, como para
tantos españoles, la irrupción triunfal de Imperiofobia
y leyenda negra, se combinó con la grata sorpresa de saber que su autora
sabía de mi existencia, y eso explica que le pidiera que presentara en esta
Málaga, de la que sólo tengo buenos recuerdos, un libro en el que rindo
homenaje a escritores que tuve por modelo y por guía y a quienes admiré en su
día tanto como hoy admiro a María Elvira.
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