El franquismo de JRM
Artículo publicado por el poeta JUAN LAMILLAR en el Diario de Sevilla el 4 de junio de 2004
JOAQUÍN ROMERO MURUBE: TIERRA Y CANCIÓN
Acaba
de cerrar sus puertas, desde donde nos miraban los rostros centenarios de María
Zambrano y de Joaquín Romero Murube, la Feria del Libro de Sevilla. Al poeta
sevillano se le han dedicado cinco tardes en las que se han presentado nuevas
ediciones de su obra poética, se ha tratado de valorar adecuadamente su figura,
y se le ha rendido el mejor homenaje que se le puede tributar a un poeta: leer sus versos. Pero después de las salvas honoríficas ha
venido una descarga cerrada (Rodríguez Almodóvar: “Romero Murube y otras
cosas”), aunque de poco alcance y centrada, otra vez, en el tópico: Murube, escritor local y
personaje franquista.
Mala
cosa, pero ¡ay! tan frecuente, es mirar la literatura, que es territorio de
libertad, con las anteojeras de las consignas políticas. Pero ya que se hace es
conveniente el matiz y no usar los adjetivos a la ligera. El de “franquista” es
muy socorrido, está al borde de los caminos y todo el que pasa lo arranca para
provechos propios y descalificaciones ajenas. Sin embargo el de “estalinista”
se administra con más cautela, aunque alguno de nuestros grandes poetas
dedicaran alabanzas al padrecito Stalin.
Romero
Murube, nombrado conservador del Alcázar por la República, no se olvide, fue un
liberal que supo “navegar” bien por las aguas del franquismo, pero que desde su
cargo, como he podido comprobar en sus archivos, fue extremadamente generoso
con los que le solicitaban ayuda y declaró favorablemente en muchos expedientes
de depuración.
Romero
Murube fue un solitario con un alto sentido de la amistad, con grandes dotes de
conversador y gran capacidad para las relaciones. Así que no cultivó sólo las
amistades “peligrosas” de Cela o de Pemán. Su amistad con Lorca fue fraternal y
se arriesgó ¡en 1937! al publicar sus Siete Romances, el único homenaje que se le tributó en zona nacional. Con
Cernuda tuvo ya sus diferencias desde la época de Mediodía, pero siguió atentamente su obra y cuando murió le dedicó
un “Responso difícil por un poeta sevillano”, un texto bello y generoso, que
fue también un homenaje solitario. Ayudó a Miguel Hernández, en un episodio
sobre el que se han escrito demasiadas fantasías e inexactitudes, pero en el
que el comportamiento de Murube fue, no “extremadamente oscuro”, sino muy
claro, en una fecha, abril de 1939, que no era demasiado apropiada para dar
cobijo a un fugitivo de izquierda al que, y se olvida fácilmente, en esos meses
le prestaron ayuda varios intelectuales del régimen. Otra cosa es que, después
de marcharse de Sevilla, Miguel
Hernández se viera envuelto en una corriente de torpeza e infortunio y tomara
decisiones equivocadas sobre adónde dirigirse.
Romero Murube tuvo además una gran
amistad con Juan Ramón Jiménez, aún en los años de exilio, y son conocidos sus
esfuerzos para que volviera a España tras la muerte de Zenobia. Intensa fue también la amistad con Jorge
Guillén, cuyo prestigio de exiliado hace olvidar que también se dejó halagar y
proteger por la Falange sevillana y
llegó a pronunciar algún discurso patriótico delante de Queipo de Llano.
Y si hay que buscarle un padrino de
izquierdas que le de el salvoconducto político para entrar en los manuales de
literatura y en las antologías, ahí está Bergamín –mucho mejor escritor que
Celaya, exiliado, antifranquista- que defendió la obra, la persona y el
comportamiento civil de Romero Murube.
Por
eso son inaceptables frases escritas desde el resentimiento o el
desconocimiento ("Los no iniciados
hacen bien en pasar de largo por este autor. No emite signos ciertos, y
lo mejor es que se quede en el ritual de los suyos. Por lo menos sería lo más
piadoso.”), que son una invitación
a no leer a un escritor, una condena al
silencio. Los que sigan el desafortunado consejo se perderán, por ejemplo, Pueblo
lejano, una obra a la altura de Platero y yo, de Ocnos, de Las cosas
del campo; no podrán disfrutar de páginas insuperables sobre la ciudad,
de magníficas evocaciones de amigos y maestros, divertidos memoriales, agudos
apuntes de viaje ni de una poesía que tiene otras facetas además de la neopopularista,
que es la más difundida. Una obra que, desde su centro sevillano, tiene un
valor mayor del que hasta ahora se le ha reconocido, precisamente por
seguir la comodidad de los tópicos. El
propio Murube, inteligente y escéptico, supo siempre “la medida de sus fuerzas
literarias” y que no había escrito el gran libro que se esperaba de él. Pero lo
que dejó constituye una obra de gran coherencia, tras la que se dibuja un
personaje cosmopolita, un sevillano que
no toleraba el “sevillanismo” y que buscó siempre una ciudad abierta, y en ella el difícil equilibrio entre
tradición y modernidad.
Desde
su cargo de Comisario de la Defensa del Patrimonio Artístico, Romero Murube
hizo mucho por Sevilla, una larga lista
de intervenciones y restauraciones que sería muy extensa. El lamento por la
destrucción de la ciudad fue una constante desde sus primeros artículos en
1923, aunque el tono se fue crispando a
medida que la ciudad entraba en la vorágine destructora, tremenda ya en los
años sesenta. Pero lo cierto es que Murube tuvo, desde los años veinte, una
idea clara de Sevilla, que ya quisieran haber tenido muchos “modernos” que
siguieron destrozándola desde los despachos municipales y democráticos, cuando
parecía que por fin iba a acabar la
época de la especulación, digamos, ya que el adjetivo es fácil, “franquista.”
Murube
fue persona elegante y con pose de indolente, aunque la eficacia demostrada en
sus diversas ocupaciones lo desmentía. Por ello, qué falta de elegancia ese
intento de ningunearlo. Un amigo ajeno al mundo de las letras me señaló que
esas descalificaciones “echaban por tierra” la figura del escritor. Mejor sería decir que lo intentan pero que
apenas la rozan, y ante ellas el propio Murube tendría una salida ingeniosa e
irónica, una exacta definición del descalificador. Ante la frase de mi amigo,
yo recordé Tierra y canción,
uno de sus libros de versos. Por encima de la tierra que quieran echarle
quedará, alta y ejemplar, su canción.
Juan
Lamillar
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