Si la lengua castellana alcanzó la extensión
que tiene y gracias a Dios conserva, ello fue gracias a que España tuvo,
por fas o por nefas, un Imperio, de cuyas cenizas surgió el Ave Fénix
de la Hispanidad
YA no queda memoria en nuestra patria de la retórica del Imperio y de la
Hispanidad. Para las nuevas generaciones de españoles debe de ser algo
tan arcaico, tan remoto y tan inconcebible como el patriotismo nacional,
reducido a un «españolismo» vergonzante en algunas regiones españolas
que preferirían no serlo. Sin embargo, los azares de la vida me hicieron
ver muy pronto, cuando tuve que ganármela, la inmensa y profunda
realidad que encubrían los tropos retóricos de mi niñez y mi juventud.
En un ambiente incluso más bien ajeno al vulgo profano, que diría
Horacio, o al
servum pecus, que diría Costa, como es el de una Real
Academia, comentaba un colega, medievalista él , que aún estaba
esperando que alguien le explicase qué era eso de la Hispanidad. No
perdí tiempo en decirle que era algo con lo que yo me ganaba la vida, y
conmigo muchos compatriotas, sobre todo catalanes y vascos, que a la
hora de figurar en nómina, no vacilaban en consignar que la española
era su lengua materna. Hablo de los servicios lingüísticos de los
organismos internacionales, en los que los naturales de la metrópolis no
ejercían ningún monopolio, pues en nuestro caso, que era el de España,
bien poco peso teníamos como para que nuestro idioma fuera, como fue,
uno de los cinco oficiales de la ONU y organismos especializados. Quiero
decir con esto, que el español era lengua oficial, no porque fuera la
lengua predominante en la Piel de Toro, si no porque era la lengua
además de medio continente americano. Si la lengua castellana alcanzó la
extensión que tiene y gracias a Dios conserva, ello fue gracias a que
España tuvo, por
fas o por
nefas, un Imperio, de cuyas cenizas surgió el
Ave Fénix de la Hispanidad. Pero el que un concepto derive del otro no
quiere decir que sean sinónimos. Es más, precisamente Ramiro de Maeztu,
el campeón de la Hispanidad, sostenía que Hispanidad no era el sinónimo
de Imperio, sino su antónimo, en el sentido de que Imperio implica jerarquía, y la Hispanidad es la casa común de los que hablamos español o
castellano. El hecho de haber tenido jefes ultramarinos que guiaran mis
primeros pasos es lo de menos; la suerte es que también lo fueran
muchos de mis compañeros, de los que mucho aprendí, hasta el punto de
tener a veces la impresión de haber vivido en algunas de aquellas
lejanas repúblicas. Digo todo esto porque no hace mucho leí en una
conferencia pronunciada en Ginebra por un competente colega celtibérico
que eso de Nebrija de que la lengua es compañera del Imperio es una
monserga. Si tal fuera el caso, mal veo cómo hoy hablaría «la lengua del
Imperio» una parte considerable de los habitantes del planeta.

Esa «lengua del Imperio» que me unía tanto a los hispanoamericanos
como a los españoles, exiliados o no, a quienes tuve por compañeros,
fue mi vínculo con Fernando Aguirre de Cárcer. Fernando Aguirre, nieto
de militar preceptor del joven rey Alfonso XIII, hijo, sobrino, hermano,
primo de diplomáticos, diplomático él mismo, tuvo que rehacer su vida
profesional y lo hizo con una brillantez y una intensidad inusitadas. Su
último destino fue Manila y en Manila estaba de embajador en 1980 un
pariente suyo, no recuerdo si Nuño o Rodrigo, a quien nunca agradecí
debidamente que me diera un pasaporte de urgencia en sustitución del
que eché de menos cuando me disponía a dirigirme al aeropuerto. Tanto
en Ginebra como en Roma su productividad rompió todos los
baremos y llenó ceniceros a mansalva. Era una máquina de fumar y
traducir. En los prólogos del libro suyo que presentamos en la
biblioteca del Liceo Francés de Madrid se dice mucho de él, de sus
gustos literarios y de su entorno familiar, gracias al testimonio de su
hermano José, fallecido cuando el libro estaba en prensa. También es una
pena que no esté entre nosotros otro compañero, de él y de mí, Manuel
Barrios Trujillo, de cuyas manos recogí el original mecanografiado,
rescatado por él a la muerte de Fernando. Hay algo sin embargo en lo que
me gustaría insistir, y es en la compenetración que siempre tuvo
Fernando Aguirre con la lengua francesa y en el amor por su literatura.
Ese amor — quien lo probó lo sabe— le llevó a poner en verso castellano
una antología de versos espigados con buen gusto y conocimiento de
causa. A mí me gustaría contribuir a este amor por la poesía francesa y
al recuerdo del amigo y del colega recomendando la lectura de esta
antología titulada «
Poesía francesa en verso castellano» publicada por
la editorial burgalesa
Dos soles dentro de la colección «La valija
diplomática», creada y dirigida por Alonso Álvarez de Toledo y Merry del
Val, marqués de Martorell y Embajador de España.
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